Anka Zhuravleva
Tercera fase: Múltiples diferencias
En esta fase el centro
eran las «múltiples diferencias que intersectan»[1]. Las
tendencias feministas se diversificaron y se fragmentaron tanto como las
propias variables sociopolíticas con las que el feminismo interactuaba: la
raza, la etnicidad, las alternativas verdes o ecológicas, los grupos de mujeres
negras y emigradas, las preferencias sexuales, etc.
Además, en esta fase se produjo algo
relevante: la ruptura definitiva, ya anunciada en la fase anterior, del sujeto
político «la Mujer» en la que tuvieron
gran influencia las ideas y activismos queer. Como señalaba Preciado[2],
hubo un tiempo en el que la palabra queer sólo
era un insulto. En lengua inglesa, desde su aparición en el siglo XVIII, queer
servía para nombrar a aquel o aquello que por su condición de inútil, mal
hecho, falso o excéntrico ponía en cuestión el buen funcionamiento del juego
social. Eran queer el tramposo, el ladrón, el borracho, la oveja negra y
la manzana podrida pero también todo aquel que por su peculiaridad o por su
extrañeza no pudiera ser inmediatamente reconocido como hombre o mujer. Queer
era aquello, siguiendo a Preciado, que suponía
un problema para el sistema de representación, resultaba una perturbación, una
vibración extraña en el campo de visibilidad que debía ser marcada con la
injuria. El insulto queer no tenía un contenido específico:
pretendía reunir todas las señas de lo abyecto. Desplazado por la injuria fuera
del espacio social, el queer estaba condenado al secreto y a la
vergüenza.
Pero la historia política de una injuria es también la
historia cambiante de sus usos, de sus usuarios y de los contextos de habla. En
algo menos de dos siglos la palabra queer ha cambiado radicalmente de
uso, de usuario y de contexto. Hubo que esperar hasta mediados de los años
ochenta del pasado siglo en EE. UU. para que, empujados por la crisis del Sida,
un conjunto de microgrupos decidieran reapropiarse de la injuria queer para
hacer de ella un lugar de acción
política y de resistencia a la normalización. Hoy ha dejado de ser un instrumento de represión
social para convertirse en un término revolucionario[3];
en todo caso ha sido bien acogido como planteamiento teórico en los medios
académicos, medios de comunicación y otros espacios institucionales.
El amplio conjunto de
prácticas queer se desarrollaron
frente a las políticas del feminismo y del movimiento de lesbianas, gays,
transexuales y bisexuales (LGTB). La expresión queer operó
como un término paraguas que pretendió (y pretende) englobar al conjunto de la
disidencia sexual.
Esas multitudes queer (entendidas por
Butler como heterogéneas hacia dentro e inclusivas hacia fuera) reclamaron en la década de los noventa «contarse a sí mismas» con
unos discursos y unas representaciones propias. El movimiento queer fue (y es) post-homosexual y post-gay. Ya no se
definió con respecto a la noción médica de homosexualidad, pero tampoco se
conformó con la reducción de la identidad gay a un estilo de vida asequible
dentro de la sociedad de consumo neoliberal. Se trataba, siguiendo a Preciado,
de un movimiento post-identitario: queer no
era una identidad más en el folklore multicultural, sino una posición de
crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que generaba
toda ficción identitaria. El movimiento queer no era (ni es) un
movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales
que resistían frente a las normas que imponía la sociedad heterosexual
dominante, atento también a los procesos de normalización y de exclusión
internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos transexuales
y transgénero, de los inmigrantes y de las trabajadoras sexuales[4].
Las prácticas queer no eran algo cerrado y
acabado, sino que estaban formadas por aportaciones diversas, muchas veces
contradictorias. Todo este magma diverso y múltiple, nacido en EE. UU., contó
con aportaciones de otros países como Reino Unido o Francia que empezó a llegar
a España de la mano de una nueva generación de activistas que comenzaron a
organizarse a partir de la década de los noventa. Aun cuando se siguen considerando
feministas, colaboran exclusivamente con la parte más radical y autónoma del
movimiento y marcan distancias respecto al feminismo institucional.
