Los Gimenólogos
Nada en los libros de Los Gimenólogos, recorre la senda habitual de la Historia hegemónica avalada por la Academia (todo con mayúsculas). No es el primer libro que leo de este grupo, ya me quedé enamorada de su trabajo con otro libro: En busca de los Hijos de la noche. Notas sobre los Recuerdos de la guerra de España de Antoine Gimenez que apoya perfectamente este libro titulado: Del amor, la guerra y la revolución. Recuerdos de la guerra de España.
No es habitual la autoría colectiva y tampoco lo es su manera de entender
la historia. A Los Gimenólogos no les interesa la historia como «pasado»
desligado del presente. No creo que les mueva la curiosidad o la nostalgia por
recuperar ese pasado, sino que les guía la preocupación por el presente. Comparto
con este grupo que el pasado afecta al presente y, por ello, comparto que la
historia tiene una dimensión política que Los Gimenologos no ocultan y yo
tampoco, cosa que hacen por sistema los historiadores e historiadoras de la
Academia que nos tildan de hacer «historia militante» como si ellos y ellas
hicieran otra cosa.
La gimenología, dice el grupo, es la ciencia que estudia las andanzas de
los ilustres y utópicos desconocidos y desconocidas. Buscan algo que a mí me
atrae mucho: capturar la autonomía de
cada iniciativa, la singularidad de cada acontecimiento y de cada persona que
investigan, descienden en lo ordinario, en lo común, en lo invisibilizado por
la Historia dominante y se niegan a universalizarlo como hace esa mayúscula
Historia. Podría parecer que tejen mosaicos precarios, pero eso no lo veo como
debilidad sino como potencia en tanto que se resisten a la totalización y a la
clausura de sentido.
El mosaico de historias se compone
de cuatro personajes: Florentino Galván Trías, Emilio Marco Pérez, Juan
Peñalver Fernández e Isidro Benet Palou. No son personajes de primera fila del
mundo libertario y eso lo hace doblemente interesante. Quizás haya que empezar
por singularizar a aquellas personas que sobresalieron y, a veces, se
convirtieron, con razón o sin ella, en referentes, en líderes de un movimiento
que proclama que no los tiene. En todo caso, las personas comunes son individualidades
que personalizan el potencial de la inteligencia colectiva
que mostró su capacidad de organización a partir del 19 de julio de 1936. Simples
trabajadores, hombres y mujeres comunes, demostraron su capacidad para hacer
funcionar fábricas, tierras, transporte, comercios, administraciones, escuelas,
hospitales, guarderías y milicias.
Los relatos en torno a estos cuatro hombres implicados en las milicias del
frente aragonés nos permiten aproximarnos a la revolución que se produjo en la
retaguardia cercana al frente y su influencia en los habitantes del agro
aragonés.
En estas historias se puede seguir cómo se formaba la militancia desde su
niñez, que duraba poco, y así se entiende que cuando se produce el golpe de
Estado, pese a su profundo antimilitarismo, no duden en marchar en alpargatas
al frente de batalla para defender una revolución social con la que varias
generaciones habían soñado.
Cuando se produjo en España el golpe de Estado se
rompió de forma intempestiva el tiempo «normal» de la existencia, el tiempo de
la dominación. Este imponía sus ritmos, fijaba el ritmo del trabajo, el de los
cuidados, el de la reproducción, el de los comicios, el orden de la adquisición
de conocimientos y diplomas, etc. La distorsión del tiempo homogéneo que se
produjo con el alzamiento militar fue una interrupción, un momento donde la gente común en la calle opuso su propio
orden del día a la agenda de los aparatos gubernamentales. Este «momento» no
solo fue un punto efímero de interrupción del flujo temporal, un
punto que se desvanece en el curso del tiempo, sino que fue un «momentum», señala Rancière, un desplazamiento de
los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo, «una
reconfiguración del universo de los posibles»[1], es decir, mutaciones efectivas
del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable[2].
El golpe de Estado se detiene en la calle y lo hace
la gente común, simples trabajadores y trabajadoras impulsados especialmente,
aunque no únicamente, por la CNT y el anarquismo. La sublevación militar debilitó gravemente el Estado republicano;
como mínimo provocó el colapso de sus mecanismos de coerción por la división
que el golpe provocó en el ejército y en las fuerzas de seguridad y, además, no
pudo impedir que el protagonismo popular diese paso
a un proceso revolucionario allí donde la CNT tenía una presencia mayoritaria.
El «momento anarquista»[3]
se
produjo, por tanto, por la aparente desaparición de las instituciones estatales
y el debilitamiento de la influencia de los partidos institucionales.
Este «momento
anarquista» es indudable que produjo efectos diversos, poliédricos. Más allá de
las transformaciones que se iniciaron enseguida vinculadas con la economía, la
política y lo militar, hubo otros efectos que pasaron
por la actividad del cuerpo y los afectos, por el cuidado de los vínculos, en
definitiva, por la sostenibilidad de la vida, muy valiosa en tiempos de guerra.
Esta otra eficacia, ha sido muy poco pensada y valorada[4]
y en realidad forma parte, aunque invisibilizada, del conjunto del sistema socioeconómico. La revolución tiene un
componente de experiencia corporal y así se aprecia en este libro: la fortaleza
de seres humanos que, de improviso, se fusionaron y actuaron como un solo
cuerpo[5].
Dice Amador Fernández-Savater[6]
que los anarquistas en el verano de 1936 allí por donde pasaban, allá donde podían,
«revolucionaron la vida»: los modos de hacer y pensar, la relación con el
trabajo y el dinero, el reparto de la tierra y las formas de decisión en común,
el papel de las mujeres, los hábitos y las costumbres. Son momentos
al margen, espontáneos, muchas veces desordenados, llenos de vida que
superaban la ideología doctrinaria arraigándose en la existencia, momentos en
los que primaba la horizontalidad,
la toma de decisiones en igualdad, el deseo y el entusiasmo. El desafío fue
hacer de todo ello una fuerza, sin importar la condición social, el género, la
religión o la raza.
