Hace
pocos días intentaba distanciarme del concepto «libertario» y «anarquista» que
utiliza la extrema derecha con un desparpajo cabreante. Traté de enmarcarlo en
nuestra genealogía, que nos ha costado sangre y fuego (sin querer ponerme
transcendente ni intensa), nunca con afán de propiedad. El anarquismo es
movimiento y lejos de mí la idea de que haya conceptos o ideas inamovibles y
graníticas, pero tampoco soy partidaria de la volatilidad y lo «líquido» (que
decía Bauman) porque detrás nuestro existen experiencias, personas, propósitos
y emociones que nos enraízan a un proyecto que continúa vivo, cambiando y
adaptándose a los nuevos tiempos.
El
antipoliticismo, entendido como rechazo a la política institucional, a la
democracia liberal y neoliberal delegada y representativa que nos condena cada
cuatro años a los que nos abstenemos sin preocuparse, o enviando a las «fuerzas
del (des)orden», cuando ejercemos otros derechos de los que nunca hacen campañas
publicitarias, ha sido anarquista.
No
quiero entrar en el debate de si es uno de esos rasgos invariables del
anarquismo o no lo es, entiendo que nuestro rechazo a la democracia delegada y
representativa como elemento de dominación desde el Estado, es una posición que
forma parte del compromiso ético de no hacer como «medio» lo que se contradice con
«los fines» que pretendemos. No podemos votar y defender, a la vez, la
democracia directa. Luego puede haber excepciones, parches, votar «en contra»
de y no «a favor de», confiar en que se pueden «asaltar los cielos» desde las
instituciones, etc. y etc. Cuando esas excepciones acaban convirtiéndose en
cotidianas, hay que pensar qué se está haciendo, recapacitar…, o no, cada cual
es muy libre.
Pero
vamos, no estoy escribiendo estas líneas para hacer campaña por la abstención o
para insistir que la política no es solo política institucional, que la
política es «la cosa pública» y de esa siempre ha hecho mucha el anarquismo.
Escribo estas pocas líneas para mostrar mi estupefacción porque resulta que
ahora la bandera del antipoliticismo y de las posiciones antisistema la
enarbola también la extrema derecha.
No
pillan mal momento, el personal está hasta las narices de la política
institucional que ha quedado descarnada y con las vergüenzas al aire en un
momento en que casi nadie tiene mayorías absolutas y se coaligan derechas e
izquierdas, supuestamente irreconciliables, por el bien de «la democracia» y la
estabilidad (y puedes añadir todos los eufemismos que dicha política nos ofrece
continuamente). Decir o prometer algo y hacer lo contrario es moneda de cambio
frecuente, pactar con cualquiera que ofrezca los votos necesarios para gobernar
también. La incomodidad y el malestar de las fieles votantes va polinizando y
calando, algo que vemos en el voto creciente de la extrema derecha que se
posicionan como faro orientador cuestionando el sistema y el «establishment», o sea sé, los grupos de
poder profesionalizado que mangonean el sistema institucional.
Sobra
decir que a la extrema derecha no le va mal con el «sistema» y que aspira a
crear otro «establishment» que le asegure más aún sus privilegios y su
orden tradicional sin fisuras: la masculinidad patriarcal, la blanquitud, la
heteronormatividad, la familia tradicional, la sociedad de clases, el
individualismo darwiniano, etc.
Al
ámbito anarquista, ¿Qué le toca hacer en estos momentos? ¿Cómo enfocamos el
descontento y la despolitización? ¿votando o construyendo antipoliticismo
anarquista?
Laura Vicente
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