Este nuevo escenario, en
el que la teoría y la práctica política feminista se han tenido que enfrentar con
la fragmentación de su propio sujeto político desde las críticas queer,
decoloniales, o las políticas transgénero se ha llamado postfeminismo. Estos
análisis diversos subrayaban que los géneros, los sexos y las sexualidades eran
construcciones políticas y sociales, y, por ello, eran contingentes, parciales,
y estaban sujetas a negociaciones y cambios. De esta manera se abría un nuevo
camino de acción y de reivindicación política para los feminismos basado en
repensar la subjetividad y la identidad.
Los
desplazamientos del sujeto feminista partieron de los trabajos de teóricos gays
y lesbianas como Monique Wittig, Michel Foucault o Adrianne Rich. Deteniéndonos
brevemente en Wittig, una autora muy leída en la actualidad, esta puso en cuestión un punto fundamental que el
feminismo de los años setenta y ochenta (cuando escribió los textos de El
pensamiento heterosexual y otros ensayos) nunca había criticado: la heterosexualidad,
concebida como régimen político antes que como sexualidad[5].
Al no cuestionar el régimen político heterosexual, según esta autora, el
feminismo había consolidado dicho sistema, en vez de eliminarlo.
En el ensayo: «La
categoría de sexo», Wittig hizo una afirmación contundente: «no existen mujeres
sin hombres». Según la autora, la ideología de la diferencia sexual operaba en
nuestra cultura como una censura, en la medida en que ocultaba la oposición que
existía en el plano social entre los hombres y las mujeres poniendo la
naturaleza como su causa. Las diferencias sociales implicaban siempre un orden
económico, político e ideológico.
Por tanto, no existía
ningún sexo, solo había un sexo que era oprimido y otro que oprimía, era la
opresión la que creaba el sexo, y no al revés[6]:
«La categoría de sexo es el
producto de la sociedad heterosexual que hace de la mitad de la población seres
sexuales donde el sexo es una categoría de la cual las mujeres no pueden salir»[7].
Por esta razón era necesario abolir el sexo para que de esta manera la
declaración de sexo fuera considerada como una discriminación.
Para
Wittig, «la Mujer» no tenía sentido más que en los sistemas de pensamiento y
económicos heterosexuales. Por eso, en un ensayo titulado: «No se nace mujer»,
hace
una desafiante afirmación, dirigida al feminismo tradicional (denominado
heterofeminismo): «las lesbianas no eran
mujeres». Las
lesbianas no eran «verdaderas» mujeres y eso significaba que el opresor
reconocía que «mujer» no era un concepto tan simple porque, para ser una, era
necesario ser una «verdadera». Al mismo tiempo eran acusadas de ser hombres.
Pero negarse a ser una mujer, no significaba tener que ser un hombre. Así, una
lesbiana debía ser cualquier otra
cosa, una no-mujer, un no-hombre, un producto de la sociedad y no de la
«naturaleza», porque no hay «naturaleza» en la sociedad
[8].
Por tanto, como señalaba
Gracia Trujillo[9],
las propuestas teóricas y prácticas queer no
surgieron de la nada, tomaron del lesbianismo feminista su atención a la
especificidad del género, su concepción de la sexualidad como institucional y
política más que como algo meramente personal (el conocido eslogan del
feminismo radical «lo personal es político»), y su crítica a la
heterosexualidad obligatoria. A lo personal es político, la teoría queer le
añadió la noción de biopolítica que
Foucault planteó en el último periodo de su vida. Los cuerpos y las
sexualidades eran políticas, se politizaba la corporeidad y lo sexual. En la nueva fase de las sociedades
contemporáneas, siguiendo a Foucault, el objetivo era la producción y el
control de la vida misma. La nueva biotecnología estaba anclada, trabajaba simultáneamente
sobre los cuerpos y sobre las estructuras sociales que controlaban y regulaban
la variabilidad cultural. Era imposible, afirmaba Preciado[10],
establecer dónde terminaban «los cuerpos naturales» y dónde comenzaban las
«tecnologías artificiales» (ciberimplantes, hormonas, transplantes de órganos,
gestión del sistema inmunológico humano, etc.).
Otras aportaciones teóricas
fundamentales a lo queer han sido las de Judith Butler, Teresa de
Lauretis, Eve Kosofsky Sedgwick, Donna Haraway o Judith Halberstam, que han reconsiderado
la categoría del género, al incluir a las mujeres de diferentes opciones
sexuales, razas, etnias, clases sociales, e insistir en el peligro de concebir
las comunidades y los grupos feministas como entidades homogéneas.
