Es indudable que el neoliberalismo es un término que
ha ido
cambiando de significado con el paso del tiempo y en la actualidad se considera
que es un modelo económico que tiene como principal objetivo disminuir el papel
del Estado y desregularizar los mercados; se asocia a la derecha y el
conservadurismo. No obstante, este sistema económico también hace referencia a la
situación del trabajo en el posfordismo, la disciplina versus el control y su
gran capacidad para incorporar fácilmente a los movimientos contrarios al
capitalismo. Y es que el neoliberalismo no solo logra captar a quienes
beneficia directamente, una minoría, sino a grandes masas de población a través
de la hedonía: la felicidad
creada por el placer, la
felicidad momentánea producida por explosiones hormonales de recompensa en las
que el consumo tiene un papel primordial.
La gran pregunta que
nos hacemos quienes formamos parte del espacio libertario y anarquista es:
¿somos capaces de oponer un modelo alternativo al neoliberalismo o solo
luchamos como la socialdemocracia por mitigar sus excesos soñando con volver a
la sociedad del bienestar? ¿Olvidamos que esa sociedad del bienestar solo la ha
disfrutado una parte pequeña de la población mundial? ¿Somos conscientes de que
esas reclamaciones, quizás nos convierten en cómplices de las redes planetarias
de la opresión? Algunas de estas preguntas las sugiere Mark
Fisher en un pequeño pero sugerente libro[1].
Plantearnos si somos capaces de oponer un modelo
alternativo al capitalismo neoliberal no es baladí, pero no resulta fácil en la
situación por la que atraviesa el ámbito libertario recorrido por divisiones,
disputas, sospechas e incertidumbres. Tampoco es muy optimista la situación
política, económica y social por la que atravesamos a nivel planetario.
No confiamos en las utopías del pasado reciente por
ser propuestas, que ilusionaron a millones de personas, pero que hoy vemos que
eran caminos cerrados de antemano por su noción del «deber ser» que era
inevitablemente autoritaria. Las utopías del siglo XIX y parte del XX eran
proyectos secuestrados por un modelo ideal de sociedad (de ahí que podamos
llamarlos «modelizados») con un futuro preconcebido e imperativo que marcó las
revoluciones que se llevaron a cabo que, o bien fracasaron, o bien se perdieron
en distopias totalitarias. Que se enfrentaran al imperialismo norteamericano o
europeo no las convirtió en un modelo alternativo al capitalismo y su derrumbe,
o subsistencia dentro del propio capitalismo, así lo demuestra.
Si queremos construir un modelo alternativo debemos
huir de dichas utopías ideologizantes, de los caminos cerrados, del «deber ser»
autoritario y buscar, como dice Rita Segato[2], inspirándose en Aníbal
Quijano, caminos abiertos, regidos por algunas ideas y aspiraciones, pero no
cerrados. Quijano plantea sustituir utopía por horizonte, cuya idea es la de la
vida y la historia en movimiento, sin el condicionante de un futuro modelizado.
En definitiva, un movimiento sin captura por el fin, frente al «deber ser» del
futuro.
¿Y cómo pensar
y construir, si la historia nos diera la oportunidad de vivir un periodo de
agitación, esos horizontes abiertos? Poco puedo ofreceros, excepto algunas intuiciones
que, además, pueden estar equivocadas.
Parece claro que la clase trabajadora no ha
desaparecido, pero sí que el colapso del fordismo ha hecho que se desplomen los
espacios y las prácticas que organizaban la vieja manera de hacer política y de
plantear la protesta social. Este desplome deja muchos cambios por el camino:
antiguos barrios obreros y populares gentrificados, devorados por el mercado,
que han dejado de ser comunidades de solidaridad vecinal, el abandono de la
calle como espacio de protesta obrera (hoy, la derecha y extrema derecha toma
posiciones en las calles) y de sociabilidad popular, la ineficacia del
sindicalismo que se ha convertido en institución del Estado o que deambula por
los juzgados para conseguir algunas victorias que no se logran luchando, la
clase obrera ya no es el sujeto transformador en el que se confió durante tanto
tiempo.
