Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

miércoles, 23 de julio de 2025

«A mi aire»

 


2025

(de mi cuenta de IG: @lauramartierra)

A mi aire (5 junio)

Islandia era un sueño, tenía poca información, pero la convertí en algo precioso que guardaba casi en secreto. No es lo mismo tener información que hacer la experiencia y eso me ocurrió al viajar a Islandia, metabolicé la experiencia vital, y mi cuerpo quedó autoafectado.

Vi y me sentí modificada por la experiencia. Y ahora persigo empaparme de Islandia.

Así ando.

«A mi aire» (12 junio)

Desde que estoy en Instagram he constatado que apenas coincido con los libros que se leen entre los perfiles que sigo. Quizás se deba a que leo muy poca literatura que se publica ahora, entre otras cosas porque enloquecí hace unos años y compré novelas como si no hubiera un futuro y ahora las voy leyendo.

Debe influir también el género y la edad, supongo.

Hago poquísimos comentarios, aunque suelo repasar lo que publican los perfiles que sigo que no son muchos. La falta de tiempo y de coincidencias lectoras supongo que lo explican.

No es queja, solo confirmación.


«A mi aire» (19 junio)

No confío en la democracia representativa desde hace muchos años, ahora tenemos un nuevo caso que demuestra mi desconfianza. A eso añadimos el, toma y daca, del «tú más», así se defiende la «izquierda triste».

Confío en la democracia directa, la que ejercemos todas las personas y que conlleva la ética y la responsabilidad. Apuesto por ella por confianza, por deseo, por amor, por no delegar en nadie.

Otro día diré más y escucharé. De eso trata la democracia directa de decir y escuchar.


«A mi aire» (26 junio)

El calor ya me desborda.

Me cuesta hasta pensar porque mi cuerpo no lo admite.

domingo, 13 de julio de 2025

Impresiones de un libro de James C. Scott

 


Esto no es una reseña, como digo en el título son impresiones, también podría decir emociones, que me ha suscitado la lectura del libro: El arte de no ser gobernados. Una historia anarquista de las tierras altas del sudeste asiático[1]. He leído a James C. Scott, politólogo y antropólogo, desde hace años, Elogio del anarquismo me llevó a Los dominados y el arte de la resistencia y he tenido que esperar mucho para poder leer El arte de no ser gobernados.

Scott es un experto en saber leer detrás de la historia oficial, en cambiar la mirada sobre el pasado, en comprender que los dominados no siempre usan la táctica del enfrentamiento contra los dominantes, que existen artes de «disfraz político» muy útiles para enfrentar la dominación. Tiene una mirada tan fina como para comprender que los actores de la vida social y política no reducen sus intervenciones al escenario público. Existen procedimientos de encubrimiento lingüístico, códigos ocultos, anonimato, que puede aprovecharse para la resistencia.

Por ejemplo, sobre el anonimato dice Scott en Los dominados: «La espontaneidad, el anonimato y la falta de organización formal se convierten (…) en modos efectivos de protesta en lugar de ser mero reflejo del escaso talento político de las clases populares». La acción de las multitudes se ha interpretado como resultado de la relativa incapacidad de las clases bajas para mantener un movimiento político coherente de cualquier tipo. Se espera que, con el tiempo, esas «primitivas formas de comportamiento de clase» sean reemplazadas por movimientos más permanentes y más ambiciosos, con un liderazgo que tenga como objetivo cambios políticos fundamentales. Sin embargo, el hecho de que las multitudes escojan actuar de manera fugaz y directa no será de ninguna manera un defecto o incapacidad para practicar modos más avanzados de acción política. Según el autor esa manera de actuar responde a la sabiduría táctica que el pueblo ha desarrollado como respuesta realista ante las limitaciones políticas que se le imponen. Tal vez no necesiten organización formal sino coordinarse con eficacia y una activa tradición popular[2].

Pero bueno, yo no venía a hablar de estos libros sino de El arte de no ser gobernados. El autor presenta un espacio, al que denomina Zomia, y que está formado por territorios que están por encima de los 300 metros de altitud, que abarcan desde la meseta central de Vietnam hasta el noroeste de la India, atravesando a su paso cinco naciones del Sudeste Asiático (Vietnam, Camboya, Laos, Tailandia y Birmania) y cuatro provincias de China (Yunnan, Guizhou, Guangxi y partes de Sichuan). Una extensión de 2,5 millones de kilómetros cuadrados que contiene cerca de cien millones de personas.