La obra de Judith Butler ha
supuesto una revolución en la teoría y práctica feministas y en la gay y
lésbica. La autora partió de la obra de Foucault y de Derrida problematizando la identidad entendida desde
una metafísica de la sustancia como algo fijo y ya dado. También revisó (resignificó,
en términos butlerianos) el género, el sexo o el propio sujeto. Butler
quiso deconstruir la identidad para
poder acceder a múltiples significados de esta y, por tanto, del sujeto al que
tal identidad se adscribía: se trataba de abordar la construcción que se había
hecho de la subjetividad y señalar que no solo el género, sino también el sexo
era construido. Butler planteó que el sexo fue siempre género, por
tanto, la distinción entre ambos no había existido como tal y trataba de
convertir la categoría del sexo en irrelevante para considerar el género.
El
sexo era una norma que materializaba cuerpos, por lo que no lo contemplaba como
un hecho dado sino como un proceso. Pese a ello no negaba ciertos tipos de
diferencias biológicas, pero siempre era necesario preguntarse bajo qué
condiciones discursivas e institucionales, ciertas diferencias biológicas se
convertían en las características sobresalientes del sexo[11].
Propuso pensar la
materialidad del cuerpo reconsiderándola como el efecto de una construcción de
poder, en el sentido de que la materia de los cuerpos era indisociable de las
normas reguladoras que gobernaban su materialización y la significación de
dichos efectos materiales[12].
Esta manera de entender
el proceso de identidad genérica condujo a la teórica a definir el género en
términos de performance frente a la afirmación del feminismo de la existencia
de una verdad pre discursiva o natural de la diferencia sexual, y, a la
imposición social de ciertas formas de feminidad y masculinidad. Así, la noción
de performance fue utilizada por la crítica queer en los años noventa
para desnaturalizar la diferencia sexual. La teoría performativa de género se fundamentaba
en la repetición de normas que sedimentaban y se «naturalizaban», es decir, que
se pensaba que tenían su origen en la naturaleza[13]. El
género no era más que una repetición estilizada de actos aprobada
culturalmente; el sexo, por su parte, era la sedimentación y reificación de
estos estilos corporales que aparecían como la configuración binaria natural de
los sexos. Lo masculino y lo femenino eran mascaradas, actuaciones, por ello Butler
invitaba a parodiarlos, a acabar con la obligación de ajustarse a las normas[14].
Ante las críticas a la
definición de género como performance (críticas que continúan existiendo
hoy), Butler redefinió la noción en términos de performatividad (el poder
reiterativo del discurso para producir los fenómenos que regulaba y constreñía).
Dicho de otro modo, la performatividad era el guion cultural que se ponía en
marcha a través de las performances, es decir, que éstas se
inscribían en el contexto en el que se situaba el sujeto con sus circunstancias
personales, materiales y sociales.
Butler
rechazaba la idea de un espacio psíquico interior y creía que las imágenes de
género se absorbían en la superficie corporal. Siguiendo a Foucault, la autora
consideraba que los signos externos que el cuerpo exhibía se interpretaban como
la expresión del yo interior cuando, de hecho, no había un verdadero yo sino
solo una serie de actos de género, señales corporales externas que se habían
convertido en la expresión del interior. Así pues, la identidad personal no estaba
fijada en un núcleo esencial, sino que cambiaba permanentemente, ya que estaba
construida culturalmente. El sujeto era, por tanto, un ente socialmente
constituido en el discurso.
La
noción de género como repetición, junto con la noción del sujeto como efecto
del poder, permitieron a Butler «liberar» al género del binomio
naturaleza-cultura y articularlo como mutable. Le permitió posicionarse en contra de la reificación de
la diferencia sexual como el origen de la cultura porque consideraba que ésta
mantenía la comprensión binaria del sexo y asumía la heterosexualidad como la
premisa para el análisis de la identidad de género y la sexualidad[15].
Butler cuestionaba la presunción de que el término «mujeres»
indicaba una identidad común. «Mujeres» se había convertido en un término
problemático debido a que el concepto no era exhaustivo ya que el género no
siempre se constituía de forma coherente o consistente en contextos históricos
distintos y además se entrecruzaba con modalidades raciales, de clase, de
etnia, sexual y regionales, de identidades discursivamente constituidas. Era
imposible separar el género de las intersecciones políticas y culturales en las
que constantemente se producía y se mantenía[16].
