Conviene aclarar desde el principio que, aunque el tema de este monográfico se podría tocar desde otras perspectivas, quizás más generales, aquí se ha abordado desde el ámbito de los feminismos. Esta decisión viene justificada por el hecho de que no hay una perspectiva, tanto teórica como práctica, que le haya dedicado tanta atención, esfuerzos, debates y polémicas como la perspectiva feminista(s). Ojalá en el futuro, las reflexiones (y el activismo) sobre cómo afecta negativamente el sexismo a los hombres, la problematización del «género» masculino y las alternativas desde las nuevas masculinidades, aporten otros puntos de vistas sobre lo avanzado hasta ahora desde los feminismos (mayoritariamente protagonizados por mujeres).
Este
monográfico se centra en la conflictiva relación entre identidades, sexo y
género, cuestión que ha alcanzado una gran relevancia tanto en los espacios
académicos como en los del activismo feminista en la actualidad. Este tema
tiene importantes implicaciones en otros muchos: las visiones del sujeto en los
diversos feminismos, qué es ser «mujer», los objetivos de los feminismos, etc.
Nos centraremos en la segunda mitad del siglo XX y siglo XXI para ver cómo se están abordando en estos momentos, las diferentes
posiciones y sus argumentos.
El punto de partida de este artículo son los
años sesenta y setenta del pasado siglo, en esta fase[1] (algunas autoras la denominan como «segunda
ola»[2] del feminismo por su falta de continuidad
histórica con el movimiento sufragista) «la Mujer» se afirmó como colectivo por
oposición a su «contrario». El movimiento feminista cuestionó de forma radical
la universalidad del sujeto moderno que era «el Hombre» (en realidad, el
hombre blanco, occidental y de clase media). Fue una fase que designamos hoy como de «reparación de ausencias»
puesto que se empezó a nombrar a las
mujeres a costa de subrayar siempre su diferencia con los hombres. Por
ello, en cierta manera, se colaboró en mantener la distribución simbólica de los
papeles de género.
En la década de 1970 se aspiró no solo a nombrar a
las mujeres sino a explicar las razones de las presencias y de las ausencias
femeninas. Para ello era preciso resignificar
las categorías con las que éstas habían sido nombradas; explicar, más
allá de la pura descripción positivista, que el binomio sexo-género había
actuado como eje vertebrador de jerarquías entre lo masculino y lo femenino.
A partir de la década de 1980
estallaron las diferencias dando
paso a una segunda fase («tercera ola» del feminismo). Muchas mujeres —negras,
chicanas, lesbianas, transexuales, pobres, migrantes, trabajadoras precarias,
etc.— manifestaron no sentirse representadas por el feminismo y hablaron de la
diversidad de las mujeres. Desde esta perspectiva, se empezó
a deconstruir la categoría de «la
Mujer», que las invisibilizaba y excluía de los discursos, las imágenes,
y las demandas feministas.
De
esta manera, se fue construyendo un nuevo escenario, una tercera fase («cuarta
ola» del feminismo) en la década de 1990 en que la teoría y la práctica
política feminista se han tenido que enfrentar con la fragmentación de su
propio sujeto político desde las críticas queer, decoloniales (también llamadas
postcoloniales), o las políticas transgénero. Estos análisis diversos subrayaban
que los géneros, los sexos y las sexualidades eran construcciones políticas y
sociales, y, como tales, eran contingentes, parciales, y estaban sujetas a
negociaciones y cambios.
Nos
encontramos en un momento, por tanto, en que los feminismos, y sus diversas
maneras de entender las identidades, el género, el sexo y la sexualidad,
conviven con dificultad mientras se han convertido en un movimiento de masas
con influencia en la calle, en las universidades, en el poder político y en
otros ámbitos.
Primera fase: Diferencias de género
Durante los años sesenta del pasado siglo se reabrió el debate
de la posición social de las mujeres. En
esta fase «la Mujer», como sujeto del feminismo, se afirmó como colectivo por
oposición a su «contrario» en la lógica de la Otredad. En estos años, fue
cuestionada de forma radical la supuesta universalidad del sujeto moderno que
era «el Hombre»; se trataba, por tanto, de liberarse de la dominación masculina
dentro de la lógica del sujeto autónomo, con igualdad de derechos y
oportunidades. Además,
se pretendía que «la Mujer» fuera reconocida como sujeto de la historia y para
ello había que nombrar a las mujeres desarrollando estudios específicos que las
tenían como objeto privilegiado de análisis.
