Mejor que una pequeña biografía de Imre Kértesz, nacido
en Budapest en 1929, prefiero darle la palabra con estos dos estupendos
fragmentos que él mismo recoge en este libro sobre sí mismo:
Nació en el primer tercio
del siglo XX, sobrevivió a Auschwitz y pasó por el estalinismo, presencio de
cerca, en tanto habitante de Budapest, un levantamiento nacional espontáneo,
aprendió, como escritor, a inspirarse exclusivamente en lo negativo, y seis
años después del final de la ocupación rusa llamada socialismo –o, si se
quiere, del siglo XX desde un punto de vista histórico-, encontrándose en el
interior de ese vacío voraginoso que en las fiestas nacionales se denomina
libertad y que la nueva constitución define como democracia –aunque también lo
hiciera la anterior, la socialista- se pregunta si sirven de algo sus
experiencias o si ha vivido del todo en vano (29).
(…) basta con analizar mi propia identidad político-social para desorientar
a mis oyentes de igual manera que a mí mismo: soy judío, pero apenas conozco
las tradiciones judías y lejos de mi está el nacionalismo judío; me considero
un hombre de convicciones conservadoras, pero políticamente me hallo en el lado
liberal; apuesto por la democracia, pero no creo en la igualdad de los seres
humanos, me resisto a aceptar el principio de la mayoría y me repugnan las
masas, la manera en que se las suele dirigir, tener a raya y divertir, así como
la amenaza inherente a ellas, que en el fondo pone en peligro las ideas más
elevadas de quienes en todas las épocas han sido pocos, ideas que siempre han
creado los valores humanos (39).
Tras diversos premios
literarios le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 2002.
Diez ensayos, con formato
de conferencia y artículo, retratan la frágil
experiencia del individuo frente a la bárbara arbitrariedad de los
acontecimientos que ahogaron a Europa en una verdadera matanza, especialmente
en las llamadas “Tierras de sangre”, en el Este, siguiendo la denominación del
historiador Timothy Snyder.
Nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco
punto negativo: Dios creo el mundo y el ser humano creó Auschwitz (18).
Estos
breves ensayos muestran a un Kertész debatiéndose entre su querencia por
Hungría y, especialmente, por su ciudad de origen Budapest, y el desarraigo de
su país que viene condicionado por la “experiencia negativa” de los campos de
concentración en los que estuvo siendo apenas un adolescente. Una experiencia
que se tradujo en cientos de miles de muertos de la “solución final” y que su
país, Hungría, todavía no ha considerado como una pérdida. El desarraigo lo
asumía como una forma de existencia
espiritual basada en la experiencia
negativa, que acabó siendo una fuerza creadora de valores que hizo realidad la solidaridad enraizada en la vida individual, capaz de organizar la
vida con independencia del poder… (26).
¿Y
cómo no iba a sentirse desarraigado?, como dice en el primer ensayo, “Patria,
hogar, país”, siempre sintió extrañeza hacia su país puesto que enseguida fue
considerado, por las autoridades comunistas, como enemigo interno por su sintonía con lo que dichas autoridades
llamaban intelectualidad cosmopolita y
ecléctica, apátrida y desarraigada (20). De esta forma su país acabó siendo
más cárcel que hogar (20). Kertész no
puede sentirse integrante de su patria mientras Hungría no reconozca la
experiencia negativa vivida y su fuerza
creadora de valores, en especial hacer realidad la solidaridad enraizada en la vida individual, capaz de organizar la
vida con independencia del poder… (26).
Pese
al desarraigo, Kertész afirma, en el “El intelectual superfluo”, que es propio del ser humano el deseo de
instalarse en su mundo como en un hogar
y aferrarse a algo que le haga olvidar su soledad y transitoriedad. Con este
objeto, la ideología le ofrece un mundo
completo, si está dispuesto a transigir. Es un mundo artificial, bien es
cierto, pero protege al hombre del peligro que más lo acecha: la libertad
(116). El mundo cerrado del pensamiento ejerce una atracción fascinante y no
basta la duda para intentar salir de él (117). Fue su “experiencia negativa” la que lo expulso de ese mundo
cerrado y seguro, quedando expuesto a la libertad siempre vigilada del estado
comunista húngaro.