La creencia política de que debía haber una base
universal para el feminismo, y de que podía fundarse en una identidad que existía
en todas las culturas, a menudo iba unida a la idea de que la opresión de las
mujeres poseía alguna forma específica reconocible dentro de la estructura
universal o hegemónica del patriarcado. La idea de un patriarcado universal había
sido muy criticada porque no tenía en cuenta los contextos culturales
concretos, sin embargo, la noción de un concepto generalmente compartido de las
«mujeres» está siendo más difícil de criticar[17].
Y es que el marco binario masculino/femenino no era solo el marco exclusivo en
el que podía ser aceptada esa especificidad, sino que se descontextualizaba de
la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder
que conformaban la «identidad» y hacían que la noción concreta de identidad
fuera errónea.
La autora socavó en su estudio la supuesta
universalidad y unidad debido a los campos de exclusión que ejercían y que ponían
de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción,
aunque se llevaran a cabo con objetivos de emancipación. Sugirió que el feminismo no debía continuar buscando
una base universal sino explorar en su lugar las posibilidades políticas que podían
surgir de una genealogía crítica. Esta genealogía debía
investigar las categorías del género como los efectos de instituciones, prácticas
y discursos con puntos de origen múltiples y difusos para poner de relieve las
estrategias políticas que las han creado y que las presentan como «origen» y
«causa» de un orden natural con la intención de esconder sus verdaderos
orígenes. Una genealogía crítica debería en primer lugar, contrarrestar la
definición esencialista de las mujeres como oprimidas; en segundo lugar, exponer
los discursos que la instituyen; y, por último, desvelar la replicación del
género en las categorías binarias hombre/mujer como el origen de la opresión[18].
Butler
representaba, para terminar, la aportación fundamental de las lesbianas al
campo de la teorización feminista, y su llamada de atención acerca de las
discriminaciones que procedían del heterosexismo, además del patriarcado, sobre
otros cuerpos, afectos y prácticas sexuales. Butler no rechazó totalmente las
categorías identitarias en tanto fundamentos de los movimientos políticos
(feminista, LGTB…) porque se correría el riesgo de paralizar su fuerza, pero
era necesaria una mirada crítica respecto de los riesgos en la utilización de
estas nociones y las limitaciones que suponían cuando se utilizaban sin
cuestionarlas.
En resumen, podríamos
decir siguiendo a Gracia Trujillo que desde los feminismos queer se ha defendido
una concepción performativa de las identidades, frente a la concepción de éstas
como elementos de carácter esencial. Las activistas queer han desplegado
una identidad lesbiana fluida, ya que consideraban que las identidades sexuales
y de género, si se trataban como elementos fijos, reforzaban las divisiones
binarias (hombres-mujeres; heterosexuales-homosexuales), que regulaban los
deseos, las prácticas sexuales y las relaciones sociales en general. No se
cuestionaba solo el contenido de las identidades colectivas, sino la unidad, la
estabilidad, la viabilidad y la utilidad política de las identidades sexuales[19].
La
teoría y práctica queer han tratado de combinar la utilización
estratégica de las identidades sexuales, con la crítica postidentitaria a unas
categorías que consideraban excluyentes, empezando por un hecho fundamental:
qué elementos eran necesarios para ser considerada mujer y, por tanto, a quién
se incluía o se excluía de esa categoría identitaria. Por otro lado, ha
resultado muy relevante el cambio en la construcción del sujeto político del
feminismo en el que han confluido el cuestionamiento de las identidades fijas y
excluyentes y de las relaciones de poder que se establecían en el interior de
esas identidades, junto con el cambio generacional y el inicio de la
movilización feminista de los años noventa que se ha multiplicado en la segunda
década del siglo XXI.
Lo queer siempre
ha querido incluir al feminismo disidente y defender un activismo transversal a
las distintas opresiones, defendiendo que debían ser los elementos comunes de discriminación los
que tenían que crear comunidad y no una supuesta identidad fija y excluyente.
El activismo transversal
a las distintas opresiones ha
incorporado diversas tendencias del feminismo disidente en esta tercera fase
que estamos explicando y que lo queer dice incluir en dicha denominación.
