Desde el último tercio del siglo XIX hubo capas
importantes de la población en España (en la Cataluña industrial, en el campo
andaluz, en Zaragoza, por poner tres ejemplos destacados) que soñaron una
manera de organizar la sociedad desde
abajo, muy distinta a los proyectos de la oligarquía y la burguesía
liberal. Las clases trabajadoras fueron transmitiendo, generación tras
generación, la necesidad de auto-organización y resistencia; así como la
importancia de poseer organismos (sindicatos, ateneos, cooperativas, etc) para
desarrollar formas económicas y de sociabilidad basadas en la autogestión y la
cooperación. Esas capas fueron laminadas, desactivadas y perseguidas
periódicamente mediante la represión, aprovechando estallidos de ira individual
(en 1896 el atentado de Canvis Nous)
o colectiva (La “Semana Trágica” en 1909, “Casas Viejas” en enero de 1933, o
durante y después de la Guerra Civil). Con el aplauso de las clases dirigentes,
en especial la catalana.
El anarquismo argumentó muy pronto que la rebelión
no era solo económica y se posicionó en contra de la opresión que brotaba de
todos los ámbitos de lo social. Por su dimensión ética convirtió la cultura y la educación en elementos fundamentales. Por eso también se
fijó en aspectos claves de la existencia: alimentación, salud, familia, amor,
sexualidad, relación y respeto a la naturaleza.
Entre sus seguidores arraigo también la idea de que
era necesario acelerar el proceso a través de la práctica violenta del
atentado, la llamada “propaganda por el hecho”. No fueron los únicos. A
comienzos de la década de 1880 se
dejaron sentir los temblores del terremoto de la I Guerra Mundial. El asesinato
del zar Alejandro II en 1881 fue seguido en los siguientes 25 años por el
asesinato de un presidente francés, un monarca italiano, una emperatriz
austriaca y su heredero, un rey portugués y su heredero, un primer ministro
español, dos presidentes estadounidenses, un rey de Grecia, un rey de Serbia y
poderosos políticos conservadores de
Rusia, Irlanda y Japón. Algunos de estos asesinatos fueron efectuados por
anarquistas, pero muy pronto siguieron su estela nacionalistas, republicanos o
socialistas. Sin embargo solo el anarquismo se quedó con la fama de violento y
terrorista.
La democracia insiste hoy, desde el poder político y
mediático, en borrar de la memoria social la importancia que tuvo el anarquismo
en este país, intentando ignorarlo, banalizarlo, criminalizarlo
y desprestigiarlo, destacando su supuesta
vocación hacia la violencia. Desde enero
del actual 2014, en que se produjeron las protesta en El Gamonal (Burgos), un
titular de El País afirmó que, tras
lo acontecido en ese barrio, se vislumbraba una dirección de elementos
anarquistas; en mayo, desde la Generalitat de Cataluña, llovieron las
acusaciones de violencia respecto a las manifestaciones de resistencia y
protesta por el desalojo y derribo de Can Vies en el barrio de Sans de
Barcelona. Y parece que no podía acabar el año sin la detención de anarquistas,
también en Barcelona, acusados de terroristas pero sin señalar ni uno solo de
los “atentados” de los que se les acusa y por los que, cuando escribo estas
líneas, han ingresado siete personas en prisión.
Pese a la poca notoriedad que tienen en los medios
de comunicación se están construyendo a lo largo de todo el país, en especial
en las grandes ciudades, zonas de libertad arrebatadas al poder que son
percibidas, desde los sectores e instituciones de orden, como peligrosas, y no
precisamente porque sean violentas.
¿Será que en diversos barrios de las grandes
ciudades se ha logrado juntar espacios y lugares de resistencia? ¿Será que llevan
tiempo territorializando un antagonismo con flujos y reflujos de lucha y han
tejido un espacio de contrapoder alternativo? Parece que se han construido
espacios colectivos autónomos y heterogéneos, de apoyo mutuo, que intentan reapropiarse de la capacidad de hacer política de base, practicando la
democracia directa.
Hay lugares en que se vienen desarrollando prácticas
que al poder preocupan mucho y que califican de subversivas: movilizaciones, actividades de ocio (fiestas
alternativas), espacios con potencialidad económica (proyectos de economía
social, comercios y espacios afines), grupos de cultura popular y política
(medios de comunicación propios, red social propia) y todo ello llevado a cabo
por una numerosa red de locales sociales que constituyen una esfera pública no
estatal donde actúan colectivos variopintos entre los que están los anarquistas.
Este movimiento fundamentado en arrebatar espacios
de libertad al poder es una manera de construir hoy la utopía a escala humana,
entendida como incitación a la lucha y rechazo del mundo que nos imponen para
construir una posibilidad de sociedad más alentadora con formas de relación
entre las personas diferentes a las impuestas. Quizás sea eso lo más temible
del anarquismo y lo que incentiva el mantenimiento del mito de la violencia que
hay que alimentar cada poco tiempo para estigmatizar a un movimiento que no
aspira al poder institucional.