Dentro
de ese mundo cerrado, de esa ideología que nos “regala” una narración completa
del mundo para que no tengamos que pensar por nosotros mismos, Kertész
cuestiona el nacionalismo y el capitalismo. Respecto al primero, afirma que en este siglo (escribe estos ensayos en la década de
1990) todo el mundo busca la identidad, demostrando así la profunda inseguridad
de los seres humanos, pero también la coacción exterior, deseosa de meter a los
hombres en cualquier tipo de jaula. El sentimiento nacional provocó en su día
revoluciones, creó estados nacionales, inspiró a poetas y artistas, es decir,
demostró ser una idea creatriz. Sabemos muy bien que es hoy en día, no es más
que una de las múltiples caras de la destrucción, un rostro tan repelente como
los diversos fundamentalismos o como los diferentes intentos de salvar el mundo
(40).
Respecto al capitalismo y tras el hundimiento de uno
de los dos mundos posibles (capitalismo y comunismo) solo queda un mundo real, el mundo triunfante del economicismo, del
capitalismo, de la pragmática ausencia de ideales, carente de alternativa y, en
todo caso, de trascendencia, desde el cual ya no hay camino alguno hacia la tierra,
según como se mire, maldita o prometida. Se ha roto algo en el ser humano
sin que se sepa exactamente qué: si el ethos
de la resistencia o si cierto tipo de esperanza. Aquí estamos ahora,
triunfantes, vacíos, cansados, desilusionados (45).
Nacionalismo, capitalismo y, por supuesto, el
totalitarismo por él sufrido en sus dos
peores modalidades del siglo XX, son cuestionados sin piedad. Como intelectual
denuncia el totalitarismo ideológico, tanto del nazismo como del comunismo,
porque mata la creatividad, solo las obras que lo describen desde su lado
absurdo o desde la perspectiva de las víctimas pueden tener alguna importancia
y credibilidad. El
totalitarismo, según Kertész, es la gran novedad del siglo XX, es la
experiencia terrorífica que hizo temblar sus cimientos. ¿Los cimientos de qué?
De nuestras ideas racionales habituales, responde Kertész. El totalitarismo
expulsa de sí mismo y pone fuera de la ley al ser humano. Esta situación fuera
de la ley, provoca la mayor arbitrariedad, dejar a millones de personas despojadas
de la columna básica de su cultura y de
su existencia, la ley (70). Y sobre esa situación de indefensión del ser
humano, Kertész introduce otra cuña letal al señalar la facilidad con que los regímenes dictatoriales totalitarios disuelven
la personalidad autónoma y con que el ser humano se convierte en pieza constituyente,
sumisa y perfectamente ajustada del dinámico engranaje estatal. Esta afirmación espanta porque no es
mera especulación sino constatación de lo ocurrido en el contexto de la II
Guerra Mundial, y nos espanta que podamos caer nosotros mismos en ese engranaje
y que nuestro ser racional no pueda, después, reconocerse en esa posibilidad (35).
Retrocediendo a esa “experiencia
negativa” de los campos de concentración, vivida por Kertész y por millones de
personas más, reflexiona, por ejemplo en el “Ensayo de Hamburgo”, sobre
el Holocausto. Dice el autor
que ante un fenómeno como Auschwitz no llegaremos muy lejos con la lógica, ya
que en este caso la razón fracasa. Cuanto
más hincapié hacemos en su carácter irracional, tanto más apartamos de nosotros
el fenómeno, tanto menos lo comprendemos, tanto menos queremos comprenderlo,
porque ha sido declarado incomprensible. Traslucen la voluntad de apartar
de nosotros la comprensión del simple hecho de la cosa real (31).
Auschwitz fue
la culminación de la anticultura nazi, la gran prueba:
La convivencia humana civilizada se basa, en definitiva, en el tácito común
acuerdo de que el hombre no debe ser despertado para constatar que su nuda vida
vale más, mucho más, que cualquier valor profesado hasta entonces. Cuando esto se
descubre –porque el terror lo obliga a una situación en que debe tomar
conciencia de ello (…)-, ya no podemos hablar, en rigor, de cultura por cuanto
todos los valores se han venido abajo frente a la supervivencia; esta
supervivencia, sin embargo, no constituye un valor cultural: no lo constituye
por ser nihilista, de ser una existencia dedicada no a los otros, sino al
perjuicio de los otros (33-34).
¿Qué tiene de excepcional el Holocausto, puesto que
sabemos que el exterminio de seres humanos se ha producido antes de Auschwitz y
en la actualidad? Kertész da una respuesta muy clara: la eliminación de seres
humanos se produjo durante años de forma sistemática y convertida así en
sistema mientras trascurría a su lado la vida normal y cotidiana; esto sumado
al hecho de habituarse a la situación, de acostumbrarse al miedo, junto con la
resignación, la indiferencia y hasta el aburrimiento. Lo nuevo es que está
aceptado. Se ha demostrado que la forma
de vida del asesinato es posible y vivible: por tanto, puede
institucionalizarse (42). Todo
se ha desenmascarado en el siglo XX:
El soldado se convirtió en asesino profesional; la política, en crimen; el
capital en una gran fábrica equipada con hornos crematorios y destinada a
eliminar seres humanos; la ley, en reglas de juego de un juego sucio; la
libertad universal, en cárcel de los pueblos; el antisemitismo, en Auschwitz; el sentimiento nacional en
genocidio (41).
