«El hoy es el padre del mañana.
El presente proyecta su sombra sobre gran parte del
futuro»
Emma Goldman, Mi
desilusión en Rusia (p. 298).
El libro que escribió Emma Goldman a raíz de su
experiencia en la Rusia revolucionaria, Mi desilusión en Rusia[1], me sirve de punto de partida para
reflexionar sobre su manera de entender el anarquismo y la revolución. Calificamos
a Goldman como rebelde más que como revolucionaria porque su posición ante la
revolución que se produjo en Rusia en 1917 fue la de una rebelde, la de una
mujer difícil de dirigir y doblegar. Pero también rebelde, más que
revolucionaria en el sentido tradicional de la palabra, porque puso por delante
de todo el carácter sagrado de la vida tal y como ella misma lo denominó. Emma
Goldman es la antítesis del lema: «el fin justifica los medios», muy presente
en las revoluciones sociales que se han llevado a cabo, especialmente en las de
inspiración marxista (-leninista, -trotskista, -maoista, etc.).
Cuando fue deportada a Rusia desde Estados Unidos
(diciembre de 1919), Emma Goldman llegó a su país de origen ilusionada y
decidida a colaborar con la revolución pese a que el protagonismo del Partido
Bolchevique le generaba cierta preocupación y desconfianza. Sus ganas eran tan
grandes que tuvo una cierta obcecación por seguir dando credibilidad a las
buenas intenciones del bolchevismo pese a lo que vio por sí misma enseguida
(por no hablar de las informaciones que le hicieron llegar los/las anarquistas
rusas). Su posición fue, pese a ello, de prudencia, así lo señalaba:
«Debo esperar. Debo estudiar la situación. Debo conocer los hechos. Sobre todo, debo tener la oportunidad de ver por mí misma al bolchevismo en acción» (p. 46).
En efecto, buscó hacerse una idea propia de la
revolución recogiendo información y hablando con obreros/as, campesinos/as y
mujeres en los mercados. Ella tenía claro que no iba a encontrar una revolución
anarquista:
«Para mí el anarquismo ha sido y es el hijo, no de la destrucción, sino de la construcción, el resultado del crecimiento y del desarrollo de los conscientes esfuerzos sociales creativos de un pueblo regenerado. No espero por tanto que el anarquismo prosiga de forma inmediata a siglos de despotismo y sumisión. Y ciertamente no esperaba verlo amparado por la teoría marxista» (pp. 15-16).
Conforme recopilaba información, el efecto que le causaba
provocaba en ella dolor y, sobre todo, sus «ilusiones gradualmente socavadas y
mis principios en fase de desmoronamiento» (p. 49). Llegó incluso a
entrevistarse con Lenin en esa búsqueda del conocimiento de los hechos. Su
impresión del dirigente bolchevique fue negativa, percibió a un líder cuya
aproximación a la gente era meramente utilitaria, en función del uso que
pudiera obtener de ella para su proyecto. La libertad de expresión y de prensa,
que siempre defendió Goldman, no significaban nada para él.
Enseguida aprendió a diferenciar entre bolcheviques
y revolución. Se dio cuenta de que ambos aspectos eran opuestos y antagónicos
en cuanto a su objetivo y propósito y que los bolcheviques eran los
sepultureros de la revolución. Ese cambio se produjo en los seis primeros meses
de vida en Rusia, hacia junio/julio de 1920 ya había sacado las conclusiones
principales sobre el carácter de la revolución bolchevique.
El propio Kropotkin en las dos entrevistas que tuvo
con Goldman (especialmente en la segunda
entrevista en julio de 1920) le transmitió su percepción de que la revolución
inicial llevó a la gente a cotas espirituales de altura y profundas
transformaciones sociales, pero el bolchevismo con su opresión, persecución y
acoso la habían hecho fracasar. Goldman criticó al anarquismo ruso por no estar
mejor organizados y equipados para guiar las energías liberadas del pueblo
hacia la reorganización de la vida sobre base libertaria. Kropotkin, en la
misma línea, consideró que el anarquismo debía reflexionar más sobre la fase
constructiva de la revolución que sobre la destructiva.
