Francesco Mancini
Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando.
Roberto Bolaño
En los inicios del siglo XXI, nos parece más fácil
pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo y el patriarcado[1].
Esto nos indica que creemos más posible una sociedad futura distópica que utópica.
Quizás, incluso, percibimos la distopia como una realidad ya presente. Cuando Achille
Mbembe habla de «necropolítica» como característica del capitalismo actual, nos
está hablando de un tipo de economía que organiza sus formas de acumulación de
capital como un fin absoluto que prevalece por encima de cualquier otra lógica.
Una economía que cosifica al ser humano convirtiendo el cuerpo en mercancía,
susceptible de ser desechada. El poder de dar vida o muerte no es cosa de
películas o novelas de ciencia ficción, no es una distopia, es una realidad de
un «necrocapitalismo» que gobierna ya el mundo.
¿Las
utopías han muerto?
El pensamiento occidental, desde la Grecia clásica,
se basa en construir una forma modelo, ideal (la utopía, por ejemplo), cuyo
plan se traza y a la que se le adjudica un objetivo; luego hay que actuar de
acuerdo con ese plan. Primero hay modelización, luego esa modelización requiere
su aplicación. Las iniciativas, por tanto, buscan llegar a esa finalidad
«imposible» que requiere heroísmo y epopeya. Para que un acto de rebeldía sea
digno del calificativo de «heroico» debe tratar de cambiar el sistema, enmendar
una injusticia o corregir un error.
El heroísmo, la epopeya,
el sacrificio o la valentía suelen ser cosa de hombres, en los dos siglos
pasados la imagen popular del sujeto revolucionario tenía un carácter claramente
masculino. La revolución implicaba una división de género, las mujeres débiles
y oprimidas eran socorridas por la intervención salvadora del movimiento
revolucionario; rara vez aparecían las
mujeres como sujetos históricos.
Los héroes eran (y
son, recordemos las barricadas urbanas y el fuego en las protestas actuales) hombres
jóvenes, la juventud se impone como sujeto histórico afirmando su deseo de cambio,
su necesidad de acción, su dinamismo y su rechazo de la tradición.
El imaginario
subversivo se ha basado, como decíamos, en la idea de que el objetivo de la
acción revolucionaria es avanzar gracias a un proyecto claramente definido
hacia la confrontación decisiva que crea las condiciones para la construcción
de la utopía. Durante más de un siglo este imaginario subversivo se mantiene en
sus rasgos principales: sujeto, proyecto y prácticas políticas.
Sin embargo, el siglo XXI, que nace en 1989, ha
fulminado las utopías debido al fracaso de las revoluciones del siglo XX y la
caída del socialismo real. Inaugura un cuestionamiento general de las
revoluciones, al quedar amputadas de su potencial emancipador. El cambio de
siglo se produce bajo el signo de un cambio de paradigma: el paso del
«principio de esperanza» al «principio de responsabilidad» (aceptación del
orden existente). El futuro ha dejado de ser portador de una esperanza
susceptible de trascender el presente.
Además, el sujeto histórico, la clase obrera, se ha
tambaleado con el fin del fordismo que
trajo el desmembramiento de los grandes polos industriales (auténticos bastiones
obreros). La introducción y generalización del trabajo flexible, móvil,
precario, así como la penetración de modelos individualistas y competitivos
entre los asalariados pusieron en cuestión las formas tradicionales de las
prácticas políticas, la sociabilidad y la solidaridad obrera. El sentimiento de
derrota histórica del movimiento obrero es abrumador.
Hay
un «más allá» de la utopía
Recuerdo la sorpresa que me causó Daniel Colson en una entrevista al
afirmar que el anarquismo no es un ideal o una utopía, ni tampoco unas ideas
bellas pero irrealizables. Para Colson el anarquismo es realista, habla de las
cosas tal y como son: la vida y la muerte, la alegría, la tristeza, el
sufrimiento, las relaciones de fuerza y de poder, el azar y la necesidad, tanto
de la existencia humana como del mundo. El idealismo y la utopía no están del
lado del anarquismo, señala Colson, sino del lado de las «leyes», de las
«religiones», de los «Estados» y de los sistemas que pretenden poner orden y
dar sentido al caos doblegándolo a su lógica particular. El orden se dice a sí
mismo realista, pero su realidad no es otra que la de la dominación.
