miércoles, 3 de abril de 2024

Otra historia, otra memoria A través del temblor. Cuerpo, visiones y política de Carlota Fuentevilla

 




Un libro tiene casi tantas lecturas como personas que lo leen. Es inevitable que mi lectura se sitúe en el ámbito de la historia y de la memoria, de ahí el título. Hace tiempo que pienso que la historia es más discontinua y contradictoria que lineal, continua y coherente como suele plantear la Historia con mayúscula. La labor de la historia (de la genealogía) es recoger las historias discontinuas, sorprendentes e inesperadas y llevar a cabo un registro retrospectivo de los conflictos, de los accidentes, de los desórdenes, pero también de los afectos y de los saberes que no encajan en esa Historia ordenada a la que estamos acostumbradas.

Estas historias poco visibles, descartadas y olvidadas pueden converger y pueden hacernos conservar, como dice Carlota Fuentevilla, la memoria viva y la complejidad de la memoria colectiva, con sus zonas oscuras y los puntos ciegos, que también funcionan como marcos y coordenadas donde establecer aquello que sucedió. Estas historias son una especie de transmisión subterránea y lateral, una especie de contrabando cultural y bastardo, como dice Paul B. Preciado, de lo descartado por no tener cabida en la Historia convencional e institucional.

En A través del temblor. Cuerpo, visiones y política[1], la autora cuenta las historias de Conchita González y Leonora Carrington que no pertenecen a los grandes relatos de la Historia. Conchita y Leonora son personas comunes, individualidades que personalizan el potencial de la inteligencia colectiva y que muestran sus capacidades. Las conexiones que realiza la autora pretenden buscar una «gran constelación» que puede revelar «otra historia» que permanece oculta. Para descubrirla es necesario realizar una especie de trabajo geológico en el que el peso de la historia funciona a través de una acumulación espacial de «capas» heterogéneas, no a través de la linealidad homogénea.

Carlota Fuentevilla parte de las apariciones y visiones para indagar en qué dicen de la sociedad de la que forman parte, así como de la religiosidad en la que están inmersas.

Pero la autora pretende ir más lejos y establecer esa «gran constelación» de la que habla y que abarca las relaciones de poder, lugar desde el que se han perpetrado de forma asidua distintos tipos de violencias para seguir perpetuándose. La autora rastrea cómo, dentro de esa trama, se han creado organizaciones, fuera y dentro de la Iglesia para regular, controlar, dialogar, canalizar o directamente para acabar con las heterodoxias.

Las relaciones sociales son relaciones de poder y este, en la línea de Foucault, se legitima a través del discurso y el saber: el conocimiento que deriva de ese discurso cristaliza a través de las instituciones y de ciertos aparatos de dominación que lo transforman en verdad acerca de la realidad y el propio individuo. La enfermedad mental ha ocupado siempre un lugar relevante en esas relaciones de poder

En la España franquista, la psiquiatría nacional estableció la «prevención» que se centró en el orden público y en la eliminación de la enfermedad mental instrumentalizando las premisas de la higiene mental. Se trataba de establecer, como señala la autora, la normalidad dentro del nuevo orden y el estrecho camino del que nadie debía salirse (y que vino marcado por la Iglesia y el poder autoritario).

Partiendo de estas bases, Carlota Fuentevilla nos presenta las historias de Leonora Carrington y Conchita González, se detiene en sus biografías y en cómo se patologizó la desobediencia y el desafío femenino. Algo que no era una novedad, ya que excavando en las «capas geológicas» del pasado se pueden encontrar ejemplos de abuso hacia las mujeres visionarias, médiums, creadoras o que tienen relación con prácticas consideradas sobrenaturales o con comportamientos susceptibles de asimilarse al campo de la locura. Y la autora logra mostrar la relación entre género, pobreza y locura que resulta evidente en los psiquiátricos.

Las vidas de Conchita y Leanora nunca se cruzaron personalmente, existía la conexión a través del doctor Morales Noriega (psiquiatra que tuvo una estrecha relación con el nacionalcatolicismo), y a través de la escritura de sus diarios en los que narraron sus propias experiencias. Experiencias que no encajan de ninguna manera con lo hegemónico y, por tanto, se relegan a una escritura a escondidas y a solas, un género literario menor.

Ambas tienen influencias de la tradición oral. Las clases populares, especialmente las mujeres, han pertenecido al mundo de la oralidad en el que no existe el pensamiento abstracto. El nivel de representación del mundo no está separado de la existencia, es decir, de la vivencia personal del mundo. En la tradición oral hay una voluntad profundamente política de situarse. Las historias eran suyas, pero a la vez hablaban de todo un pueblo y de las transformaciones que se producían.

Mientras Leanora es considerada como una mujer loca por su afán por escribir y salir del mundo exclusivamente oral, Conchita se mantiene dentro de la religiosidad popular que forma parte de la oralidad y que tiene un valor dentro de la vida comunitaria.

Desde lo psicológico la autora plantea que en los dos casos hay una imagen y contraimagen de la mujer. Conchita González era una niña creyente de un pueblo de montaña dedicada a las labores del campo que encarnaría la inocencia. En el reverso estaría Leonora, mujer con formación artística y creadora alejada de las prácticas católicas a quien se le atribuiría el arquetipo de una Lilith maliciosa, oscura y culpable por su comportamiento provocativo. Lilith representa la parte oscura y rebelde, el peligro, las mujeres esencializadas en una naturaleza traicionera y tentación descontrolada que se ha de reprimir.

En esta «gran constelación» que la autora construye en su libro, tiene una gran importancia el cuerpo. Contrapone el cuerpo del trabajo y de la reproducción que tiene dolor, que sufre, frente al cuerpo del éxtasis, liberado del dolor y de todos sus pecados. Carlota Fuentevilla se posiciona con claridad cuando afirma que negar desde el secularismo las formas de adaptación y emancipación de las mujeres dentro de la religiosidad popular es hacer la vista gorda, corriendo el riesgo de caer en restar agencia a muchas trabajadoras como nuestras antepasadas. Por medio está el proyecto burgués del nuevo hombre de la modernidad que se conforma en el rechazo y miedo al cuerpo no solo individual, sino también social. Un planteamiento que no deja de ser polémico, más si tenemos en cuenta la larga tradición anarquista y libertaria que potenció un proceso de secularización con la intención de acabar con la institución religiosa, pero también con la religiosidad popular femenina, desde el anticlericalismo.

 

Laura Vicente



[1] El libro fue publicado en 2023 por la editorial Levanta Fuego.

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