La identidad personal es única e irreemplazable para cada persona
puesto que se va construyendo y transformando a lo largo de nuestra existencia.
En ese camino de construcción de nuestra identidad personal influyen las
circunstancias de nuestra vida y la relación con los demás. Como identidad
compleja no hay dos iguales y eso no tendría interés alguno para definir a un
colectivo puesto que habría puntos en común pero también múltiples diferencias.
Dada la imposibilidad de generar una identidad común en miles (o millones) de
personas, siempre habrá quien nos quiera convencer de que hay una identidad
primordial (superior a las demás), simplificando la complejidad de nuestra
identidad personal, para construir movimientos colectivos movidos
exclusivamente por esa única identidad (religiosa, nacional, étnica,
lingüística, de clase, de género, etc.).
FRANCINE VAN HOVE
Partiendo de esta constatación, desconfío de palabras que bajo una apariencia
sencilla son tramposas, identidad lo
es puesto que su significado es ambiguo. He observado con aprensión, en diversos momentos de
mi vida, cómo las personas que comparten una identidad primordial se sienten
solidarias, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí. Con el tiempo,
las lealtades primordiales, fieramente incondicionales –a un país, a un dios, a
una idea, a un género-, han llegado a aterrorizarme.
El terror nace de que esas identidades primordiales
construyen un «nosotros/nosotras» que recuerdan con precisión agravios, incluso
históricos, y un «los otros/las otras» que se perciben como extrañas y
peligrosas. La identidad primordial provoca el crecimiento peligroso de una
concepción tribal de la identidad que puede suponer un rechazo y una
reprobación de aquellas a las que esta excluya.
La identidad primordial alimenta una verdad única que destruye a las
personas concretas (figuradamente a través de amenazas o físicamente cuando el
odio lleva a la guerra) para superar el pluralismo de sus valores, ideas y
fines. En Europa, y en nuestro país, estamos asistiendo al crecimiento de diversos
movimientos que alimentan esa verdad única de una identidad primordial.
Puedo entender que alguien ame a su país, su paisaje, su folclore, su
cocina, pero no comparto esos sentimientos, no me siento vinculada
emocionalmente a esos particularismos
que, si rascamos un poco, son muy similares más allá de las fronteras del amado
país. La identidad nacional se expande por Europa, crece en España y, se
entroniza en Cataluña. Todo me es ajeno porque descarto la empatía hacia una
identidad nacional que suponga un rechazo, una reprobación de aquellas personas
a las que esta excluya. El nacionalismo es una de las ideologías interesada en
uniformizar y desterrar las identidades plurales que son líneas que fracturan
la verdad monolítica de la “unión sagrada” de la nación, llamando al sacrificio
de la pluralidad en aras de un ideal abstracto (nación).
Los «lazos amarillos», pancartas, banderas nacionales y otros símbolos
pretenden construir una escena,
que implica una imagen como demostración de poder, que transmite el sentido de
unidad y de disciplina bajo una autoridad única y decidida. Todo se realiza con
la sublime seriedad típica de la mayoría de los ritos estatales (Generalitat y
TV3 por medio, impulsoras de estos ritos). Ocasionales rebeldías dentro del grupo
patriótico son castigadas con la exclusión, traición es la palabra, el resto de
las personas que no portamos lazos ni participamos en sus ritos disciplinados y
únicos, no existimos, no formamos parte de Cataluña, somos bestias, sin duda
alguna inferiores a los patriotas, la verdadera esencia de la nación. Es muy
importante que los grupos de poder amarillos no den pistas a los subordinados de debilidades o
divisiones. El poder quiere dar la imagen de un frente unido para asombrar e
intimidar a los subordinados.
Pero no es el único movimiento que crece en base a
alimentar una identidad primordial, en este caso quiero hacer alusión a un
peligro que oteo en el horizonte y que me duele en especial. El feminismo ha
crecido súbitamente al menos en momentos puntuales, y yo que me considero
feminista miro con preocupación argumentos y actitudes totalitarias (una prueba
es el debate, por llamarlo de alguna manera, sobre la prostitución voluntaria) que
dan miedo y que indican que puede instalarse esa identidad primordial en el
feminismo, que se están construyendo mitos asentados en la supuesta
superioridad moral de las mujeres, agravios históricos que acaban en censura,
por ejemplo de la ficción (novelas, cuentos, películas, teatro, etc.).
Estemos alertas y huyamos del victimismo, de lo
emocional, de los mitos, de las creencias irreductibles, de convocar fantasmas de los que luego resulta difícil desprenderse. La
lógica de la identidad primordial es muy peligrosa llevada a sus últimas
consecuencias.
El pluralismo de identidades me parece un ideal más verdadero porque
reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, son en parte
inconmensurables y están permanentemente en conflicto. La fina capa de la
civilización reposa sobre lo que bien puede ser una fe ilusoria en nuestra
humanidad compartida y común.
Goethe replicó a un joven contertulio inflamado de pasión patriótica:
«Yo sé que usted tiene las mejores intenciones, pero intenciones
buenas y puras no bastan; uno debe calcular también las consecuencias de sus
esfuerzos. Yo tengo horror de los suyos, porque son la preforma noble, y
todavía inocente, de algo terrible que se manifestará un día entre los alemanes
como una de las locuras más crasas, y ante la que usted se revolvería en su
tumba si un día llegara hasta allí»[1].
Prefiero instalarme en los márgenes, el lugar en el que las
identidades se topan incómodamente entre sí, y donde el cosmopolitismo no es
tanto una identidad sino la condición normal de la vida. El cambio, si es
posible, solo podrá nacer del reconocimiento de las identidades múltiples, de
su convivencia, del respeto que merecen y de la aceptación procurando, desde lo
próximo, cambiar las relaciones de dominación que nos aplastan.
[1] José Luis
Gómez Toré (2015): El roble de Goethe en
Buchenwald. Libros de la resistencia, Madrid, p. 28.
El concepto "identidad", muy estudiado por los antropólogos y sociólogos, no es diferente a aquellos otros otros, como color de piel, (el concepto raza no existe en la antropología), religión, nacionalidad,sexualidad, genero, etc, etc, solo es una taxonomía para estudiar mejor a los seres humanos y los grupos que los constituyen, ahora bien, no vamos a negar que formar grupos de personas diferenciadas facilita a otras hacer lo que se hace, por ejemplo: matanzas (tutsi y hutus y muchas más), xenofobia, homofobia, guerras, nacionalismos excluyentes, etc, etc, en principio las palabras por si solas no matan a nadie, pero si que es verdad que las carga el diablo.
ResponderEliminarEn lo personal, puedo decir que mi identidad es andaluza y granadina me siento bien siéndolo, pero me niego a decir y a reconocer que por ello puedo ser superior a nadie, reconocer eso es una aberración pese a que los andaluces hemos sido vilipendiados, menospreciados y atacados a lo largo de mucho tiempo.
Un abrazo.
El problema viene cuando una identidad se prioriza sobre las múltiples identidades de que estamos constituidos/as. O así lo veo yo.
EliminarUn abrazo.