Si las
utopías no son deseables, incluso son un obstáculo al introducir un «caballo de
Troya» en el anarquismo, ¿desde dónde podemos construir un «más allá» de las
utopías? El anarquismo ha sido siempre una fuente de la que han manado
intuiciones brillantes que ya «han sido», que han estado contenidas en
acontecimientos que han existido. Algunas prácticas políticas, proyectos y
sujetos del pasado nos han deslumbrado, eran prácticas más «masculinas», más enfocadas
a un modelo ideal que lo cambiaba todo, que nos conducía al famoso «agrupémonos
todos en la lucha final». Otras las hemos ignorado, se han escurrido del acontecer, por
desarrollar prácticas menos brillantes, más
«femeninas», más realistas, en la línea que propone Colson, formas construidas
desde la vida para solucionar problemas, para hablar de «las cosas tal y como son».
Me
voy a permitir retroceder al siglo XX y a un feminismo anarquista que, como el feminismo en general, nunca ha
apostado por organizaciones únicas y centralizadas, ni se ha planteado como objetivo la toma del
poder. Me refiero a la participación, «a su manera», de
Mujeres Libres en la Revolución social de 1936 en la que desarrolló un «más
allá» del imaginario revolucionario clásico, del modelo de revolución modelizada.
Las mujeres no entraron
en ese modelo: de las milicias fueron expulsadas a la retaguardia, en los
Comités apenas tuvieron cabida, solo en las colectivizaciones tuvieron cierta
presencia. La revolución de Mujeres Libres se desarrolló en la lógica de los
nodos constituidos de forma simultánea, en ella no hay prioridades en los
acontecimientos, no hay modelización, no hay épica ni heroicidad, la revolución
es silenciosa, poco
aparente, sin espectacularidad. Una revolución que transcurrió como un río
subterráneo que estaba cuestionando la dominación más antigua que padecía la
mitad de la humanidad, el patriarcado. Una revolución entendida como mutación
cultural que implicaba un cambio vital, una revolución de la vida, de la
existencia.
Las
mujeres, sin apenas principios ideológicos consignados más allá de unas
nociones libertarias muy elementales (actuaron más desde la experiencia que
desde el pensamiento), se embarcaron en la aventura de cambiar la vida desde la
vida. La retaguardia se convirtió en un espacio en que hubo mujeres protagonizando
pequeñas insurgencias que
desestabilizaron las normas y jerarquías en el día a día.
Estas
mujeres cambiaron la vida al desaprender la pasividad y hacerse responsables de sí
mismas y de la marcha del mundo. Se dedicaron a gestionar la vida, a ser solucionadoras de problemas y preservadoras de la
vida en lo cotidiano. Se
ocuparon de organizar de otra manera las maternidades, de organizar guarderías
y comedores colectivos para poder trabajar y tener los «cuidados» asegurados,
se ocuparon de las personas refugiadas, de capacitar a mujeres analfabetas, y
de un sinfín de problemas cotidianos.
Organizaron sus vidas personales y las de las
personas a su cargo, vivieron sus emociones, sus pasiones, su sexualidad, la
crianza, el trabajo y el activismo para que fueran compatibles. Muchas de ellas
lo hicieron solas, sin hombres, por primera vez en sus vidas. Esa fue «su
revolución de la vida», una transformación de largo recorrido que empezó a
cambiar las formas de vida, las relaciones personales, el trabajo, los
«cuidados» y un sinfín de aspectos que cuestionaban la dominación patriarcal
que padecían.
Estas mujeres vislumbraron otros mundos
posibles, construyeron un «más allá» de la utopía, no quisieron destruir el
mundo viejo sino redefinir la realidad. Esa fue su revolución, ese caudal lo
sigue teniendo hoy el movimiento feminista impregnado de anarquismo. No podemos
enfrentarnos a la distopia desde la utopia, debemos ser realistas y poner el
cuerpo como potencial del que partir para comenzar una mutación cultural que
disuelva la idea de finalidad, que parta de la situación en la que nos
encontramos olvidando una modelización que siempre ha sido un obstáculo
justificativo de la adulteración de los medios para llegar al objetivo final
idealizado.
[1]
He buscado quién era
el autor de esta brillante afirmación pero no lo he logrado dilucidar, pensaba
que era de Slavoj Žižek, pero me aparecen otros autores como Mark Fisher y otros/as. Aprovecho esta
única nota para señalar que este artículo debe mucho a las lecturas de Enzo
Traverso, Daniel Colson, Tomás Ibáñez, Achille Mbembe, Amador Fernández-Savater, y
François Jullien. Así mismo, no puedo dejar de mencionar cuanto me ha hecho
pensar la experiencia de Mujeres Libres durante la Guerra Civil (si alguien
quiere conocer dichas vueltas y revueltas respecto a esta experiencia, mi
último libro recoge muchas de ellas: La
revolución de las palabras. La revista Mujeres
libres, Granada: Comares, 2020).