Nacionalismo
de estado y fascismo (1918-1945).
El nacionalismo tiene una doble cara, una cara
democrática y liberadora que busca como primer objetivo el principio de
autogobierno, el objetivo es librarse de la opresión que sufre la nación étnica,
fundamentada en el sentimiento que los individuos poseen de identificación con
la comunidad en que han nacido. A partir de ese patriotismo étnico que ensalza
la identidad colectiva aparece el
principio político por el que cada nación tiene derecho a ejercer el poder
soberano sobre el territorio en que habita y que poseería fronteras “naturales”,
un aspecto este basado, como ya se ha señalado, en el organicismo. Es el
supuesto carácter natural de la nación lo que provoca que el nacionalismo
reivindique un territorio que considera inmutable y al margen incluso de la
voluntad de los propios ciudadanos/as (se puede aplicar igual a la “unidad” de
España, que a las fronteras naturales de Euskadi o a los denominados Países
Catalanes). De esa forma aparecen los
multitudinarios nacionalismos del siglo XIX, apoyados en la prensa de gran tirada.
La territorialidad, como ya se ha dicho, es el principal requisito de las
naciones y fácilmente puede justificar el expansionismo.
El nacionalismo tiene también otra cara, la de la obscenidad
del nacionalismo totalitario. En
todo caso, en esta segunda versión, es evidente que el estado tiene un papel
primordial en la creación del nacionalismo[1].
Después de 1870 predominó la política nacionalista
de poder unilateral de los grandes Estados centralizados y unitarios que
trataran de hacer sentir la voluntad general de la nación en el exterior con
desprecio hacia otras naciones. En este contexto el nacionalismo fue una forma
extrema de patriotismo dentro de una política imperialista.
No resulta extraño, partiendo de esta doble cara,
que el nacionalismo de estado, que se configuró a partir de finales del siglo
XVIII y siglo XIX, culminara en los regímenes fascistas surgidos en Europa
entre 1918-1945. Los fervores fascistas se difundieron masivamente a través del
medio de comunicación más potente de la época, la radio. El Estado aprovechó la
capacidad del nacionalismo para dar sentido emocional a una época de declive de
la religión y deshumanización provocada por la industrialización con lo que
fortaleció al Estado dotándolo de una fidelidad casi religiosa.
Estos movimientos nacionalistas europeos representaron
reacciones contra el nuevo orden burgués, democrático y liberal emergente, en
el que las clases trabajadoras y los partidos socialistas estaban desempeñando
un papel cada vez más importante. Eran movimientos que surgieron como resultado
de una gran crisis de confianza en el estado-nación. El fascismo proponía la
primacía de la nación unida de forma inseparable al estado, quedando el
individuo totalmente subordinado a este. Buscaban la homogeneidad nacional y
vinculaban a las masas a las ideas míticas y a menudo místicas de nación. Basado
en una combinación de terror y consenso, el fascismo daba mucha relevancia a la
participación de las masas en cultos que generaban un sentido de pertenencia a
la nación[2].
El estado-nación fue convertido en una especie de dios y el fascismo llevó esta
idolatría al máximo. Naciones-estado autoritarias, belicosas y puntales
supremos del orden social que aparecieron como freno a la posibilidad de que la
nación se dividiera en clases sociales y que el enfrentamiento entre éstas
favoreciera la revolución social. El Estado y la nación eran quienes “podían”
salvar la sociedad. Esta idea está presente tanto en los regímenes fascistas de
los años treinta del s. XX como en el nacional-catolicismo español durante, y
tras acabar, la guerra civil en 1939.
GABY HERBSTEIN
El
nacionalismo hoy más fuerte que nunca
Resulta evidente en la actualidad que el
nacionalismo no ha pagado los excesos del fascismo y hoy se presenta con
múltiples caras en países europeos con estado y en territorios en los que se aspira
a tener estado. La capacidad de renovación del nacionalismo resulta llamativa
puesto que lo avalan posiciones de izquierda (incluso de extrema izquierda
anticapitalista como la CUP o Bildu) y de derecha extrema. Es posible que su
éxito dependa de su capacidad para movilizar las emociones y el sentimiento de
superioridad y autoestima tan necesario en momentos de crisis en que amplios
sectores sociales han sido gravemente maltratados.
Las políticas neoliberales que han agudizado
claramente les desigualdades sociales y la inexistencia de respuestas
(sindicales y/o sociales) para detenerlas, han provocado discursos que apelan
al nacionalismo y la xenofobia.
Los partidos de extrema derecha son contrarios a la
cesión de soberanía a la Unión Europea (UE), especialmente al control de
fronteras con lo que supone de control de la inmigración y a la libre
circulación de trabajadores/as de los países de la UE, como se ha demostrado en
Gran Bretaña en el último referéndum que ha dado lugar a su salida de la UE.
Con diferencias entre ellos, todos los países tienen en común que cuentan con
apoyo electoral interclasista y que suponen una ruptura respecto a la
ultraderecha nostálgica y corporativa[3]. La
deriva autoritaria ha seducido a otros partidos que sin ser de ultraderecha
están aplicando medidas que lo parecen o manifestando opiniones que se acercan
peligrosamente al fascismo. Un ejemplo reciente es el caso de la parlamentaria Bettina Kudla de la Unión
Cristianodemócrata (CDU) que en un tuit señaló que “Merkel lo niega. Tauber
sueña. La inversión étnica ha comenzado. Es necesario actuar”[4].
