Este artículo ha aparecido en la revista Libre Pensamiento, nº 89, invierno 2016/2017.
Por su extensión he dividido el artículo en dos partes.
En esta primera parte he considerado necesario, para comprender la verdadera
dimensión del nacionalismo actual, remontarme al pasado para aclarar
el origen de este movimiento político que dará paso a la construcción de los
estados-nación que hoy perviven.
La decadencia del papel desempeñado por los sistemas
religiosos en la sociedad occidental creó, hace unos 150 años, un vacío que el nacionalismo trató de
cubrir, para ello fue necesario que el nacionalismo incorporara una pretensión de totalidad al
modo religioso.
El origen del nacionalismo
europeo
Las naciones para ennoblecerse suelen reivindicar
orígenes muy antiguos, frecuentemente medievales. Siempre hay estudiosos/as
dispuestas a proporcionar ese pedigrí de antigüedad, aunque la mayoría coincide
en que las primeras manifestaciones del nacionalismo moderno fueron la revolución
norteamericana y la revolución francesa ambas de finales del siglo XVIII[1].
Demostrar el origen medieval de la nación resulta
imposible sobre todo si aceptamos la afirmación de que el nacionalismo es el que engendra a las naciones y no a la inversa[2].
Hay unanimidad en que el nacionalismo es un hecho contemporáneo, por tanto quienes
se obstinan en proporcionar esa antigüedad tan anhelada por la nación,
necesitan mitos e invenciones para remontarse más allá del siglo XVIII. La
mitología que fundamenta el pasado de las naciones acaba construyendo una devoción
mística que sitúa al individuo en una posición de entrega irracional a la
patria que puede llegar a exigir incluso la vida.
Para comprender que una ideología exija tanto a sus
devotos, no está demás dilucidar qué se entiende por nación y nacionalismo,
puesto que quienes defienden el origen medieval de la nación, con frecuencia
consideran que es la identidad nacional y no el nacionalismo la que se remonta
en el tiempo, como indica el antropólogo Josep R. Llobera[3].
La
nación designa aquellos grupos humanos que creen compartir unas características
culturales comunes (lengua, raza, historia, religión) y que basándose en ellas,
consideran legítimo poseer un poder político propio. En definitiva, para que
haya nación tiene que haber grupos humanos cuyos miembros se sientan, o quieran
ser, nación. En cambio el nacionalismo se define como la doctrina o principio
político de acuerdo con el cual cada pueblo o nación tiene derecho a
ejercer el poder soberano sobre el
territorio en el que habita, por tanto la territorialidad es el principal
requisito de las naciones[4] y suele conllevar aspiraciones expansionistas
que buscan apropiarse de la mayor extensión de territorio posible.
Dice J. R. Llobera que las raíces de la identidad
nacional nacida en la Edad Media surgieron de una parte minoritaria de la
población, clases caballerescas y clérigos con una cierta cultura, que tenían
miras lingüísticas muy estrechas ya que las personas cultas utilizaban latín y
eran universalistas[5].
Para J. R. Llobera es incuestionable que no hay
nacionalismo en la Edad Media pero sí la génesis de la conciencia nacional que
se manifiesta en algunos factores: el uso de términos como natío y patria (aunque
con significados diferentes a los que tienen en la modernidad); la lengua que
determina la esencia de la nación (Álvarez Junco[6],
sin embargo, señala que el único terreno
cultural que preocupaba a los gobernantes de los siglos XVI y XVII era la
religión, no la lengua), las tradiciones mentales (su uso en una literatura
escrita); los lazos de parentesco (reconoce que suelen ser mitos); la cultura
entendida como las maneras, los hábitos, las costumbres, las leyes, etc.,
propios de la zona; sentimientos contra la dominación extranjera; y la unión de
la religión y el gobierno nacional[7].