Esa clase trabajadora se ha transformado, hoy los
trabajadores y trabajadoras deben adquirir nuevas habilidades en su deambular
de puesto en puesto, de empresa en empresa. La organización del trabajo se
descentraliza, las redes horizontales sustituyen la jerarquía piramidal y la
ventaja reside en la flexibilidad[3]. Se produce una
uberización del trabajo, proceso en que el trabajador o trabajadora se ve
despojado de derechos, garantías y protecciones asociados al trabajo y acarrea
con los riesgos y costos de su actividad. Un proceso en el cual las relaciones
sociales de trabajo asumen la apariencia de «prestación de servicios»
invisibilizando la relación de asalariamiento y de explotación del trabajo. El
trabajador uberizado está disponible para el trabajo, pero sólo es utilizado de
acuerdo con la demanda, consolidándose la condición de trabajador just-in-time
(justo a tiempo) en un contexto de tercerización, informalidad y flexibilidad
laboral[4].
La reorganización de los medios de producción y
distribución ha supuesto también la cibernetización creciente del espacio de
trabajo. La gente trabaja comunicándose, la vida y el trabajo se vuelven
inseparables, el capital persigue al sujeto hasta cuando duerme. El tiempo deja
de ser lineal y se vuelve caótico, se rompe. No obstante, la historia del
capitalismo puede desandarse como un largo y violento proceso de dominación del
tiempo mediante el sometimiento de los seres humanos a las restricciones de un
sistema de producción que tiene su propia temporalidad. El surgimiento de la
modernidad supuso la racionalización del tiempo: la difusión de los relojes, la
sincronización gradual de la vida social entre las ciudades y el campo y entre
naciones y continentes, y el desarrollo de la división del trabajo como una
totalidad de actividades temporalmente conectadas. Esto conllevaba el
surgimiento de un tiempo productivo cada vez más desconectado de la naturaleza:
un tiempo mecánico que triunfó con la Revolución Industrial (relojes en las
fachadas de edificios públicos, introducción de cronómetros en las fábricas,
relojes de bolsillo). Este cambio histórico coincidió con un amplio proceso de
disciplinamiento que afectó todas las dimensiones de la vida social. La gente
aprendió la disciplina de los cuerpos y las absorbentes reglas del tiempo
capitalista[5]
que en el siglo XXI se extiende y se agudiza hasta extremos impensables hace
cien años.
Todo
este proceso de cambio parece imparable, pero un horizonte (proyecto)
transformador debe reflexionar sobre las tácticas contra el capital que puedan
funcionar en el posfordismo, e incluso el lenguaje nuevo que deberíamos
construir para lidiar con tales condiciones. Repensar cómo subordinar el Estado
a la voluntad general (¿aun concebimos su destrucción?), revivir y modernizar
la idea de que el espacio público no se reduce a un agregado de individuos con
intereses particulares, crear comunidad y solidaridad en los barrios. ¿Quiénes
conformarían los nuevos sujetos? ¿Una confluencia de movimientos es posible?
¿Qué nuevas organizaciones pueden canalizar esas confluencias? ¿Qué nuevas
formas de acción directa podemos levantar?
El desafío que tenemos a la vista es imaginar un horizonte
abierto, en movimiento, creativo, rápido y ágil en sus formas. Ahí es nada.
[1] Mark Fisher (2016-2018): Realismo
capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires, Caja Negra.
[2]
Rita Segato (2023): Escenas de un pensamiento incómodo: Género,
Violencia y Cultura en una óptica Decolonial. Buenos Aires, Prometeo, p.
206.
[3] Mark
Fisher: Realismo capitalista, p. 63.
[4]
Nicolas Marreno: «Uberización del trabajo», Cuadernos abiertos de crítica y coproducción,
nª4, Instituto Gino Germani-Clacso, Asociación Argentina de Sociología, Agosto
2021.
https://udelar.edu.uy/portal/wp-content/uploads/sites/48/2021/08/Uberizacion-N.-Marrero.pdf
[5]
Enzo Traverso (2022): Revolución. Una historia intelectual. España,
Akal, pp. 418-419.
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