Mi entorno ha sido siempre urbano y mi mentalidad y forma de vida
también lo es, siempre ha habido algo en los ambientes rurales que me ha
resultado asfixiante y que me ha generado alarma y desconfianza. Los espacios
pequeños, con poca población y cuyos habitantes se conocen todos, nunca me han
resultado atrayentes.
Esta pequeña reflexión tiene su origen en la película «As Bestas» que
he visto estos días de enero en el cine, pero está presente también la película
«Alcarrás» que vi en casa, pero no pude acabar.
Pero hay algo más, recordé un suceso que ha podido influir en esas
sensaciones que he descrito y que afloraron al ver «Alcarrás», un pueblo de
casi diez mil habitantes de la provincia de Lérida que poco tiene que ver con
la diminuta aldea gallega que aparece en «As Bestas» aunque ambos encajan en
esa denominación de zona rural. Curiosamente en ambos casos es la propuesta de
instalar energía alternativa con un hipotético beneficio económico (placas
solares en Alcarrás y molinos eólicos en la aldea gallega) la que desencadena
problemas entre las familias y entre el vecindario.
Mientras estaba viendo «Alcarrás», una sensación desagradable fue
creciendo más y más: ese pueblo, su vecindario, sus formas de vida
aparentemente armoniosas me recordaba otro pueblo muy cercano, Almacellas. Un
suceso personal, cual magdalena de Proust en forma cinematográfica, me obligó a dejar de ver la película.
Cuando tenía 18 años fui a ese pueblo a recoger fruta para ganar un
dinero y afrontar el curso siguiente. La idea parecía buena porque tenía una
amiga que era de ese pueblo y podía estar en su casa con lo que podía evitar
gastos y además estar con ella. Los buenos planes se convirtieron en malos
porque en una casa que consideraba segura sufrí un intento de violación muy serio
y del que escapé por los pelos.
Pocas personas conocen ese suceso y jamás pensé que escribiría sobre
él. Dejé la película a medias con muy mal sabor de boca y muy agobiada y, de
nuevo, arrinconé ese recuerdo en el «cajón» de la memoria. Sin embargo, la película
«As Bestas», que he visto hace unos días, me volvió a situar en el entorno
rural y la historia relatada se acercaba más y más a mi mal recuerdo. Las
sensaciones de asfixia y desconfianza que, ahora hice consciente, tenían más
que ver con mi experiencia personal que con el entorno rural, aunque es
probable que nunca los pueda deslindar.
La revelación personal que ambas películas me han despertado ha
permitido hacerme entender que algo aparentemente olvidado no se ha disuelto,
sigue en mi memoria. Las mujeres no solemos hablar de las agresiones que hemos
sufrido, las guardamos como si no hubieran sucedido, pero están ahí, ya que un
recuerdo se hace, se deshace y, a veces como en este caso, se rehace.
Ambas
películas están recibiendo buenas críticas y premios, pero como habréis
descubierto este texto no pretende hacer una reseña o crítica cinematográfica. Esta
reflexión, ahora entiendo que tardía, me interpela como mujer, me confirma cómo
silenciamos las agresiones y los abusos. ¿Qué hace que las callemos, las
ocultemos, las olvidemos? Estaría bien intentar buscar respuestas y compartirlas
colectivamente como ya hacen algunas mujeres dentro de los feminismos o en
grupos de afinidad o amistad.