Tanto Kropotkin como Goldman decidieron en ese
momento no denunciar la perversión totalitaria de la revolución rusa antes de
la llegada al poder de Stalin. Las razones son muy similares en ambos: el acoso
que sufría Rusia por parte de los aliados pero también porque no existía medio
alguno de expresión en el interior de Rusia. Goldman afirmó con dolor: «Por
primera vez en mi vida, me abstuve de denunciar graves males sociales» (p.
204). Ya sabemos que Kropotkin murió el 8 de febrero de 1921 y mantuvo ese
silencio pero Goldman no lo hizo. Cuando decidió marchar de Rusia con Berkman y
Shapiro, en diciembre de 1921, lo hizo con la idea de denunciar los crímenes
cometidos en nombre de la revolución (de hecho, Mi desilusión en Rusia fue publicado en 1923).
Enseguida su mirada crítica se centró en los valores
humanos, esta posición desde el humanismo fue considerada por el bolchevismo como
burguesa. También estudió y recogió información sobre aspectos políticos o
económicos. Consideramos que el pensamiento de Emma Goldman era global y que
todos los aspectos eran elementos que formaban un todo en el que ella nunca
olvidó los aspectos humanos.
Acusó al marxismo de centrarse en exceso en la
cuestión económica (la necesidad de un proceso industrializador siguiendo las
pautas que Marx había dejado planteadas en su teoría revolucionaria) y de abandonar
la psicología de las masas (conciencia social y psicología de masas). Esa
psicología la relacionaba con el apasionado deseo de libertad nutrido en Rusia
por un siglo de agitación revolucionaria pero también por el carácter de las
personas y de los pueblos (el carácter ruso, que ella consideraba natural y
sencillo, tendía por ello a la acción directa). Emma Goldman como buena
discípula de Kropotkin, daba valor al (…)
« (…) genio creativo del pueblo, de la cooperación entre el proletariado intelectual y manual. El interés común es la máxima de todo empeño revolucionario» (p. 281).
Por el contrario, los bolcheviques habían limitado
la capacidad de la actividad popular reprimiendo toda tentativa independiente
que habían desacreditado, desalentando toda iniciativa.
El mantenimiento del Estado era otro aspecto que
distanciaba a Goldman de la manera de llevar a cabo la revolución, este pretendía
monopolizar todas las actividades económicas, políticas, sociales y culturales.
Para ello, el uso de la coacción derivó en violencia sistemática, opresión y
terrorismo. El triunfo del Estado significaba la derrota de la revolución, ella
se preguntaba desde el dolor que le causaba la violencia: «Si la Revolución
realmente debía secundar tal cantidad de brutalidad y de crímenes, ¿cuál era
entonces el propósito de la Revolución?» (p. 149). Y no es que partiera de la
inocencia de que la revolución no implicaba violencia, pero esta tenía que
tener unos límites muy precisos que los bolcheviques no estaban respetando (e
insisto, todo esto lo estaba planteando Goldman antes de la llegada del
stalinismo):
«Nunca he negado que la violencia es inevitable, y no voy a decir ahora lo contrario. Pero una cosa es emplear la violencia en combate como medio de defensa. Y otra completamente distinta hacer del terrorismo un principio, institucionalizarlo, adjudicarle la posición más importante en la lucha social. Ese terrorismo engendra contrarrevolución y, a su tiempo, él mismo se vuelve contrarrevolucionario» (p. 17).
La violencia, factor inevitable de las turbulencias
revolucionarias, se convirtió en Rusia en una costumbre consolidada, en un
hábito que resultaba insoportable para la rebelde Emma Goldman.
La libertad era la que debía vetar la tiranía y la
centralización para luchar por transformar la revolución en una reconsideración
de todos los valores económicos, sociales y culturales: « ¿Qué es el progreso
si no la asunción general de los principios de la libertad frente a los de la
coacción?» (p. 287).