Dada la diversidad que se ha producido dentro y alrededor del feminismo parece
difícil que se puedan agrupar bajo un único término. La etiqueta del postfeminismo
también sirve para agrupar una amplia gama de teorías que reivindican la
diversidad de identidades más allá de la heterosexualidad y el binarismo
sexo-género.
Entre las corrientes disidentes del feminismo
hegemónico que podrían agruparse en lo queer está el transfeminismo.
Esta corriente múltiple da cuenta de una pluralidad de opresiones y fue
influida por el activismo LGTB, la teoría queer, planteamientos antirracistas,
decoloniales y movimientos sociales contrarios a la exclusión social. Se trata
de una corriente que considera el género como una construcción utilizada como
herramienta de opresión, mostrando la complejidad de los nuevos retos del
movimiento feminista.
Otras tendencias presentes en esta tercera fase son el
ecofeminismo, el ciberfeminismo, el
feminismo decolonial, el feminismo islámico, etc. El ciberfeminismo, que
internacionalmente arrancó de grupos míticos como el formado en Australia en
1991 por VNS Matrix, y la Primera Internacional Ciberfeminista en la Documenta X
de arte contemporáneo, celebrada en Kassel (Alemania), tiene como autoras de
referencia la tematización del cyborg de Donna Haraway, alimentándose de
la visión performativa del sexo de Judith Butler o las reflexiones de Rosi
Braidotti[20].
El término describe desde los años noventa el trabajo de feministas interesadas
en las tecnologías de internet, el ciberespacio y los medios en general. En su
inicio el ciberfeminismo estuvo muy vinculado a la experiencia artística,
existiendo otros ciberfeminismos más ligados a la lucha por la igualdad
utilizando la red.
El ecofeminismo surgió
en el último tercio del siglo XX, especialmente en Estados Unidos, y partió del
rechazo a los dualismos conceptuales sobre los que se fundaba el pensamiento
occidental por considerar que tenían un marcado carácter de género:
razón/emoción, humano/animal, mente/cuerpo, trascendencia/inmanencia, cultura/naturaleza,
civilizado/primitivo, producción/reproducción, libertad/necesidad. Esta
corriente denunció la asociación que el patriarcado había hecho desde tiempos inmemoriales
entre las mujeres y la naturaleza por un lado y entre los hombres y la cultura
por otro. Estos binomios planteaban que la cultura era superior a la naturaleza
y, por ello, los hombres lo eran también a las mujeres.
El ecofeminismo trató de
deconstruir estos dualismos jerarquizados, revalorizando la parte considerada
inferior. Planteó una correcta integración de razón y emoción, de principios
universales y virtudes del cuidado, de derechos y responsabilidades, de esta
manera se podían alcanzar teorías éticas más completas[21]. Una
de las propuestas centrales del ecofeminismo era reivindicar las actitudes de
cuidado hacia los humanos y el resto de la naturaleza y rechazar todo tipo de
dominación ya que consideraban que existían conexiones importantes entre la
dominación y explotación de las mujeres, de la naturaleza y de los animales.
Por ello, afirmaban que las mujeres estaban mejor equipadas que los hombres
para cuidar y para acabar con dicha dominación y explotación desde una visión holística
que daba relevancia moral a las totalidades: especies, ecosistemas y/o biosfera[22].
De estos planteamientos ha surgido una de las principales críticas al
ecofeminismo: el riesgo de caer en el esencialismo.
Otra corriente relevante en
esta tercera fase ha sido el feminismo decolonial que cuestionó la igualdad de
todas las mujeres y planteó que había múltiples opresiones y diferencias sobre
las que era necesario reflexionar. Y todo ello en la idea de mantener un
diálogo continuo que no tenía que renunciar a las diferencias, ni jerarquizar,
o fijar a priori, posiciones unitarias y excluyentes de víctimas y opresores. Era
necesario incorporar las diferencias de origen, raza, clase y género y poner en
dialogo a mujeres con constituciones múltiples y complejas. Esta corriente buscaba
también poner en evidencia de que forma el racismo, la economía, y los efectos
culturales del colonialismo afectaban a las mujeres racializadas, no
occidentales en el mundo postcolonial.