Inversión étnica (Umvolkung en alemán)
fue una expresión popular durante la dictadura nacionalsocialista con la que se
referían al proceso de germanización de los territorios conquistados en Europa
oriental. La recuperación de expresiones del nacionalsocialismo no es un caso
excepcional hoy en Alemania.
Desgraciadamente la presencia de partidos ultras (neonazis,
neofascistas, racistas, antinmigrantes, hipernacionalistas, antieuropíistas, casi
siempre islamófobos e incluso violentos) en los parlamentos europeos ya no es
una sorpresa. Han escalado posiciones en Noruega, Finlandia, Dinamarca, Bulgaria,
Hungría, Austria, Holanda, Bélgica, Francia, Polonia, etc.
Uno de los efectos indeseados de cualquier
nacionalismo es la creación de un “relato de la nación” que implica
manipulación de la historia para distorsionar unos hechos, que bien poco
importan, sobre todo, si estropean el relato. La Historia siempre es un campo
crucial para los nacionalismos. Si estas narrativas se realizan desde el poder,
como ocurre ahora en Cataluña, la creación de mitos busca producir silencio
entre quienes no se los “creen”, mientras
que, repetidos hasta la saciedad por los fieles creyentes, se convierten
en “verdades históricas”, como la mitificación impulsada desde la Generalitat
de Catalunya de los hechos de 1714. Estas “verdades” no se pueden poner en
cuestión sin correr el riesgo de ser condenados como traidores, o botiflers
a la catalana, a la patria. Resulta
más cómodo guardar silencio que separar la verdad de la falsedad, ese es el
peligro de los mitos que, opuestos a la explicación racional del mundo, hay que aceptarlos completos aunque
sustituyan a la realidad. Todos los nacionalismos sin excepción pretenden construir y controlar el “relato de la
nación”. Vivir en un territorio que está en plena construcción de dicho
“relato” significa escuchar o leer
continuamente el simplista relato nacional (o independentista como le
gusta a la izquierda que teme el término nacionalismo como a una mala pena) que
ha ido creciendo al calor del poder y de sus recursos (medios de comunicación,
ediciones, congresos, museos, becas, etc.)
voceados desde las instituciones, desde la voz “autorizada” de
diputados/as, políticos/as, miembros de la llamada sociedad civil o
comentaristas de cualquier medio de comunicación que de pronto son expertos/as
en historia, en economía, en sociología, en filosofía y en otras muchas materias.
Esa construcción del “relato de la nación” puede ser
más zafia o menos en función de la categoría intelectual de quien participa en
dicha construcción, así como el grado de convencimiento de las creencias. Así
no son extrañas afirmaciones que adolecen de poca base histórica y que expanden
los nacionalistas más convencidos, exaltando y engrandeciendo actos de la
nación como síntoma de su grandeza (o superioridad):
No
hay en la historia contemporánea del Estado español movilización alguna que se
acerque a lo sucedido los últimos años en Cataluña[5].
La impaciencia y exaltación llega al punto de desear
acelerar la llegada del “gran cambio” purificador provocando las
contradicciones antidemocráticas del Estado (español) aunque eso suponga
recurrir a algún tipo de fuerza legal o incluso a la fuerza bruta[6]
que acelere la llegada de la “tierra prometida”.
En conclusión, el nacionalismo convirtió un periodo de treinta
años (1914-1945) y dos guerras mundiales en excepcional, dejando múltiples
huellas inconfundibles. El total de muertos ocasionados por esas guerras,
internacionales o civiles, revoluciones y contrarrevoluciones y por las
diferentes manifestaciones del terror estatal, superó los ochenta millones de
personas. Cientos de miles más fueron desplazados o huyeron de país en país,
planteando graves problemas económicos, políticos y de seguridad. Pese a todo ello cincuenta años después el
nacionalismo ha resurgido para volver a condicionar la vida de los ciudadanos y
ciudadanas europeas desde la maquinaria del estado (quejosa de las limitaciones
que le impone la UE) y con el consentimiento de poblaciones acuciadas por el
miedo al extranjero, al inmigrante, al refugiado, al miembro de otra cultura,
en definitiva, al Otro. La amenaza y el miedo convenientemente manipulados y la
pertenencia emocional a un ente superior que es la nación propia vuelve a
propiciar el crecimiento de partidos nacionalistas y ultras como si lo sucedido
entre 1914-1945 no hubiera sido suficiente lección respecto a sus catastróficas
consecuencias en vidas humanas y en destrucción material.
[1] Llobera,
1996: 260.
[2] Llobera,
1996: 269-270.
[3]
Soledad
Bengoechea i María-Cruz Santos, “La
deriva autoritària europea”, 21-07-2016
https://directa.cat/actualitat/deriva-autoritaria-europea
[4] Luis Doncel, “Nuevos tiempos para
viejas palabras nazis”. El País, 2
de oct. 2016.
[5]Quim Arrufat, exdiputado de
CUP-AE entre 2012 y 2015 y ahora cabeza del secretariado nacional de dicha
organización nacionalista en lamarea nº 30, 2015.
[6] El País, 11
de septiembre 2016, en este enlace se pueden escuchar las palabras del
exdiputado.
http://cat.elpais.com/cat/2016/09/10/catalunya/1473533448_662424.html