Su programa era muy sencillo y quizás por ello muy
actual: en el aspecto económico el anarcosindicalismo tenía un papel clave, las
cooperativas tenían que crear vínculos comunes de servicio y ayuda mutuos. En
el terreno cultural, mirada independiente y libertad de expresión, considerando
muy relevante la unión de intelectualidad y masas obreras y campesinas, cosa
que no sucedió en Rusia. Y frente al Estado, que es institucional y estático: «
(…) la naturaleza de la revolución es, por el contrario, crecer, amplificarse y
expandirse en círculos cada vez más amplios (…); la revolución es fluida,
dinámica» (p. 293).
Convencida de que el mal residía en la concepción
socialista de lo que era la revolución, consideraba que la gran misión de la
revolución era un trasvase fundamental de valores. Un trasvase no solo de valores sociales, sino también humanos, considerando
a estos últimos como los más importantes, pues constituían la base de todos los
valores sociales. Este planteamiento hacía de Emma Goldman una pensadora que aportaba
la idea de deconstrucción que impulsó el
anarcofeminismo cuando hablaba (y habla) de emancipación interna como elemento
fundamental de la emancipación de género.
Si se cambiaban las condiciones económicas o
políticas pero se dejaban ideas y valores subyacentes intactos, la
transformación era superficial, no substancial. Los valores que implicaban un
cambio profundo eran el «sentido de justicia y equidad, el amor a la libertad y
a la hermandad entre humanos», (…) «la santidad de la vida» (p. 295).
La perversión de todos los valores éticos que eran
fundamentales en la concepción revolucionaria de Emma Goldman, cristalizaron en
la consigna del Partido Bolchevique de que el fin justificaba los medios. Tras
la consigna llegó la mentira, el engaño, la hipocresía, la traición, el
asesinato. La experiencia enseñaba que los medios y métodos no se podían
separar del objetivo último: «Los medios empleados se convierten, a través del hábito individual
y de la práctica social, en parte integrante del propósito final». Psicológica
y socialmente, los medios influían y alteraban los objetivos por necesidad:
«(…) despojar los propios métodos de su componente ético equivale a sumergirse
en las profundidades del más absoluto amoralismo» (p. 296). Por ese motivo
calificó esa fórmula del fin justifica
los medios como una «fórmula jesuítica».
Cualquier sugerencia del valor de la vida humana o
de la importancia de la integridad revolucionaria, era repudiada como
«sentimentalismo burgués». En definitiva Emma Goldman se percató de que para el
bolchevismo todo era legítimo si servía a su planteamiento de la revolución,
cualquier otra política era acusada de débil, sentimental y traicionera con la
revolución. Eran auténticos «puritanos sociales», en el sentido de que creían
que solo ellos eran los elegidos para salvar a la humanidad.
Los nuevos valores, que debían ser la clave de la
revolución, pretendían la transformación de las relaciones básicas del ser humano
con el ser humano y de este con la sociedad. Confiaba en un nuevo concepto de
la vida que podía regenerar la mente y lo espiritual. El fin era establecer la
santidad de la vida humana, la dignidad del ser humano y su derecho a la
libertad y al bienestar. El objetivo había que construirlo con el mismo material
que la vida que se perseguía.
Estas eran las razones por las que Emma Goldman se
fijó enseguida, y así se lo comentó a sus amigos/as, en lo que le parecía «una
extraña falta de solidaridad» en la población, lo resumió de esta manera: «A la
gente ya no le quedaba ni la vitalidad, ni la empatía necesarias para pensar en
el prójimo» (p. 48).
Se percató también de que la dictadura bolchevique
había dado un hachazo al aspecto social de la vida en Rusia. No había foros
para el debate, ni clubs, ni lugares de encuentro, ni restaurantes, ni siquiera
salas de baile. Cuando se lo comentó esto último a un amigo bolchevique
(Zorin), este le contestó: «Las salas de baile son lugares de reunión de
contrarrevolucionarios. Las hemos cerrado» (p. 268). Probablemente de ahí venía
esa frase que tanto se repite en boca de Goldman: «Si no puedo bailar, tu
revolución no me interesa». Bailar era síntoma de una vida llena de alegría y
vitalidad, mientras que ella veía la vida que impulsaba el Partido Comunista
como una vida severa e intimidatoria, una vida sin color ni calidez, una vida
de represión del pueblo.
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