Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

jueves, 13 de abril de 2017

NACIONALISMO Y TOTALITARISMO (I)

Este artículo ha aparecido en la revista Libre Pensamiento, nº 89, invierno 2016/2017. 


Por su extensión he dividido el artículo en dos partes.

En esta primera parte he considerado necesario, para comprender la verdadera dimensión del nacionalismo actual, remontarme al pasado para aclarar el origen de este movimiento político que dará paso a la construcción de los estados-nación que hoy perviven.

La decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos en la sociedad occidental creó, hace unos 150 años, un vacío que el nacionalismo trató de cubrir, para ello fue necesario que el nacionalismo  incorporara una pretensión de totalidad al modo religioso.

El origen del nacionalismo europeo

Las naciones para ennoblecerse suelen reivindicar orígenes muy antiguos, frecuentemente medievales. Siempre hay estudiosos/as dispuestas a proporcionar ese pedigrí de antigüedad, aunque la mayoría coincide en que las primeras manifestaciones del nacionalismo moderno fueron la revolución norteamericana y la revolución francesa ambas de finales del siglo XVIII[1].
Demostrar el origen medieval de la nación resulta imposible sobre todo si aceptamos la afirmación de que el nacionalismo es el que engendra a las naciones y no a la inversa[2]. Hay unanimidad en que el nacionalismo es un hecho contemporáneo, por tanto quienes se obstinan en proporcionar esa antigüedad tan anhelada por la nación, necesitan mitos e invenciones para remontarse más allá del siglo XVIII. La mitología que fundamenta el pasado de las naciones acaba construyendo una devoción mística que sitúa al individuo en una posición de entrega irracional a la patria que puede llegar a exigir incluso la vida.
Para comprender que una ideología exija tanto a sus devotos, no está demás dilucidar qué se entiende por nación y nacionalismo, puesto que quienes defienden el origen medieval de la nación, con frecuencia consideran que es la identidad nacional y no el nacionalismo la que se remonta en el tiempo, como indica el antropólogo Josep R. Llobera[3].
La nación designa aquellos grupos humanos que creen compartir unas características culturales comunes (lengua, raza, historia, religión) y que basándose en ellas, consideran legítimo poseer un poder político propio. En definitiva, para que haya nación tiene que haber grupos humanos cuyos miembros se sientan, o quieran ser, nación. En cambio el nacionalismo se define como la doctrina o principio político de acuerdo con el cual cada pueblo o nación tiene derecho a ejercer  el poder soberano sobre el territorio en el que habita, por tanto la territorialidad es el principal requisito de las naciones[4] y  suele conllevar aspiraciones expansionistas que buscan apropiarse de la mayor extensión de territorio posible.
Dice J. R. Llobera que las raíces de la identidad nacional nacida en la Edad Media surgieron de una parte minoritaria de la población, clases caballerescas y clérigos con una cierta cultura, que tenían miras lingüísticas muy estrechas ya que las personas cultas utilizaban latín y eran universalistas[5].
Para J. R. Llobera es incuestionable que no hay nacionalismo en la Edad Media pero sí la génesis de la conciencia nacional que se manifiesta en algunos factores: el uso de términos como natío y patria (aunque con significados diferentes a los que tienen en la modernidad); la lengua que determina la esencia de la nación (Álvarez Junco[6], sin  embargo, señala que el único terreno cultural que preocupaba a los gobernantes de los siglos XVI y XVII era la religión, no la lengua), las tradiciones mentales (su uso en una literatura escrita); los lazos de parentesco (reconoce que suelen ser mitos); la cultura entendida como las maneras, los hábitos, las costumbres, las leyes, etc., propios de la zona; sentimientos contra la dominación extranjera; y la unión de la religión y el gobierno nacional[7].
En España a lo largo de los primeros Borbones se detecta una tendencia creciente a la presentación del poder en términos de linaje o cultura colectiva, lo que no hace sino desarrollar el patriotismo étnico o ensalzamiento de la identidad colectiva iniciado por los Habsburgo. Un avance en la construcción de la etnia o nación, en sentido moderno del término, requería la exaltación de las glorias de un pueblo, el español. Sin embargo la autoglorificación del rey y la familia real seguía teniendo una gran importancia especialmente entre los sectores populares que veían en el monarca la suprema encarnación de la autoridad pública. Por todo ello, Álvarez Junco habla de conciencia prenacional. El patriotismo étnico emergente era bien recibido en palacio, pues predisponía en favor de una actitud proestatal, lo beneficioso para la corona iba fundiéndose en lo que convenía al Estado[8].
Por tanto, la formación de una identidad, por ejemplo la española,  apareció mucho antes del siglo XIX (en el caso español, antes de 1808 y la guerra contra el francés) y para algunos autores, como Llobera, se vio interrumpida por la aparición del absolutismo a principios de la época moderna, época en la que primó la expansión del estado eclipsando los sentimientos nacionales. Cuando decae el absolutismo es cuando empiezan a expresarse los sentimientos nacionales. Antes del siglo XIX hubo en diversos países, entre los que se encontraba España, un proceso de formación de una identidad colectiva o nacional. La identidad nacional no era sino una más de las múltiples identidades colectivas que cada ser humano compartía con millones de sus semejantes (como la edad, el género, la religión, los gustos y afinidades culturales, deportivas, etc.). Por tanto, las identidades nacionales fueron creaciones artificiales, es decir, movidas por intereses políticos. Afirmación que anula la posibilidad de aceptar el organicismo (supuesto carácter natural de la nación). En consecuencia, el sentimiento nacional fue adquirido o inculcado, a través del proceso educativo, de ceremonias, de monumentos o de fiestas cívicas.
En todo caso conviene señalar que para que se produzca un avance hacia la construcción de la nación, en sentido moderno del término, tenía que producirse una exaltación de las glorias de un pueblo (el español, el francés o el holandés). Mientras los intelectuales estaban por la tarea de potenciar la conciencia nacional, era dudoso que hicieran lo mismo la familia real y su entorno, y el pueblo estaba muy dominado por la reverencia hacia el monarca y la sumisión al mismo.
Será a finales del siglo XVIII cuando aparezcan las primeras manifestaciones del nacionalismo moderno en las que la identidad nacional sirvió para dar legitimidad a la estructura política, permitiendo a esta exigir sumisión y lealtad a su autoridad y a sus normas[9].