El punto de partida de este feminismo, en el que
tuvieron un gran protagonismo las mujeres negras norteamericanas, fue el
cuestionamiento de algunos análisis supuestamente universales
que se revelaban en su parcialidad. Como ya se ha explicado, las mujeres blancas transformaron en universal su
perspectiva de la realidad, convirtiendo sus intereses en el foco principal del
movimiento feminista. Según bell hooks, recientemente fallecida, las mujeres
blancas no tuvieron en cuenta si esa perspectiva se adecuaba a las experiencias
vitales de las mujeres como colectivo y de esta manera apartaron la atención
del clasismo, el racismo y el sexismo[23]. Las identidades de raza y clase creaban
diferencias en la calidad, en el estilo de vida y en el estatus social que estaban
por encima de las experiencias comunes que las mujeres compartían. Además,
señalaron que las mujeres blancas no eran conscientes de hasta qué grado sus
puntos de vistas reflejaban prejuicios de raza y de clase, actitud que ha
empezado a cambiar en los últimos años.
hooks consideraba que mujeres como ella no habían
adquirido su conciencia de género por los análisis feministas dominantes sino
por su experiencia vivida, por eso no se sentían cómodas con el término
«feminista». Además, cuando expresaron este camino particular y diferente
fueron tratadas con condescendencia por las feministas blancas y solo se las
escuchaba si sus afirmaciones eran un eco de los sentimientos del discurso
dominante[24].
Las mujeres racializadas tenían, según estos
planteamientos, un punto especial de ventaja que les otorgaba la marginalidad
ya que ellas no tenían un «otro» institucionalizado al que poder discriminar,
explotar u oprimir. De este modo, tenían una experiencia vivida que retaba
directamente la estructura social de la clase dominante racista, clasista y
sexista.
Otra corriente destacada es el llamado
feminismo islámico, movimiento que reivindicó, desde la década de los noventa
del siglo pasado, el papel de las mujeres en el islam, movilizándose
contra el patriarcado a partir de referencias musulmanas. Está presente en
diferentes países, desde el Magreb, el Máshreq (la parte más oriental del
mundo árabe) y Asia, hasta Europa y Estados Unidos. Este feminismo centraba sus
objetivos en la igualdad, sin importar el sexo o género, tanto en la vida
pública, como en la vida privada y en la justicia social. Sus defensoras
destacaban las enseñanzas de igualdad del Corán y animaban a la crítica de
la interpretación patriarcal de las enseñanzas de los textos considerados
sagrados para lograr la equidad de géneros, contribuyendo a la construcción de
una sociedad más equitativa. Aunque arraigado en el islam, el movimiento
también ha tenido como referencia los discursos feministas no musulmanes y se
ha considerado como parte integrante del movimiento feminista.
Las feministas islámicas, como es el
caso, por ejemplo, de la marroquí Fatema Mernissi[25],
desarrollaron un pensamiento en tensión que trató de hacer compatible, por un
lado, su pertenencia a la tradición arabo musulmana y la relectura crítica que
de la misma hacía desde supuestos de raigambre feminista; y, por otro lado, la
tensión que provocaba una visión intracultural del feminismo árabe, que no
podía conceder sin más el relato crítico elaborado por el feminismo occidental.
Ellas intentaron (e intentan en la
actualidad) crear un espacio, al margen de las tensiones entre dos posiciones
contrarias, pero complementarias y muy divulgadas ambas, que negaban la
posibilidad misma de existencia de tal feminismo: de un lado, el
fundamentalismo islámico que consideraba al feminismo como una invención occidental,
resultado de la aborrecida modernidad y del otro lado las posturas
feministas que consideraban incompatible el feminismo y el islam.
Recapitulando
Resulta imposible mencionar todas las
corrientes feministas que conviven, algunas veces de forma conflictiva, en esta
tercera fase del movimiento feminista. Por ello ha llegado el momento de concluir con algunos de los
temas importantes que se están debatiendo en la actualidad. Como hemos visto a
lo largo de este artículo hay un hecho clave en la actualidad, que no está
cerrado puesto que se producen disputas importantes dentro del movimiento
feminista, me refiero al tema del Sujeto. Ha sido la diversidad (clase social,
etnias, orientaciones sexuales, creencias religiosas, edades, ideologías
políticas, etc.) la que ha abierto una fisura importante en el Sujeto
homogéneo, universalizante y mítico de «la Mujer». La diferencia ya no está
solo situada respecto a «el Hombre» sino que se encuentra en el interior de las
propias mujeres, como señala Casado[26],
el problema es que el ideal de comunidad establecido en torno a « la Mujer»
participa de una metafísica que niega la diferencia. Esa metafísica consiste en
pensar desde la perspectiva de la unidad, de la totalidad, una perspectiva que
tenía un fuerte contenido movilizador pero que era excluyente respecto a las
mujeres reales. En definitiva, el movimiento feminista, en la misma línea que
el sujeto androcéntrico, veló las diferencias y las revistió de valores
supuestamente neutrales y universales.