 La tesis de Scott en este libro es sencilla, sugerente y controvertida como él mismo señala en el Prefacio: Zomia es la mayor de las regiones en las que aún perduran pueblos que todavía no han sido totalmente incorporados a los Estados nación (aunque considera que tienen sus días contados).

¿Por qué la historia de Zomia es una historia anarquista? Porque estos pueblos se han mantenido sin Estado de forma deliberada, son pueblos fugitivos, huidos, que, a lo largo de milenios, han escapado de los Estados de los valles refugiándose, en general, en las colinas.

Scott demuestra, a lo largo de quinientas páginas, que estos pueblos no eran atrasados, primitivos, «bárbaros» o poco evolucionados, sino que consciente y deliberadamente se fugaron de los valles en los que los Estados ejercían la dominación y el poder, adoptando modelos de cultivo, siembra, patrones de movilidad, etc. para huir de la explotación, los impuestos y la incorporación al ejército.

La huida del Estado es parte de la historia, pero se ha ignorado sistemáticamente y no ha tenido un lugar legítimo en la narrativa hegemónica de la civilización pese a su importancia histórica. Emociona saber que, en zonas extensas, por ejemplo, Zomia pero también en el castigado Oriente Medio, en Europa o en América (pone ejemplos de ello), han existido comunidades relativamente libres, no estatalizadas, rodeadas de Estados. Es cierto que para ello tuvieron que huir a las montañas, las marismas, los pantanos, los litorales de los manglares o las laberínticas regiones estuarias (algo de estas huidas intuyó Ursula K. Le Guin en Los Desposeídos y Anarres).

La táctica de la huida, y no del enfrentamiento, parece poco heroica, pero ha resultado ser muy eficaz y un elemento crucial de la libertad popular. Y es que Scott nos propone continuamente una inversión de la mirada que nos ha dominado sistemáticamente tanto en la valoración de lo que hemos llamado progreso y civilización como en las luchas y las resistencias al poder y la dominación.

El Estado ha sido considerado siempre un factor de progreso y civilización y hemos naturalizado que la historia de los Estados haya usurpado el lugar que debería haber ocupado la historia de los pueblos (y no digamos los pueblos no sujetos a gobierno). Por otro lado son los Estados los que dejan más evidencias físicas de su existencia, más basura dice Scott, al igual que los asentamientos agrícolas puesto que concentran mayores densidades de población que las sociedades recolectoras o las sociedades agrícolas itinerantes.

Además, los Estados de hace cientos o miles de años permiten una identificación como protonaciones y como protonacionalismos que permiten la mitificación histórica, las genealogías, la existencia de los ancestros de las naciones actuales.

Pero ¿qué mitos se pueden crear partiendo de comunidades fugitivas, cimarronas, que han escapado de los diferentes proyectos de progreso y civilización que constituían los Estados?

Si el progreso y la civilización es la guerra, la explotación, la esclavitud… emociona pensar que millones de personas han huido y han buscado espacios inaccesibles para llevar una vida sin gobierno, una vida anárquica y relativamente libre. Y la constatación de su existencia nos provoca una pregunta (de hecho, muchas): ¿Dónde están nuestros espacios inaccesibles (imposible pensar que sean físicos en el siglo XXI)?

Y cierro (de momento, porque este libro da para mucho más que estas impresiones emocionadas) con un autor tan magnético y emocionante como Scott, Pierre Clastres y su libro La sociedad contra el Estado[3]:

«Se dice que la historia de los pueblos que tienen historia es la historia de la lucha de clases. Podría decirse, al menos con el mismo acierto, que la historia de los pueblos sin historia es la historia de su lucha contra el Estado».


Laura Vicente



[1] Ha sido publicado por Traficantes de sueños y Katakrak en 2024 (la edición original se publicó en 2009).

[2] James C. Scott (2003): Los dominados y el arte de la resistencia. Txalaparta, Tafalla, p. 216.

 [3] Publicado también en 2024 por Virus.

jueves, 3 de julio de 2025

CAMBIO SOCIAL Y DERECHOS LEGALES

 




El auge de la extrema derecha y del totalitarismo están poniendo en peligro los derechos humanos, los derechos constitucionales y las legislaciones sobre derechos de las mujeres. Sin embargo, esta seria amenaza no es por donde encaminaremos este texto. Los derechos hace tiempo que hacen aguas por otros motivos que nada tienen que ver con las posiciones políticas de la extrema derecha, sino con su propia naturaleza.

Esta reflexión no se posiciona contra los derechos y sabemos que algunas de las mayores atrocidades de los Estados modernos se han realizado como violación de los derechos humanos y que estos pueden ser considerados una barrera defensiva contra el poder. Pese a ello, no se pueden ignorar aspectos relevantes que han influido en la situación de crisis que atraviesan en la actualidad.

