La fuerza especial de la sociodicea masculina procede de que acumula dos operaciones:« legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada» (p. 37).
Hacía tiempo que tenía este libro (1) en casa, de hecho es un libro por el que ha pasado el tiempo, veinte años desde su publicación en castellano es mucho, pero no ha perdido actualidad. Me parece un trabajo que aporta mucho al tan manido tema de la dominación masculina.
El tema es la dominación patriarcal y el libro arranca sentando sus hipótesis de trabajo, a saber, considera que la preeminencia universalmente reconocida a los hombres se afirma en la objetividad de las estructuras sociales y de las actividades productivas y reproductivas, y se basa en una división sexual de trabajo de producción y de reproducción biológico y social que confiere al hombre la mejor parte, así como en los esquemas inmanentes a todos los hábitos.
El autor intenta establecer la siguiente tesis: que las estructuras de dominación son «el producto de un trabajo continuado (histórico por tanto) de reproducción» (p. 50) al que contribuyen unos agentes singulares (entre ellos los hombres, con unas armas como la violencia física y la violencia simbólica) y unas instituciones: Familia, Iglesia, Escuela, Estado.
Los dominados aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como naturales. Y desvelando las dificultades con que cuenta la rebelión contra los dominadores.
Pierre Bourdieu considera muy relevantes las prácticas de la violencia simbólica que son parte de estrategias construidas socialmente en el contexto de esquemas asimétricos de poder, caracterizados por la reproducción de los roles sociales, estatus, género, posición social, categorías cognitivas, representación evidente de poder y/o estructuras mentales, puestas en juego cada una o bien todas simultáneamente en su conjunto, como parte de una reproducción encubierta y sistemática. La violencia simbólica se caracteriza por ser una violencia invisible, soterrada, subyacente, implícita o subterránea, la cual esconde la matriz basal de las relaciones de fuerza que están bajo la relación en la cual se configura. Haciendo alusión a Michel Foucault, «el poder está en todas partes». Solo (ahí es nada) debemos «hacer visible lo invisible».
Pierre Bourdieu considera muy relevantes las prácticas de la violencia simbólica que son parte de estrategias construidas socialmente en el contexto de esquemas asimétricos de poder, caracterizados por la reproducción de los roles sociales, estatus, género, posición social, categorías cognitivas, representación evidente de poder y/o estructuras mentales, puestas en juego cada una o bien todas simultáneamente en su conjunto, como parte de una reproducción encubierta y sistemática. La violencia simbólica se caracteriza por ser una violencia invisible, soterrada, subyacente, implícita o subterránea, la cual esconde la matriz basal de las relaciones de fuerza que están bajo la relación en la cual se configura. Haciendo alusión a Michel Foucault, «el poder está en todas partes». Solo (ahí es nada) debemos «hacer visible lo invisible».
La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador cuando no dispone de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural.
El efecto de la dominación simbólica (trátese de etnia, de sexo, de cultura, de lengua, etc.) se produce a través de los esquemas de percepción, de apreciación y de acción que constituyen los hábitos y que sustentan, antes que las decisiones de la conciencia y de los controles de la voluntad, una relación de conocimiento profundamente oscura para ella misma.
La fuerza simbólica es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos al margen de cualquier coacción física. La trenza simbólica encuentra sus condiciones de realización, y su contrapartida económica, en el inmenso trabajo previo que es necesario para operar una transformación duradera de los cuerpos y producir las disposiciones permanentes que desencadena y despierta (p. 54).
Los dominados contribuyen, sabiéndolo o no, a su propia dominación al aceptar tácitamente los límites impuestos, adoptando la forma de «emociones corporales –vergüenza, humillación timidez, ansiedad, culpabilidad- o de pasiones y de sentimientos –amor, admiración, respeto-» (p. 55).
Y algo sobre lo que las feministas anarquistas deberíamos reflexionar: es ilusorio creer que la violencia simbólica puede vencerse exclusivamente con las armas de la conciencia y de la voluntad, ya que los efectos y las condiciones de su eficacia están duraderamente inscritos en lo más íntimo de los cuerpos bajo forma de disposiciones.
La realidad es que el poder simbólico no puede ejercerse sin la contribución de los que lo soportan. Es en sí mismo el efecto de un poder, inscrito de manera duradera en el cuerpo de los dominados bajo la forma de esquemas de percepción y de inclinaciones (a admirar, a respetar, a amar, etc.) que hacen sensibles a algunas manifestaciones simbólicas del poder. El principio de visión dominante no es una simple representación mental, un fantasma, una «ideología», sino un sistema de estructuras establecidas inscritas en las cosas y en los cuerpos (pp. 56-57).
La dominación impone unas limitaciones de las posibilidades de pensamiento y de acción que la dominación impone a las oprimidas y de la invasión de su conciencia por el poder omnipresente de los hombres.
El feminismo, por tanto, no puede limitarse a una simple conversión de las conciencias y las voluntades ya que el fundamento de la violencia simbólica no reside en las conciencias engañadas que bastaría con iluminar, sino en unas inclinaciones modeladas por las estructuras de dominación que las producen. La transformación solo puede esperarse de una transformación radical de las condiciones sociales de producción de las inclinaciones que llevan a los dominados a adoptar el punto de vista de los dominadores.
Pierre Bourdieu entiende por inclinaciones o habitus el proceso a través del cual se desarrolla la reproducción cultural y la naturalización de determinados comportamientos y valores. Estas son inseparables de las estructuras o habitudines que las producen y reproducen (p. 59).
Lo típico de los dominadores es ser capaces de hacer que se reconozca como universal su manera de ser particular. Sin embargo, las normas con que se valora a las mujeres no tienen nada de universales.
El autor considera muy importante, le dedica un apartado entre las páginas 104-119, el trabajo histórico de deshistorización, es decir, la necesidad en los estudios históricos de dedicar una parte del trabajo a la historia de los agentes y de las instituciones que concurren permanentemente a asegurar esas permanencias de dominación masculina: Iglesia, Estado, Escuela, etc.
Remarca un cambio importante que se ha producido en el siglo XX y, añado se ha intensificado en el XXI, consiste en que la dominación masculina no se impone con la evidencia de la obviedad. Esto es debido al trabajo crítico del feminismo que ha conseguido romper el círculo del refuerzo generalizado.
Pese a estos cambios positivos, considera que no es tan fácil superar los dualismos (cuestiona por vanidosos los llamamientos que hacen los filósofos posmodernos a superarlos) porque están profundamente arraigados en las cosas (las estructuras) y en los cuerpos. No han nacido de un mero efecto de dominación verbal y no pueden ser abolidos por un acto de magia performativa; los sexos no son meros «roles» que pueden interpretarse a capricho.
Señala, por último, que algunas feministas actuales prefieren rehuir el análisis de la sumisión, por miedo a admitir que la participación de las mujeres en la relación de dominación equivalga a transferir de los hombres a las mujeres el peso de la responsabilidad. Rechaza con claridad la representación idealizada de los oprimidos y de los estigmatizados en nombre de la simpatía, de la solidaridad y de la indagación moral y de no señalar los propios efectos de la dominación. Es partidario de asumir los riesgos de parecer que se justifica el orden establecido desvelando las propiedades por las cuales los dominados (mujeres, obreros, etc.) tal como la dominación los ha hecho, pueden contribuir a su propia dominación (p. 138).
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