En España a lo largo de los primeros Borbones se
detecta una tendencia creciente a la presentación del poder en términos de
linaje o cultura colectiva, lo que no hace sino desarrollar el patriotismo
étnico o ensalzamiento de la identidad colectiva iniciado por los Habsburgo. Un
avance en la construcción de la etnia o nación, en sentido moderno del término,
requería la exaltación de las glorias de un pueblo, el español. Sin embargo la
autoglorificación del rey y la familia real seguía teniendo una gran importancia
especialmente entre los sectores populares que veían en el monarca la suprema
encarnación de la autoridad pública. Por todo ello, Álvarez Junco habla de conciencia prenacional. El patriotismo
étnico emergente era bien recibido en palacio, pues predisponía en favor de una
actitud proestatal, lo beneficioso para la corona iba fundiéndose en lo que
convenía al Estado[8].
Por tanto, la formación de una identidad, por
ejemplo la española, apareció mucho
antes del siglo XIX (en el caso español, antes de 1808 y la guerra contra el
francés) y para algunos autores, como Llobera, se vio interrumpida por la
aparición del absolutismo a principios de la época moderna, época en la que
primó la expansión del estado eclipsando los sentimientos nacionales. Cuando
decae el absolutismo es cuando empiezan a expresarse los sentimientos
nacionales. Antes del siglo XIX hubo en diversos países, entre los que se
encontraba España, un proceso de formación de una identidad colectiva o
nacional. La identidad nacional no era sino una más de las múltiples
identidades colectivas que cada ser humano compartía con millones de sus
semejantes (como la edad, el género, la religión, los gustos y afinidades
culturales, deportivas, etc.). Por tanto, las identidades nacionales fueron
creaciones artificiales, es decir, movidas por intereses políticos. Afirmación
que anula la posibilidad de aceptar el organicismo (supuesto carácter natural
de la nación). En consecuencia, el sentimiento nacional fue adquirido o
inculcado, a través del proceso educativo, de ceremonias, de monumentos o de
fiestas cívicas.
En todo caso conviene señalar que para que se
produzca un avance hacia la construcción de la nación, en sentido moderno del
término, tenía que producirse una exaltación de las glorias de un pueblo (el
español, el francés o el holandés). Mientras los intelectuales estaban por la
tarea de potenciar la conciencia nacional, era dudoso que hicieran lo mismo la
familia real y su entorno, y el pueblo estaba muy dominado por la reverencia
hacia el monarca y la sumisión al mismo.
Será a finales del siglo XVIII cuando aparezcan las
primeras manifestaciones del nacionalismo moderno en las que la identidad
nacional sirvió para dar legitimidad a la estructura política, permitiendo a
esta exigir sumisión y lealtad a su autoridad y a sus normas[9].
Resulta muy difícil, por lo menos en España, que esa
identidad colectiva anterior al siglo XIX pueda llamarse popular debido a la
escasa difusión de las imágenes que estaban transformando la representación del
ente colectivo.
Los nacionalismos decimonónicos acabaron ganándole la batalla de las emociones a las religiones monoteístas y, en
cierta medida, sustituyéndolas. Lo que en gran parte define un fenómeno
religioso es la capacidad preceptiva de las creencias para todos los miembros
del grupo y esa capacidad la tuvo, y la tiene, el nacionalismo. La aspiración
social más poderosa expresada en las ideas de nación y patria era el deseo de
alcanzar la unidad y la comunidad, un sentimiento que el patriotismo y el
nacionalismo heredaron de la religión[10].
En la segunda mitad del XVIII los pueblos o naciones
serán recreados o consolidados a partir de indicadores étnicos
(fundamentalmente, los orígenes, la cultura y la lengua) pero el principio del
nacionalismo cultural es por definición tan maleable y sujeto a manipulación
que la coincidencia entre estado y nación fue una excepción más que una regla. La idea de nación cultural es un
valor (evoca el sentido religioso secularizado de comunidad) del que los
diferentes grupos sociales, incluidos
los estados, trataron de apropiarse[11].