No fue ninguna
novedad que el anarquismo atrajera o fuera atractivo para la parte de la
sociedad considerada por las gentes de orden como la más vil y despreciable.
Recordemos, con Los Gimenólogos en En busca de los hijos de la Noche, la
carta que Mijail Bakunin dirigió a Serguei Netchaev el 2 de junio de 1870[7],
en ella habla del «(…) pueblo cosaco o el mundo de los bandidos y de los
salteadores de caminos» como gentes del pueblo que actúan «contra la opresión
del estado y contra el yugo patriarcal y comunitario». Bakunin estaba
convencido que para despertar en el pueblo ruso la solidaridad y el sentimiento
de su poder, para conseguir una sublevación general, uno de los principales
medios «debe ser aportado por el pueblo de los cosacos libres, por la multitud
de nuestros vagabundos, los peregrinos, los ladrones y los bandidos (…) [gente]
que protesta desde tiempos inmemoriales contra el Estado y el estatismo (…)».
No son excepcionales las gentes anarcosindicalistas y anarquistas que tienen su
origen en la pequeña delincuencia o en una rebeldía difusa sin vocación estatal
que acabaron siendo personas muy activas e incluso tuvieron cargos de
relevancia al frente de las organizaciones. El «momento anarquista» del verano de 1936 ejerció una gran influencia,
como vemos en este libro, sobre muchas de esas personas rebeldes, situadas
algunas al margen de la sociedad, algo que fue utilizado por sus enemigos para
desprestigiar al Movimiento Libertario.
Quizás por ese
componente tan heterogéneo del ámbito libertario y anarquista, su práctica fue
también un conglomerado de dudas, libertad, afinidad, discusión, igualdad,
cordialidad, amistad, muy difícil de manejar y disciplinar. Pero por eso mismo, pese a lo que significaba una
guerra en cuanto a dolor y muerte, numerosos testimonios afirmaron que la
revolución fue alegre y que fueron felices durante la guerra. Como señala Enzo
Traverso muchos actores de las revoluciones «(…) las describen como
momentos maravillosos de ingravidez, cuando los seres humanos se ven habitados
de improviso por la sensación de superar la ley de la gravedad y, desechando
todas las formas heredadas de sometimiento y obediencia, se convierten en amos
de su destino»[8].
Leyendo este mosaico de historias sabemos que la revolución va mucho más
allá del hecho de que el pueblo estuviera armado o de las colectivizaciones. La
revolución, si lo es, transforma la
existencia, pone en marcha una mutación cultural profunda que inventa,
experimenta y explora las capacidades individuales y colectivas de quienes se
emancipan. En ese proceso, la retaguardia y las mujeres tuvieron un papel
fundamental y lo echo en falta en este libro donde ellas aparecen como
personajes secundarios.
En este libro no se ocultan las dificultades, las contradicciones, las
situaciones no previstas, las reacciones diversas (autoritarias y solidarias)
que una empresa como la de transformar la sociedad conllevan. De hecho, en la
segunda parte del libro se introducen dos «Crónicas» y en la segunda se encara el tema de la violencia
revolucionaria descendiendo a casos concretos que se dieron en Barcelona y en
el campo aragonés. Especial interés tiene el apartado dedicado a la historia
basura antilibertaria durante la Guerra Civil (prolongada en la
actualidad) puesto que no ha cesado la descripción de la revolución como la
irrupción de fuerzas sociales oscuras, rayando en la delincuencia, violentas e
incultas.
Si
se logra invisibilizar toda la obra constructiva, innovadora y transformadora
del Movimiento Libertario, solo queda que muera el recuerdo de aquello que
puede producir efectos sobre el presente. Descargar, desde el poder político, mediático y
académico, toda la basura
antilibertaria contra unas experiencias
emancipadoras que es mejor enterrar tiene como objetivo que desde el presente,
no se puedan percibir posibles futuros emancipadores y nos conformemos con sus pobres
proyectos «progresistas», triste vaselina de un neoliberalismo que no pueden
ocultar. Si nos prohíben el futuro, el pasado solo se repite una y otra vez
bajo la forma de la nostalgia y la retromanía.
Así
que tenemos que celebrar proyectos como el de Los Gimenólogos y otros que se obstinan en seguir trayendo
esa obra al presente. No para tratar de imitarla, sino como señala Tomás Ibáñez
para dar a conocer que aquellas gentes tuvieron la osadía de atreverse a luchar
y que se sepa por qué y cómo lo hicieron, y desde ahí innovar, inventar,
levantar en el presente algo tan original como lo que se consiguió levantar en
el pasado.
[1] Jacques Rancière (2011): Momentos políticos,
Madrid, Clave Intelectual, p. 141.
[2] Jacques Rancière (2010): La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero. Tinta
Limón, Buenos Aires, p. 9
[3] J.
Rancière en Momentos políticos, p, 141.
[4] Amador
Fernández-Savater (2021): La fuerza de los débiles. El 15 M en el laberinto
español. Un ensayo sobre la eficacia política.
[5]
Enzo Traverso (2022): Revolución. Una historia intelectual. España,
Akal, p. 97.
[6] A. Fernández-Savater:
La fuerza de los débiles, p. 115.
[7] Los
Gimenólogos (2009): En busca de los Hijos de la Noche. Notas sobre los Recuerdos
de la guerra de España de Antoine Gimenez. Pepitas de calabaza, Logroño,
pp. 590-591.
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