La idea clave en esta fase
es la diferencia de género que partía del hecho de que la posición
social y las constituciones subjetivas de hombres y mujeres eran diferentes. La categoría
de género fue acuñada por Joan Scott como herramienta de análisis para indagar e interpretar las diferencias entre hombres y mujeres dentro de sus
contextos sociales, económicos, culturales e históricos específicos. Este concepto generó un campo de pensamiento, un
prisma desde el que abordar la cuestión de los sexos y sus relaciones,
y tuvo la virtud de hacer
reflexionar sobre la construcción de categorías sociales usadas con valor
universal.
La
propia Joan Scott avisó ya en la década de los noventa de los abusos del
término género y las desviaciones en su utilización. No olvidemos, por otra parte, que el género no es
solo una categoría de análisis, sino que también se usa para referirse al
sistema de relaciones sociales que establece normas y prácticas para los
hombres y las mujeres y un sistema de relaciones simbólicas que proporciona
ideas y representaciones.
Pero no adelantemos
acontecimientos, en esta primera fase fue muy relevante la capacidad del feminismo de conceptualizar, de
dar nombre a realidades, procesos y situaciones hasta entonces inexistentes
para la ciencia, lo que permitió incorporar al análisis científico, la vida y
la experiencia histórica de las mujeres y de otros colectivos invisibles e
infravalorados por los análisis tradicionales. Categorías conceptuales como
«género», «identidad», «patriarcado» o «diferencia sexual» fueron fundamentales
en orden a la recuperación de la memoria de las mujeres y enriquecieron el
panorama de las investigaciones abriendo nuevos caminos.
Las diferencias de género que
definieron esta primera fase se explicaron acudiendo en unos casos a la
construcción social del género y en otros a planteamientos más próximos al
determinismo biológico. La idea de la construcción social, ya presente en
Simone de Beauvoir, se observó en el feminismo marxista (con autoras como Zillah Eisenstein, Sheila Rowbotham o Heidi
Hartmann) y el feminismo radical (con autoras como Kate Millet, Shulamith Firestone, Carla Lonzi, Germaine
Greer, Evelyn Reed). Estas autoras, desde posiciones diferenciadas, defendieron
la idea de la construcción social a partir de la división sexual del trabajo,
tanto en su vertiente productiva como reproductiva y realizaron una denuncia
global del patriarcado proponiendo una subversión de este.
El término «feminismo
cultural» fue utilizado por primera vez en 1975 por Bernard Williams para
describir una despolitización del feminismo radical. Es indudable que este feminismo surgió del radical. Su
base teórica fue la existencia y la valoración positiva de la cultura femenina,
llegando a equiparar la liberación de la mujer al desarrollo de una
contracultura femenina que, según se esperaba, reemplazaría la cultura
dominante. La polarización de la sexualidad masculina y femenina que hizo este
feminismo, junto con la anatemización de la primera y la idealización de la
segunda, se encarnó en el movimiento anti-pornografía (también ejerció gran
influencia en el ecofeminismo y el pacifismo feminista).
Al contrario del
feminismo radical, que se centró en las estructuras de dominación de la mujer,
el feminismo cultural se centró exclusivamente en las mujeres como grupo, en su
forma particular de desarrollar su existencia y en la construcción de su
identidad cultural. El feminismo cultural planteó que eran las
relaciones sexuales, y no las relaciones de producción o las de reproducción,
las que marcaban las diferencias entre hombres y mujeres, dando a estas una
posición subordinada. La sexualidad, por tanto, era el ámbito productor del
ordenamiento y la jerarquización social.
Aun cuando las
feministas radicales vieron en la biología femenina una desventaja, mostrando
en algunos casos el menosprecio hacia el cuerpo femenino propio de la cultura
dominante, las feministas culturales se mostraron contrarias a esta posición al
considerar la biología femenina como un poderosos recurso[3].