 

Los derechos en crisis

Empezaremos por señalar que los derechos no son principios absolutos, sino que están relacionados con las circunstancias históricas contingentes. No compartimos el esencialismo que sostiene que los derechos humanos son inherentes a la naturaleza humana, es decir, que son preexistentes a cualquier reconocimiento formal por parte de los Estados o instituciones.

Los derechos son instituciones creadas por los seres humanos, resultado de un proceso inacabado y en permanente transformación. Como señala J.M. Bermudo[1], cuando emergen nuevas necesidades y nuevos compromisos, derivados de cambios objetivos, puede producirse la necesidad de nuevos derechos. O, simplemente, cuando la voluntad de los gobernantes, como ocurre en la actualidad, considera necesario suprimir unos e instaurar otros. Quienes luchan por derechos legales deben asumir que estos no son para siempre, los feminismos deben tener clara esa contingencia.

Los derechos se enmarcan en el Estado y, por ello, están sometidos a los objetivos políticos de quienes gobiernan. Retrocedamos a su origen, el liberalismo ilustrado[2] consideró que el Estado se tenía que diseñar conforme al ideal de los derechos de primera generación[3], eliminando la hegemonía de los privilegios del Antiguo Régimen. La emancipación de súbdito equivalía a conquistar la ciudadanía e instituir el Estado racional, es decir, el reinado del derecho.

Giorgio Agamben[4] señala una contradicción en dicha lógica, puesto que para tener derechos no basta con nacer humano como se proclama, sino que hay que pertenecer a una comunidad, es decir, tener la ciudadanía. Una cosa son los derechos humanos y otra los del ciudadano o ciudadana, los primeros son papel mojado, los que valen son los segundos, que los tenemos porque nos los da el Estado al nacer en su territorio (inicialmente sectores nacidos en el territorio no accedieron a la ciudadanía: mujeres y personas racializadas). Una vez que están incluidas todas las personas nacidas en el territorio, ¿qué pasa cuando hay un desajuste entre los que están ahí y los nacidos allí? Pues que aparecen reivindicaciones xenófobas de que la nación es para los de la misma sangre y tierra.  

Quedó claro también que los derechos legales no implicaban un cambio social puesto que por sí mismos no suponían el fin de la explotación ni de las diversas formas de dominación. Existía la dificultad de compatibilizar la idea racional y universalista del derecho y la fuerza de la particularidad expresada en la voluntad de los representantes de la sociedad civil y sus intereses de clase, patriarcales y de raza. Por tanto, los derechos son compatibles con la presencia de la dominación y deberíamos preguntarnos por la complicidad misma entre derechos y dominación[5].

Walter Benjamin[6] fue muy consciente de esta complicidad puesto que se detuvo en la paradoja de que, aunque digamos que el ser humano nace igual y libre, la realidad es que la mayoría nace pobre y condenada a la opresión; ni libres ni iguales. Si a pesar de todo, decía Benjamin, nos obstinamos en decir que nacemos iguales y libres es porque hacemos abstracción de la realidad cayendo en el idealismo y confundiendo el ideal con la triste realidad. Quienes siguen la estela de los derechos tienen el problema de suplantar la realidad por la ficción o, mejor, de preferir una imagen presentable del ser humano a su triste realidad. Esto no solo sucede con los derechos de primera generación sino con los de segunda que comenzaron a ser reconocidos en el siglo XX. Son fundamentalmente sociales, económicos y culturales en su naturaleza. Aseguran a los diferentes miembros de la ciudadanía igualdad de condiciones y de trato, sin lograrlo. Y, si no que se lo digan a la ciudadanía en la actualidad con el derecho a una vivienda digna, por poner un ejemplo.

Estas contradicciones fueron constatadas por el socialismo del siglo XIX que pronto advirtió que la emancipación social no se encontraba en el discurso de los derechos; que la realización de los derechos no incluía por sí misma el fin de la explotación y, por tanto, de las diversas formas de dominación. La función de los derechos era la de reproducir el modelo particular de sociedad donde nacen, en nuestro caso la sociedad capitalista[7].

Los derechos no son algo que tenemos, sino que hacemos

Los derechos de las mujeres forman parte de la tercera generación de derechos, surgida en el último cuarto del siglo XX, vinculados con la solidaridad. Estos derechos incluyen las luchas de descolonización y feministas; los ambientales, que se definen como derechos de las generaciones futuras; y los relativos al control del cuerpo y la organización genética de una misma, enfrentados a la mercantilización de la vida. Como ocurre con los derechos de primera y segunda generación, más que cuestionar su existencia, queremos centrarnos en los aspectos críticos que observamos en su naturaleza.