Auschwitz es un símbolo universal que lleva el sello
de lo perdurable, que encierra en su mero nombre todo el mundo de los campos de
concentración nazis y la conmoción del espíritu universal ante ellos (56). El
holocausto no separa, une porque la
universalidad de la vivencia se manifiesta cada vez más (69). No se puede,
por tanto, degradar Auschwitz a un simple asunto entre alemanes y judíos,
prescindir de la anatomía política y psicológica de los totalitarismos modernos
o no concebir Auschwitz como una experiencia universal. Cualquier descripción que
se haga de los campos no puede dejar de lado sus amplias consecuencias éticas,
al igual que remarcar que el ser humano no puede salir intacto de Auschwitz. Por
último, cualquier descripción debe pasar por comprender que existe una relación
orgánica entre nuestra forma de vida deformada y la posibilidad del holocausto,
es decir cualquier descripción tiene que incluir el hecho de que el holocausto no
es algo ajeno a la naturaleza humana y no se lo puede expulsar del ámbito de
experiencias del hombre (92).
¿Hay esperanza para el ser humano tras el holocausto?
Las propuestas de Kertész están desperdigadas como pequeñas “miguitas” de pan
que nos marcan un complicado camino en su sencillez.
El ser humano debe encontrar el camino de vuelta a sí mismo, debe
convertirse en persona e individuo en el sentido radical de existencia que
tiene esta palabra. El ser humano no nace para desaparecer en la historia como
pieza desechable, sino para comprender su destino, para arrostrar su mortalidad
y (…) para salvar su alma (49).
Solo el saber puede elevar al ser humano por encima de la historia; en la
época desalentadora y desesperanzante de la historia total, el saber es la
única salvación digna, el único bien (49).
En el ensayo titulado “La vigencia de los campos”, se plantea
que la historia no ha sido capaz de ofrecer una explicación e incluso no ha
sido capaz de concebir los acontecimientos de los campos. Y su respuesta puede
ser otra clave: no lo ha sido porque no dispone
de un punto de vista universal y ordenador, es decir, de una filosofía
(54). Y es que la historia se basa en la razón y esta se convirtió en humo y cenizas (54). Un cuestionamiento
de la historia como disciplina que me afecta especialmente y en la que es necesario
meditar.
La realidad irreparable de Auschwitz debe hacer surgir
la reparación: el espíritu, la catarsis. Su fuente de inspiración puede ser la
Sagrada Escritura y la tragedia griega, dos fuentes de la cultura europea. Y
aquí es donde disiento puesto que no veo la fuerza de esas dos “fuentes” para
lograr esa reparación.
Otra posibilidad la representa el arte, en el ensayo “El
intelectual superfluo”, plantea que la tarea del arte es oponer el lenguaje
humano a la ideología, recuperar la capacidad de imaginación y recordar al
hombre su origen, su verdadera situación y su destino humano. Por eso la opción
del arte solo puede ser radical (121).
Pese a la desilusión que nos puede embargar tras el
holocausto, Kertész no cierra todas las posibilidades:
(…) la
desilusión es el principio de la edad adulta, que la desilusión guarda fuerza e
iluminación (111).
Solo el recogimiento de cada persona en sí misma, el retorno a la esencia
de la existencia humana, a los fundamentos del propio ser, de las condiciones
individuales y sociales, pueden significar la curación de la ceguera que reina
en el mundo de hoy (112).
Pero este relativo optimismo, o como me apunto un
amigo historiador, escepticismo realista, Imre Kertész, cuyo país ha estado en
el centro de la noticia por el cierre de sus fronteras a los refugiados sirios,
no se despega de su maleta por si debe recoger sus cosas y marchar a sus 86
años. Concluye así su libro:
Soy un emigrante que sigue aplazando el momento de ir a buscar sus
documentos de viaje. De hecho, no es tan urgente. Mientras, por qué negarlo, me
he instalado aquí con bastante comodidad. Tengo un estudio donde trabajo, y un
par de ojos azules acompañan mi vida. Obligado a confesarme, admito: soy feliz.
Pero no está mal tener la maleta siempre preparada en la habitación, al menos
como advertencia (139).