Las corrientes que dieron
mayor peso a la biología tuvieron enfoques diversos según plantearan las
diferencias entre hombres y mujeres en la especificidad del cuerpo femenino (Luce
Irigaray, Hélène Cixous, entre otras autoras), en la relación madre-hija (la
corriente psicoanalítica de las relaciones objetales), o en el orden simbólico
femenino derivado de una ontología radicalmente diferente de las mujeres (Luisa
Muraro y las mujeres de la Librería de Milán, Julia Kristeva).
No obstante, el debate más representativo en esta
fase fue el que se produjo entre el feminismo de la igualdad y el feminismo de
la diferencia[4]. Para
entenderlos bien es preciso situarlos en el marco del papel que el concepto de
«género» juega dentro de la teoría feminista contemporánea. Como ya hemos
señalado, este concepto surgió en el feminismo radical de los años setenta a
partir de la idea de que lo femenino y lo masculino eran construcciones
culturales. El feminismo de la diferencia reclamaba esta división genérica de la
humanidad entendiendo que no era algo construido por la cultura patriarcal y dándole
un sentido positivo a la diferencia. En cambio, el feminismo de la igualdad
abogaba por la superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo
humano y, por tanto, en una sociedad no patriarcal de individuos.
Una vez establecido que las
diferencias entre estas dos corrientes se pueden comprender mejor a la luz de
una disputa sobre el género, veamos las características de estas dos
corrientes.
El feminismo de la igualdad
tenía (y tiene) sus bases en el modelo ilustrado y el socialismo, realizó una denuncia del género como creación
patriarcal. La subordinación de las mujeres se explicaba por procesos
socioculturales de constitución del género a partir de una matriz que se
consideraba puramente biológica, el sexo. Su concepción del sujeto era moderna,
se trataba de un sujeto puramente político que pretendía eliminar cualquier discriminación
basada en el sexo para lograr la igualdad entre hombres y mujeres y profundizar
en la consecución del ideal ilustrado, retomado posteriormente por el
socialismo. Hombres y mujeres eran iguales, solo había que poner fin a la
discriminación y la mejor manera para lograrlo era a través de la igualdad ante
la ley y el ascenso de las mujeres a los centros de poder para conseguir
mejoras legislativas, educativas, laborales, etc. En este feminismo primaba,
por tanto, la reclamación de la equidad de género, lo que implicaba minimizar
las diferencias de género. Este planteamiento dio lugar a un feminismo
institucional, siendo una de sus reivindicaciones la paridad. En el feminismo de la igualdad se han
situado las feministas liberales, radicales y socialistas.
El feminismo de la
diferencia reivindicaba (y reivindica) la existencia
de la diferencia femenina frente a la identidad masculina a lo largo de la
historia. La igualdad no era
considerada un logro suficiente puesto que se hallaba trazada desde parámetros
androcéntricos por lo que era necesario profundizar en la diferencia sexual, en
la recuperación de un imaginario y un horizonte simbólico feminista. Hombres y
mujeres eran diferentes y el objetivo no era la igualdad sino la eliminación
del sistema de opresión que se había construido sobre esa distinción.
En
este feminismo primaba,
por tanto, la diferencia de género, diferencia humana fundamental, que daba
lugar a que todas las mujeres compartieran la misma «identidad de género».
En España, a partir de las Jornadas de Granada
(1979) la división del movimiento se hizo evidente entre estas dos corrientes
del feminismo. Existía, además, una diferencia no menor alrededor de lo
organizativo: las feministas de la igualdad defendían la doble militancia en el
feminismo y en los partidos, mientras las feministas de la diferencia eran partidarias
de la autonomía del movimiento. Aunque la legalización/despenalización del
aborto aunó a todo el movimiento feminista a principios de la década de los
ochenta, los fuertes y agresivos enfrentamientos entre ambas corrientes se
mantuvieron.
