Enfrentarse desde la historia a la investigación de una revolución como la que se produjo en España a partir del 19 de julio de 1936, implica tener claro qué se entiende por «revolución». Tan importante es, que hay que dilucidar incluso si hubo tal revolución. Para algunas personas que vivieron los hechos, la revolución se prolongó durante meses (es bastante frecuente que se considerara que se prolongó hasta mayo del 37: unos diez meses escasos) e incluso años (hasta el final de la Guerra Civil). Para algunos historiadores la revolución quedó limitada al verano del 36 (julio, agosto y septiembre): así quedó recogido en el emblemático título de la obra de Hans Magnus Enzensberger: El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti. Incluso, algunos más atrevidos señalan que no hubo revolución porque fue traicionada desde el principio al optar la CNT y la FAI por el frentepopulismo que pronto los llevó a los gobiernos.
La diferente duración, e incluso inexistencia, de la
revolución nos indica que personas que la vivieron, o que la investigaron
posteriormente, tenían maneras diferentes de entenderla.
Enzo
Traverso[1] para conceptualizar la
revolución señala que «revolución» proviene de las palabras latinas revolutio
y revolveré: retornar a los orígenes. Implica una suerte de rotación
en virtud de la cual algo retorna a su punto de partida. En el siglo XVII, se
convirtió en un concepto astronómico que definía la rotación de los planetas
alrededor del sol. El concepto moderno de revolución surgió durante el siglo
XVIII, pero fue la Revolución Francesa la que lo codificó en un nuevo
paradigma. La revolución se había convertido en una proyección de la sociedad
en el futuro, una extraordinaria aceleración de la historia. El sujeto de este
proceso de cambio histórico en el siglo XIX se había transformado: de Dios al
proletariado, de una entidad religiosa a una entidad profana (secularización),
y su movimiento había experimentado una repentina aceleración. Los seres
humanos no tenían que esperar hasta la muerte y el fin de los tiempos para
alcanzar el paraíso y la felicidad. Este concepto decimonónico de revolución suscitaba
esperanzas motivadas por ideologías y proyecciones utópicas. Con frecuencia las
llevaban a cabo fuerzas que encarnaban proyectos políticos y tenían la
aspiración consciente de cambiar el orden social y político. Expresaban grandes
ambiciones, a veces de carácter universal.
Se
trata, por tanto, de una revolución modelizada, una revolución que parte de un
modelo de sociedad al que hay que llegar, es un modelo finalista, de
perspectiva larga. Este modelo de revolución implicaba un esquema ideológico
por fases como el que apareció, por ejemplo, en el órgano cenetista[2]
-un día antes del Congreso colectivista de Caspe-: colectivismo, socialización
y comunismo libertario[3].
Esta manera de pensar la revolución de forma tan
ideologizada fue entendida durante mucho tiempo como un planteamiento al cual había
que adscribirse automáticamente, algo que estaba terminado y que había que captar
para repetir en la práctica.
Pero
cuando esta manera de entender la revolución estaba plenamente vigente (primer
tercio del siglo XX) existía otra manera de entenderla más abierta, como un
conjunto de ideas siempre sin acabar que se traducían en política concreta
práctica. Walter Benjamin consideraba que la revolución era la irrupción de un
tiempo cualitativo que hacía estallar el continuo de la historia. Este
planteamiento me resulta muy interesante porque, en efecto, cuando se produjo en España el golpe de Estado de
julio de 1936 se rompió de forma intempestiva el tiempo «normal» de la
existencia, el tiempo de la dominación. Este imponía sus ritmos, fijaba el
ritmo del trabajo, el de los cuidados, el de la reproducción, el de los
comicios, el orden de la adquisición de conocimientos y diplomas, etc. La
distorsión del tiempo homogéneo que se produjo con el alzamiento militar fue
una interrupción, un momento donde
la gente común en la calle opuso su propio orden del día a la agenda de los
aparatos gubernamentales. Este «momento» no solo fue un punto efímero de
interrupción del flujo temporal, sino que fue un «momentum», señala Jacques Rancière, un desplazamiento
de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo, «una
reconfiguración del universo de los posibles»[4], es decir, mutaciones efectivas
del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable[5].
Como historiadora prefiero investigar la revolución
que se llevó a cabo durante la Guerra Civil española como una revolución «sin
modelo», sin equipaje, sin modelo preexistente y eso me permite observar
aspectos que han pasado desapercibidos para la historiografía más condicionada
por esa revolución modelizada que condiciona la vista de los testimonios, de
las fuentes escritas, etc.
Es evidente que las guerras producen crisis de cuidados y revelan que son los únicos realmente útiles a la hora de salvar vidas, contener emocionalidades y construir sentidos colectivos[6]. En las jornadas del 19 de julio de 1936, y a lo largo de la Guerra Civil, fueron las mujeres las que aportaron el soporte logístico, la alimentación, la contención emocional y sexual. Mientras ellos luchaban, hablaban, decidían, las mujeres estaban concentradas en el mantenimiento de la vida, a costa muchas veces de la palabra, de la visibilidad. Las mujeres estaban «ausentes» porque se estaban ocupando de la vida, las alegrías, la cotidianidad; conocían las necesidades, las penurias, los talentos y debilidades de la comunidad. La guerra no las paralizó, ellas estuvieron en lo que venía acontecimiento, estaban levantando una revolución poco aparente, silenciosa, sin heroicidad, una revolución de la existencia.