Del
cuestionamiento y fragmentación del sujeto feminista se deriva un tema clave:
¿cómo tratar la diversidad sin recurrir a un proceso de homogenización? ¿Sobre
qué bases se puede sustentar la actividad feminista? Estas preguntas son claves
en un momento de gran complejidad en el planteamiento de las identidades y en
el tratamiento de las diferencias. Nos movemos entre quienes consideran las
identidades con escepticismo puesto que las consideran como represivas y las
diferencias como excluyentes, y quienes tienen una visión positiva de las
diferencias de grupo y de las identidades colectivas y son dignas de
reconocimiento y de afirmación[27].
Otras
posiciones, como la de Nancy Fraser plantea que se deben tomar en consideración
las estructuras sociales de dominación y las relaciones de desigualdad que no tienen
en cuenta las posiciones en torno a las identidades. Para Fraser el capitalismo
no es meramente un sistema económico sino algo más amplio: un orden social
institucionalizado que también abarca las relaciones y prácticas aparentemente
«no económicas», que sostienen la economía oficial. Se refiere a las múltiples
formas de trabajo no remunerado y expropiado, incluyendo buena parte del
trabajo de reproducción social, todavía en gran medida realizado por mujeres y,
a menudo, no compensado[28].
Otro aspecto para tener en cuenta en la
actualidad es la consideración de que no resulta tan relevante definir qué se es, sino dónde se
localizan las mujeres y qué procesos han influido en la construcción de su
identidad, personal y colectiva. En cierta manera, se ha pasado de hablar del
Sujeto a hablar de la Agencia, aun cuando la categoría «mujeres» sigue siendo
una colectividad desde el punto de vista semántico. El término Agencia tiene
que ver con actuar, con hacer, con ser sujeto activo, en definitiva, con dar
relevancia al propio lugar de enunciación. Puede ser una herramienta para huir
de los planteamientos modernos, pero también de los planteamientos relativistas
de algunas corrientes post-modernas. Todo ello puede resumirse en el término:
política de la localización[29].
La
idea apareció por primera vez en Adrienne Rich y a partir de los años ochenta
del siglo pasado cada autora le dio un contenido específico. Destaca, no
obstante, la importancia del cuerpo que empezó a presentarse como metáfora del
carácter situado en el tiempo y en el espacio, y, por tanto, del carácter
limitado de la percepción y el conocimiento. Una de las consecuencias de las
ideas implícitas en estas políticas de localización es la reconceptualización
de la experiencia común de las mujeres puesto que esta se rompió con las
manifestaciones de la diversidad y las diferencias. Sobre este tema muchas
autoras han reflexionado en direcciones diferentes pero lo que queda claro es
que se ha pasado de un «sujeto mítico a una agencia en constante proceso de
construcción y deconstrucción que adquiere sus significatividades en la praxis,
en los márgenes, en el in-between»[30].
A partir de estos planteamientos si «la Mujer» (o las mujeres) queda maltrecha
como visualización utópica del porvenir, resulta interesante ver cuáles son las
nuevas visualizaciones de la agencia en autoras como Judith Butler, Rosi
Braidotti, bell hooks, Gloria Anzaldúa y otras muchas.
Este
texto ha pretendido mostrar un panorama general, desde los diversos feminismos,
del tema planteado (sexo, género e identidades). Algunas corrientes, autoras y
posiciones, especialmente las más conservadoras, han quedado sin tratar por la
dificultad de abarcar el amplio tema propuesto que hoy resulta capital en el
panorama del movimiento feminista. No obstante, el recorrido que hemos llevado
a cabo puede permitir a los lectores y las lectoras hacerse una idea general de
la situación a partir de la cual poder profundizar en la bibliografía propuesta.