Sin embargo, las diferencias entre estas dos
corrientes no eran totales ya que tenían aspectos comunes en su concepción del
feminismo[5]. En primer lugar, ambas
concepciones partían de la oposición binaria naturaleza-cultura, aunque en
interpretaciones diferentes. El feminismo de la igualdad, como ya se ha
señalado, se centraba en el género (construcción sociocultural) que se
basaba en la «realidad» biológica producto de la naturaleza: el sexo. No
cuestionaban la oposición binaria, sino que trataban de poner fin a la opresión
que resultaba de ella. El cuerpo quedaba invisibilizado en su discurso. El feminismo
de la diferencia reducía la importancia del género, no era más que el
correlato bio-simbólico de la naturaleza. Según esta interpretación el problema
era la negación del valor de lo femenino por el poder patriarcal, por ello, el
cuerpo femenino tenía mucho protagonismo en su discurso.
En segundo lugar, ambos
enfoques no tenían en cuenta las diferencias que existían entre las mujeres
(clase, raza, edad, etc.). «La Mujer» era el universal equiparando a todas por
su condición de género subordinado y discriminado.
En tercer lugar, existía
un cierto determinismo en ambas corrientes, en el feminismo de la diferencia un
determinismo biológico y en el caso del feminismo de la igualdad, un
determinismo social puesto que presuponían que las estructuras socioculturales
influían por igual en el colectivo de las mujeres.
En resumen, las dos
corrientes reconocían el par sexo/género vinculado al binomio
naturaleza/cultura. En base a dicho sistema todas las mujeres tenían intereses
comunes frente a los hombres al considerar que la diferencia de género era la
contradicción principal ya que las ponía en una situación de subordinación y
marginación común.
Segunda
fase: Diferencias entre mujeres
A partir de la década de
los ochenta (principios de la década en EE. UU., finales en el caso de España)
el discurso identitario construido sobre la base de las diferencias existentes
entre mujeres y hombres, lo que se denominaba diferencia de género, empezó a
ser cuestionado. Las diferencias empezaron a habitar en el interior de las
mujeres. El debate
igualdad/diferencia no se cerró, pero dejó paso a una nueva división:
unidad/diversidad; y con ella si las mujeres debían poner el acento en lo que
las unía o en lo que las separaba. En todo caso, las diferencias habían llegado
para quedarse (y para ampliarse) y abrieron una importante brecha en ese Sujeto
de carácter universal y homogéneo que había predominado en la fase anterior y
que tenía el problema de negar la diferencia en nombre del ideal de comunidad.
Fueron
voces diversas las que, «desde los márgenes» del feminismo, empezaron a hablar
de la(s) realidad(es) de la diversidad de las mujeres. O, dicho con otras
palabras, de la agencia(s) o capacidad de actuación en lo público-político, de
unos sujetos autónomos. Las «otras» mujeres (negras, lesbianas, trans, prostitutas/trabajadoras
del sexo, pobres, migrantes, ilegales, etc.) empezaron a reclamar que debían
considerarse y nombrarse las diferencias entre las propias mujeres[6].
Gloria Anzaldúa,
activista chicana y lesbiana[7],
ya invocaba a la «nueva mestiza», un sujeto consciente de sus conflictos de identidad que retaba el
pensamiento binario occidental desde un feminismo decolonial que destacaba la
intersección de conflictos sexo/género, clase social y raza, estableciendo una
relación con la cultura impuesta por el colonialismo. No hay, por tanto, una
«contradicción principal», sino múltiples «sistemas de opresión» que actúan de
manera simultánea, que se entrecruzan, afectándose unos a otros.
En EE. UU. fueron sobre todo las mujeres negras, más tarde las lesbianas
y luego un sinfín de identidades «fronterizas» (trans, queers,
prostitutas/trabajadoras sexuales, etc.) las que empezaron a cuestionar la
identidad unitaria de «la Mujer». A esto se sumaron corrientes críticas de los
discursos totalizantes que pretendían dar respuesta y solución a la opresión de
todas las mujeres (también llamados metarelatos) y al concepto de Sujeto.
Lecturas de postestructuralistas, del deconstruccionismo y del psicoanálisis se
fueron abriendo camino en el espacio feminista[8].