El
nacionalismo y lo absoluto
La decadencia del papel desempeñado por los sistemas
religiosos (específicamente el cristianismo) en la sociedad occidental, creó un
inmenso vacío en los últimos 150
años. Un vacío que hace referencia a las percepciones de justicia social, al
sentido de la historia humana, relaciones mente-cuerpo y el lugar del
conocimiento en nuestra conducta moral[12].
El nacionalismo ha tratado de cubrir dicho vacío y la consiguiente nostalgia
del Absoluto, para ello fue necesario que el nacionalismo incorporara una pretensión de totalidad.
Este movimiento con pretensiones de totalidad, y hambre de lo trascendente[13],
tuvo que alimentar las mentes de sus seguidores/as
de manera continuada a base de mitos trascendentes y estas mitologías aunque pudieran
ser antirreligiosas, tenían (y tienen) estructura, aspiraciones y pretensiones
religiosas en su estrategia y en sus efectos.
La
centralidad de la religión en el desarrollo del nacionalismo resulta tan
evidente que autores como Llobera afirman que de hecho el nacionalismo se ha convertido en una religión; una
religión secular cuyo dios es la nación. Por
tanto posee todos los fastos y rituales de la religión y además como la religión, se aprovecha de la reserva
emocional de los seres humanos[14]. En
sus actos y celebraciones, los participantes comunican y comparten valores
(tierra, historia, ancestros, mitos, etc) y emociones, algo que resulta más
difícil detectar en otros movimientos sociales. La construcción de esa identidad puede basarse en ver
al otro como antagonista y no como enemigo ya que esto último puede conllevar
la aniquilación física que tanto deseaba el nacionalsocialismo. Verlo como
antagonista hace posible un diálogo en el que se van buscando soluciones más o
menos satisfactorias a los problemas. Si la identidad nacional se basa en una
fijación estática a un pasado repleto de tradiciones, el conservacionismo lo
invade todo.
La idea de religión civil la introdujo Rousseau cuando
afirmaba que esta tendría como objetivo provocar amor al país y el cumplimiento de sus
deberes en la ciudadanía. La religión civil vendría a ser un mecanismo de
autorregulación para protegerse contra la adoración de la nación. Ese mecanismo
no parece que funcionara bien ya que la tendencia
de la modernidad ha sido la de considerar el estado-nación como un dios[15].
En definitiva el nacionalismo obtuvo su fuerza del mismo receptáculo de
ideas, símbolos y emociones que la religión. La religión se metamorfoseó en
nacionalismo.
[1] Javier López Facal (2013): Breve historia cultural de los nacionalismos europeos. Catarata,
Madrid (p. 20-21).
[2] Lopez,
2013: 58.
[3] Josep R. Llobera (1996): El dios
de la modernidad. El desarrollo del nacionalismo en Europa occidental. Anagrama,
Barcelona.
[4] Llobera,
1996: 13.
[5] José
Álvarez Junco (2001): Mater dolorosa. La
idea de España en el siglo XIX. Taurus, Madrid, p. 121
[6] Álvarez Junco, 2001: 77.
[7] Llobera,
1996: 117-119.
[8] Álvarez Junco, 2001: 66 y 72-73.
[9] Álvarez Junco, 2001: 15.
[10]
Llobera, 1996: 250.
[11]
Llobera, 1996: 257.
[12] George Steiner (1974) [12ª ed, 2014]: Nostalgia del absoluto. Siruela, Madrid,
p. 15.
[13]
Steiner, 1974: 108.
[14] Llobera,
1996: 194.
[15]
Llobera, 1996: 197.
ResponderEliminarBesos!!
Y felices vacaciones tb para ti!!
Un abrazo por tus buenos deseos.
EliminarY tanto las religiones como los nacionalismos sólo pretenden anular al individuo y transformarlo en súbdito. Muy buen artículo, Laura. Besos!
ResponderEliminarMe alegra mucho verte por aquí Gemma.
EliminarReligión y nacionalismo, un dúo letal. Gracias.
Besos.