Resulta muy difícil, por lo menos en España, que esa identidad colectiva anterior al siglo XIX pueda llamarse popular debido a la escasa difusión de las imágenes que estaban transformando la representación del ente colectivo.
Los nacionalismos decimonónicos acabaron ganándole la batalla de las emociones a las religiones monoteístas y, en cierta medida, sustituyéndolas. Lo que en gran parte define un fenómeno religioso es la capacidad preceptiva de las creencias para todos los miembros del grupo y esa capacidad la tuvo, y la tiene, el nacionalismo. La aspiración social más poderosa expresada en las ideas de nación y patria era el deseo de alcanzar la unidad y la comunidad, un sentimiento que el patriotismo y el nacionalismo heredaron de la religión[10].
En la segunda mitad del XVIII los pueblos o naciones serán recreados o consolidados a partir de indicadores étnicos (fundamentalmente, los orígenes, la cultura y la lengua) pero el principio del nacionalismo cultural es por definición tan maleable y sujeto a manipulación que la coincidencia entre estado y nación fue una excepción más que   una regla. La idea de nación cultural es un valor (evoca el sentido religioso secularizado de comunidad) del que los diferentes grupos sociales, incluidos  los estados, trataron de apropiarse[11].

El nacionalismo y lo absoluto

La decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos (específicamente el cristianismo) en la sociedad occidental, creó un inmenso vacío en los últimos 150 años. Un vacío que hace referencia a las percepciones de justicia social, al sentido de la historia humana, relaciones mente-cuerpo y el lugar del conocimiento en nuestra conducta moral[12]. El nacionalismo ha tratado de cubrir dicho vacío y la consiguiente nostalgia del Absoluto, para ello fue necesario que el nacionalismo  incorporara una pretensión de totalidad.
Este movimiento con pretensiones de totalidad, y hambre de lo trascendente[13], tuvo que  alimentar las mentes de sus seguidores/as de manera continuada a base de mitos trascendentes y estas mitologías aunque pudieran ser antirreligiosas, tenían (y tienen) estructura, aspiraciones y pretensiones religiosas en su estrategia y en sus efectos.
La centralidad de la religión en el desarrollo del nacionalismo resulta tan evidente que autores como Llobera afirman que de hecho el nacionalismo  se ha convertido en una religión; una religión secular cuyo dios es la nación. Por tanto posee todos los fastos y rituales de la religión y además como la religión, se aprovecha de la reserva emocional de los seres humanos[14]. En sus actos y celebraciones, los participantes comunican y comparten valores (tierra, historia, ancestros, mitos, etc) y emociones, algo que resulta más difícil detectar en otros movimientos sociales. La construcción de esa identidad puede basarse en ver al otro como antagonista y no como enemigo ya que esto último puede conllevar la aniquilación física que tanto deseaba el nacionalsocialismo. Verlo como antagonista hace posible un diálogo en el que se van buscando soluciones más o menos satisfactorias a los problemas. Si la identidad nacional se basa en una fijación estática a un pasado repleto de tradiciones, el conservacionismo lo invade todo.
La idea de religión civil la introdujo Rousseau cuando afirmaba que esta tendría como objetivo provocar amor al país y el cumplimiento de sus deberes en la ciudadanía. La religión civil vendría a ser un mecanismo de autorregulación para protegerse contra la adoración de la nación. Ese mecanismo no parece que funcionara bien ya que la tendencia de la modernidad ha sido la de considerar el estado-nación como un dios[15]. En definitiva el nacionalismo obtuvo su fuerza del mismo receptáculo de ideas, símbolos y emociones que la religión. La religión se metamorfoseó en nacionalismo.




[1] Javier López Facal (2013): Breve historia cultural de los nacionalismos europeos. Catarata, Madrid (p. 20-21).
[2] Lopez, 2013: 58.
[3] Josep R. Llobera (1996): El dios de la modernidad. El desarrollo del nacionalismo en Europa occidental. Anagrama, Barcelona. 
[4] Llobera, 1996: 13.
[5] José Álvarez Junco (2001): Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Taurus, Madrid, p. 121
[6] Álvarez Junco, 2001: 77.
[7] Llobera, 1996: 117-119.
[8] Álvarez Junco, 2001: 66 y 72-73.
[9] Álvarez Junco, 2001: 15.
[10] Llobera, 1996: 250.
[11] Llobera, 1996: 257.
[12] George Steiner (1974) [12ª ed, 2014]: Nostalgia del absoluto. Siruela, Madrid, p. 15.
[13] Steiner, 1974: 108.
[14] Llobera, 1996: 194.
[15] Llobera, 1996: 197.

4 comentarios:


  1. Besos!!
    Y felices vacaciones tb para ti!!

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  2. Y tanto las religiones como los nacionalismos sólo pretenden anular al individuo y transformarlo en súbdito. Muy buen artículo, Laura. Besos!

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    1. Me alegra mucho verte por aquí Gemma.

      Religión y nacionalismo, un dúo letal. Gracias.

      Besos.

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