En España, la identidad unitaria de «la Mujer»
se empezó a fragmentar por la cuestión de la sexualidad. Los debates en torno a
este tema, que se llevaron a cabo en el interior de los colectivos, fueron
centrales en el feminismo español desde sus inicios (años setenta), pero fueron
las activistas lesbianas las que protagonizaron, a finales de los años ochenta,
uno de los puntos de fuga más importantes en el movimiento feminista al empezar
a deconstruir la categoría de «la Mujer» para visibilizar e incluir en los
discursos, imágenes y demandas feministas de las «otras» mujeres. Los debates
en torno a los desplazamientos del sujeto político feminista no han sido fáciles
(ni lo son en la actualidad) y han sido fruto «de rebeliones, escisiones,
debates, conflictos y negociaciones»[9]
en las organizaciones.
Este trasfondo generó un elemento de desunión muy fuerte pero no provocó
la ruptura que se produjo en el movimiento feminista estadounidense. El factor
clave para que no se produjera dicha ruptura fue la necesidad de acuerdo puesto
que en los años ochenta en España había que recuperar el tiempo perdido
provocado por casi cuarenta años de dictadura y conseguir los derechos que
existían en otros países occidentales. Este consenso posibilitó la unidad del
movimiento feminista español durante los años ochenta y no se llegó a la
radicalización de otros países. Una vez conseguidos avances legales
fundamentales como la Ley de Divorcio (1981) o la despenalización del aborto
(1983) se produjo un proceso de institucionalización de una parte del movimiento
feminista y la desmovilización que afectó a todos los movimientos sociales con
el fin de la Transición y la llegada al poder del PSOE (1982).
La unidad en torno al sujeto político «la Mujer» empezó a romperse, como
ya hemos dicho, a finales de la década de los ochenta, cuando algunos grupos
feministas empezaron a orientar su actividad hacia aspectos concretos
relacionados con las «otras» mujeres. En los grupos de feministas lesbianas,
los temas de debate principales fueron las relaciones butch (marimacho)/femme
entre lesbianas, el sadomasoquismo y la pornografía, temas que dieron lugar a
controversias y conflictos[10]. Las diferencias se
manifestaron entre quienes consideraban que la sexualidad era el elemento
central de la opresión y quienes no consideraban que fuera la causa de la
subordinación de las mujeres, aunque reconocían que existía una opresión sexual
específica. Los debates en torno a la pornografía y la prostitución centraron los
principales conflictos en el seno del movimiento feminista.
[1] En la
configuración de las fases hemos utilizado diversas fuentes, siendo la más
relevante la que desarrolla CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del
feminismo»,
en Política y Sociedad, 30 (1999), pp. 73-91.
[2] Utiliza
la terminología en «olas» RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M.ª Introducción en VARIAS AUTORAS:
Sin género de dudas. Logros y desafíos del feminismo hoy. Biblioteca
Nueva, Madrid, 2015, pp. 16-18.
[3] Cf.
ECHOLS, Alice: «El ello domado: la política sexual feminista entre
1968-1983»
en VANCE, C.S. (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina.
Revolución, Madrid, 1989. Consultado en pdf, (pp. 2-4). file:///C:/Users/Laura/Desktop/Documents/2021%20CONFERENCIAS,%20PRESENTACIONES,%20ART%C3%8DCULOS/ART%C3%8DCULOS,%20ESCRITOS/REV.%20DI%C3%81LOGO%20FILOS%C3%93FICO/INFORMACI%C3%93N%20Art%C3%ADculos%20y%20res%C3%BAmenes%20m%C3%ADos/echols-el-ello-domado.pdf
[4]
Cf. CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo».
RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M.ª: Introducción
en VARIAS AUTORAS: Sin género de dudas. POSADA KUBISSA, Luisa: Sexo
Vindicación y pensamiento. Estudios de teoría feminista. Hurga y Fierro
editores, Madrid, 2012.
[5] Cf.
CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo» (pp.
75-78).
[6] Cf. TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer a la agencia de las
(otras) mujeres: el impacto de la crítica queer en el feminismo del
Estado español»,
en Política y Sociedad, Vol. 46, Núm. 1 y 2 (2009), p. 162.
[7] Cf.
ANZALDÚA, Gloria: Borderlands. La frontera. La nueva
mestiza. Capitán Swing, Madrid, 2016.
[8] Cf.
CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo» (p. 78).
[9] Cf.
TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…»
(pp. 163).
[10] Cf.
TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…»
(pp. 165-166).