El anarquismo, posición desde la que escribo, acostumbra a ser más partidario de la despenalización, dejar de tipificar como delito una conducta o acción (por ejemplo, la reivindicación histórica del aborto, hoy en peligro de ser penalizado de nuevo) que de la regulación a través de leyes. Ya lo dijo Hobbes (poco sospechoso de anarquista): «Las leyes [son] limitaciones de la libertad».

Pese a ello y puesto que estamos hablando de derechos legales, compartimos con Linda M.G. Zerilli[8] que estos solo importan cuando los reclamamos, los usamos y los superamos en busca de nuevas reclamaciones y libertades; solo importan si nos instan a seguir adelante. Los derechos solo tienen sentido si las personas involucradas están en posición de reclamarlos y defenderlos. Esta es la pregunta que debemos hacernos: ¿los derechos que consideramos en peligro, estamos en disposición de defenderlos? No pensemos solo en quienes los amenazan sino en cómo vamos a luchar por mantenerlos.

Los derechos no son «cosas» para distribuir desde arriba, desde el Estado, sino demandas de algo más que surgen desde abajo. No son «cosas» sino relaciones sociales y como tales no son algo que tenemos, sino que hacemos cada día en nuestras prácticas feministas, sin ellas los derechos siempre son frágiles y al albur de los cambios de gobiernos o de la voluntad de la justicia patriarcal. La libertad, como los derechos, es algo que solo puede ser garantizado por las mismas personas que los reclaman.

Las prácticas feministas de lucha política no se pueden confundir con la institucionalización de los derechos o la igualdad formal, por ello «la política de proclamar los propios derechos, por muy justa u hondamente sentida que sea, es una clase subordinada de política»[9]. Las prácticas de libertad política crean, mediante el discurso y, especialmente, mediante la acción, un espacio subjetivo intermedio que, en ocasiones, excede el espacio institucional. Solo cuando se produce esa situación de fuertes movilizaciones y luchas se consiguen ampliar los espacios de libertad y autonomía de las mujeres que, a veces, quedan regulados en forma de derechos.

Un rasgo de los derechos legales es su tendencia a deteriorarse en artefactos legales muertos y hasta en instrumentos políticos peligrosos cuando pierden conexión con las prácticas de libertad feministas. No podemos compartir, como ya hemos explicado, las posiciones de un sector del feminismo que ha aceptado la estrategia de que un cambio social se basa en los derechos legales. Estos por «progresistas» que nos puedan parecer no logran por sí mismos acercarnos al fin de la dominación patriarcal a la que aspiramos y es compatible con su existencia.

Así mismo, no podemos dejarnos cegar por las respuestas jurídicas y centradas en el Estado a las preguntas políticas y sociales que nos hacemos como feministas y haríamos bien en dar protagonismo a lo que las mujeres podemos y no podemos lograr en nuestras luchas que, a veces, pueden tomar la forma de derechos.

 Laura Vicente

 [Publicado en la revista Crisis, nº 27, Zaragoza]



[1] J.M. Bermudo, «El discurso de los derechos: carencias y confusiones», p. 3. Conferencia impartida en México en el Seminario de Política y Antropología de la UAM, en Diciembre de 2010.

 [2] J.M. Bermudo, «Ilusiones de la emancipación». Texto presentado en el XIII Congreso Nacional de Filosofía de Perú, El hombre, la interculturalidad y la biodiversidad. Iquitos, UNAP, 4-8 de octubre de 2011, p. 21.

[3] Estos tratan esencialmente de la libertad y la participación en la vida política. Son derechos civiles y políticos, y sirven para proteger al individuo de los excesos del Estado.

[4] Reyes Mate Rupérez (2018): El tiempo, tribunal de la historia. Madrid, Trotta, p. 107.

[5] Bermudo, «El discurso de los derechos», pp. 18-19.

[6] Mate Rupérez, El tiempo, pp. 108 y 110.

[7] Bermudo, «El discurso de los derechos», p. 32.

[8] Linda M. G. Zerilli (2008): El feminismo y el abismo de la libertad. Buenos Aires, FCE, pp. 234-236.

[9] Afirmación con la que coincido, pese a no compartir muchos de los postulados de esta corriente feminista, del Colectivo de la librería de mujeres de Milán, Sexual Difference; citado en Zerilli, El feminismo y el abismo de la libertad, p. 187.