Un
libro tiene casi tantas lecturas como personas que lo leen. Es inevitable que mi
lectura se sitúe en el ámbito de la historia y de la memoria, de ahí el título.
Hace tiempo que pienso que la historia es más discontinua y contradictoria que
lineal, continua y coherente como suele plantear la Historia con mayúscula. La
labor de la historia (de la genealogía) es recoger las historias discontinuas,
sorprendentes e inesperadas y llevar a cabo un registro retrospectivo de los
conflictos, de los accidentes, de los desórdenes, pero también de los afectos y
de los saberes que no encajan en esa Historia ordenada a la que estamos
acostumbradas.
Estas
historias poco visibles, descartadas y olvidadas pueden converger y pueden
hacernos conservar, como dice Carlota Fuentevilla, la memoria viva y la
complejidad de la memoria colectiva, con sus zonas oscuras y los puntos ciegos,
que también funcionan como marcos y coordenadas donde establecer aquello que
sucedió. Estas historias son una especie de transmisión subterránea y lateral,
una especie de contrabando cultural y bastardo, como dice Paul B. Preciado, de
lo descartado por no tener cabida en la Historia convencional e institucional.
En
A través del temblor. Cuerpo, visiones y política[1],
la autora cuenta las historias de Conchita González y Leonora Carrington que no
pertenecen a los grandes relatos de la Historia. Conchita y Leonora son
personas comunes, individualidades que personalizan el potencial de la
inteligencia colectiva y que muestran sus capacidades. Las conexiones que
realiza la autora pretenden buscar una «gran constelación» que puede revelar «otra
historia» que permanece oculta. Para descubrirla es necesario realizar una
especie de trabajo geológico en el que el peso de la historia funciona a través
de una acumulación espacial de «capas» heterogéneas, no a través de la
linealidad homogénea.
Carlota
Fuentevilla parte de las apariciones y visiones para indagar en qué dicen de la
sociedad de la que forman parte, así como de la religiosidad en la que
están inmersas.
Pero
la autora pretende ir más lejos y establecer esa «gran constelación» de la que
habla y que abarca las relaciones de poder, lugar desde el que se han
perpetrado de forma asidua distintos tipos de violencias para seguir
perpetuándose. La autora rastrea cómo, dentro de esa trama, se han creado
organizaciones, fuera y dentro de la Iglesia para regular, controlar, dialogar,
canalizar o directamente para acabar con las heterodoxias.
Las
relaciones sociales son relaciones de poder y este, en la línea de Foucault, se
legitima a través del discurso y el saber: el conocimiento que deriva de ese
discurso cristaliza a través de las instituciones y de ciertos aparatos de
dominación que lo transforman en verdad acerca de la realidad y el
propio individuo. La enfermedad mental ha ocupado siempre un lugar relevante en
esas relaciones de poder
En
la España franquista, la psiquiatría nacional estableció la «prevención»
que se centró en el orden público y en la eliminación de la enfermedad mental
instrumentalizando las premisas de la higiene mental. Se trataba de establecer,
como señala la autora, la normalidad dentro del nuevo orden y el estrecho
camino del que nadie debía salirse (y que vino marcado por la Iglesia y el
poder autoritario).
Partiendo
de estas bases, Carlota Fuentevilla nos presenta las historias de Leonora
Carrington y Conchita González, se detiene en sus biografías y en cómo se
patologizó la desobediencia y el desafío femenino. Algo que no era una novedad,
ya que excavando en las «capas geológicas» del pasado se pueden encontrar
ejemplos de abuso hacia las mujeres visionarias, médiums, creadoras o que
tienen relación con prácticas consideradas sobrenaturales o con comportamientos
susceptibles de asimilarse al campo de la locura. Y la autora logra mostrar la
relación entre género, pobreza y locura que resulta evidente en los
psiquiátricos.
Las
vidas de Conchita y Leanora nunca se cruzaron personalmente, existía la
conexión a través del doctor Morales Noriega (psiquiatra que tuvo una estrecha
relación con el nacionalcatolicismo), y a través de la escritura de sus diarios
en los que narraron sus propias experiencias. Experiencias que no encajan de
ninguna manera con lo hegemónico y, por tanto, se relegan a una escritura a
escondidas y a solas, un género literario menor.
Ambas
tienen influencias de la tradición oral. Las clases populares, especialmente
las mujeres, han pertenecido al mundo de la oralidad en el que no existe el
pensamiento abstracto. El nivel de representación del mundo no está separado de
la existencia, es decir, de la vivencia personal del mundo. En la tradición
oral hay una voluntad profundamente política de situarse. Las historias eran suyas,
pero a la vez hablaban de todo un pueblo y de las transformaciones que se
producían.
Mientras
Leanora es considerada como una mujer loca por su afán por escribir y salir del
mundo exclusivamente oral, Conchita se mantiene dentro de la religiosidad
popular que forma parte de la oralidad y que tiene un valor dentro de la vida
comunitaria.
Desde
lo psicológico la autora plantea que en los dos casos hay una imagen y
contraimagen de la mujer. Conchita González era una niña creyente de un
pueblo de montaña dedicada a las labores del campo que encarnaría la inocencia.
En el reverso estaría Leonora, mujer con formación artística y creadora alejada
de las prácticas católicas a quien se le atribuiría el arquetipo de una Lilith
maliciosa, oscura y culpable por su comportamiento provocativo. Lilith
representa la parte oscura y rebelde, el peligro, las mujeres esencializadas en
una naturaleza traicionera y tentación descontrolada que se ha de reprimir.
En
esta «gran constelación» que la autora construye en su libro, tiene una gran
importancia el cuerpo. Contrapone el cuerpo del trabajo y de la reproducción
que tiene dolor, que sufre, frente al cuerpo del éxtasis, liberado del
dolor y de todos sus pecados. Carlota Fuentevilla se posiciona con claridad
cuando afirma que negar desde el secularismo las formas de adaptación y
emancipación de las mujeres dentro de la religiosidad popular es hacer la vista
gorda, corriendo el riesgo de caer en restar agencia a muchas trabajadoras como
nuestras antepasadas. Por medio está el proyecto burgués del nuevo hombre de
la modernidad que se conforma en el rechazo y miedo al cuerpo no solo
individual, sino también social. Un planteamiento que no deja de ser polémico,
más si tenemos en cuenta la larga tradición anarquista y libertaria que
potenció un proceso de secularización con la intención de acabar con la
institución religiosa, pero también con la religiosidad popular femenina, desde
el anticlericalismo.
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