A las mujeres libertarias y
anarquistas las «apartaron» de los espacios en los que los hombres consideraban
que se llevaba a cabo la revolución (el frente de batalla a través de las
milicias y los comités). Las mujeres a través, especialmente de Mujeres Libres,
reinterpretaron el papel y el espacio en que las situaron y practicaron la
«escucha» de lo que estaba sucediendo, no de lo que debía suceder según un plan
prefijado. Trataron de comprender las potencias de la situación y trataron de
impulsarlas centrándose en resolver problemas allí donde estaban. Su enfoque fue
práctico y pretendía ser eficaz, poniendo el cuerpo en lo que hacían. Al no
considerarse ni siquiera sujeto político, su revolución no asaltó palacios, ni
cuarteles, ni el cielo. Su revolución empezó en las guarderías, en los
comedores colectivos, en las maternidades, entre las personas refugiadas, entre
los niños y niñas huérfanas, entre las prostitutas…
Practicaron la
prefiguración política que es un modo de acción experimental, que no depende de
principios, desdibuja los límites entre medios y fines y se concentra en el
presente y la posibilidad de transformarlo. Es el presente de la acción
directa. Lo que se trata de alcanzar ya no es «el otro mundo» sino el «mundo
otro», es decir, «la vida otra»[7].
Ellas inventaron otras relaciones posibles con la
política emancipadora, descubrieron que para la emancipación no se trataba solo
de ganar en una correlación de fuerzas, sino también de inventar, experimentar
y explorar las capacidades individuales y colectivas de quienes se emancipaban.
En esa línea pretendieron construir otra representación, otros saberes basados
en esa peculiar revolución en la que era clave capturar la singularidad de cada
uno de los acontecimientos, pluralizar las perspectivas y construir un
calidoscopio de verdades precarias capaces de mantenerse leales a la
singularidad de las experiencias.
Hoy, en 2023, esa manera de entender la revolución que
empujaron Mujeres Libres puede ser un referente cuando ya no lo es la
revolución modelizada, tan ideologizada y masculina. Ese legado genealógico en
el presente enlaza con el planteamiento de María Galindo desde Bolivia cuando
afirma que tenemos que ser capaces de revisar, replantear, lavar, teñir, tejer,
cocinar otra manera de entender la revolución. No sucumbir a un concepto de
revolución arcaico, caduco, heroico y patriarcal de revolución[8].
María Galindo afirma que la revolución es otra cosa: sin
caudillo salvador, masculino, militarista, heroico y fundado en la figura del guerrero.
Nulidad de su campo de batalla y de su heroísmo. La orfandad que deja el héroe
obliga a reinventarlo todo. Hay que marcar formas de lucha no violenta, donde
se exalte la vida en lugar de la muerte, formas de lucha placenteras que pueden
ser escenarios de felicidad también, como lo atestiguan muchas personas que
vivieron la revolución de 1936, donde la vulnerabilidad sea el mayor tesoro.
Formas de lucha que no se agoten en eternos y cansados debates que especulen
sobre una perspectiva ideológica singular y totalizante, sino que sea posible
pensar en una multiplicidad y en una complejidad de ideas y de organización
abierta y siempre incompleta[9].
Concebir nuestra propia revolución desde otra visión
es todo un reto, tenemos referentes en el pasado que nos pueden ser útiles no
para copiarlos sino para conocerlos y ser capaces de levantar algo tan original
como lo que ellas construyeron en el pasado.
[2] Cultura y Acción, nº 47 (13 de febrero de
1937), pp. 2-3.
[3]
Díez Torre,
Alejandro R. (2009): Trabajan para la eternidad. Colectividades de trabajo y
ayuda mutua durante la Guerra Civil en Aragón. Zaragoza, La
Malatesta/Prensas Universitarias de Zaragoza, PP. 144 y siguientes.
[4] Jacques Rancière (2011): Momentos políticos,
Madrid, Clave Intelectual, p. 141.
[5] Jacques Rancière (2010): La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero. Tinta
Limón, Buenos Aires, p. 9
[6] María Galindo (2021): Feminismo bastardo. Mantis
Narrativa, p. 237.
[7]
Catherine Malabou (2023): ¡Al Ladrón! Anarquismo y filosofía. Argentina/España,
La Cebra, Palinodia, Kaxilda, p. 224.
[8] María
Galindo: Feminismo bastardo, p. 101.
[9] María
Galindo: Feminismo bastardo, pp. 90-91.
Viendo lo que está pasando en el mundo una revolución global va a hacer falta.
ResponderEliminarUn abrazo.
Soy muy pesimista sobre esa posibilidad.
EliminarUn abrazo