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Egales, Barcelona-Madrid,
2016 (3ª Edición).
[1] Cf.
POSADA KUBISSA, Luisa: Sexo vindicación y pensamiento. Huerga y Fierro,
Madrid, 2012 (p. 193).
[2] Cf. PRECIADO, Beatriz: «”Queer”: Historia de una palabra», 2012 (p. 14) (consultado en agosto 2021).
https://es.scribd.com/fullscreen/79992238?access_key=key-2l64jqncgcgodxmcd3jr
[3] Cf.
PRECIADO, Beatriz: «” Queer”: Historia de una palabra» (p. 16).
[4] Cf.
PRECIADO, Beatriz: «” Queer”: Historia de una palabra» (p. 16). También, cf.
TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…»
(p. 167).
[5]
Cf. Prólogo de Louise Turcotte en WITTIG, Monique: El pensamiento heterosexual y otros ensayos.
Egales, Barcelona-Madrid, 2016 (3ª Edición) (p. 12).
[6] Cf. WITTIG, Monique: El pensamiento heterosexual y otros ensayos,
(p. 24).
[7] Cf. WITTIG, Monique: El pensamiento heterosexual y otros ensayos,
(p. 29).
[8] Cf. WITTIG, Monique: El pensamiento heterosexual y otros ensayos,
(pp. 36-37).
[9] Cf.
TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…»
(p. 168).
[10] Cf. PRECIADO,
Beatriz: Manifiesto contrasexual. Barcelona, Anagrama, 2011 (p. 146).
[11] Cf.
SOLEY-BELTRAN, Patricia: Transexualidad y la matriz heterosexual. Un estudio
crítico de Judith Butler. Barcelona, Bellaterra, 2009 (p. 50).
[12]
Cf. POSADA KUBISSA, Luisa: Sexo, Vindicación
y pensamiento. Estudios de teoría feminista. Madrid, Hurga y Fierro
editores, 2012 (pp. 130-131).
[14] Cf.
TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…»
(p. 168).
[15] Cf.
SOLEY-BELTRAN, Patricia: Transexualidad y la matriz heterosexual (pp. 44
y 57).
[16]
Cf. BUTLER, Judith: El género en disputa. El feminismo y la
subversión de la identidad. Barcelona, Paidós, 2016 (p. 49).
[17] Cf. BUTLER, Judith: El
género en disputa (pp. 49-50).
[18] Cf.
SOLEY-BELTRAN, Patricia: Transexualidad y la matriz heterosexual (p.
60).
[20] Cf.
RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M.ª «El feminismo sitiado. Corrientes y debates en la España
actual»
en VARIAS AUTORAS: Sin género de dudas (p. 105).
[21]
Cf. VELASCO SESMA, Angélica: La
ética animal. ¿Una cuestión feminista? Cátedra, Madrid, 2017 (pp. 97-98).
[22] Cf. VELASCO
SESMA, Angélica: La ética animal (p. 222).
[23]
Cf. hooks, bell: «Mujeres negras» en Otras inapropiables. Feminismos desde
las fronteras. Traficantes
de sueños, Madrid, 2004 (p. 35).
[24]
Cf. hooks, bell: «Mujeres
negras» en Otras inapropiables. Feminismos desde las fronteras (pp. 44-45).
[25] Cf.
POSADA KUBISSA, Luisa: Sexo vindicación y pensamiento. Huerga y Fierro,
Madrid, 2012 (p. 170).
[26] Cf.
CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo»
(pp.78-79).
[27] Elena
Casado Aparicio las agrupa en dos grupos: Antiesencialistas y
Multiculturalistas. Cf. CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del
feminismo»
(p. 80).
[28] Cf.
ARRUZZA, Cinzia, BHATTACHARYA, Tithi, FRASER, Nancy: Manifiesto de un
feminismo para el 99%. Herder, Barcelona, 2019 (pp. 85-86).
[29] Cf.
CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo» (p. 82).
Sin duda, Judith Butler es la gran pensadora del feminismo contemporáneo y uan enorme filósofa en general. Pocas personas han entendido tan bien la precariedad de las etiquetas aplicadas al género.
ResponderEliminarUn abrazo
Sí, muy cierto. Lastima que sea tan difícil leer sus trabajos sobre sexo y género.
EliminarUn abrazo.