Bastien Lecouffe-Deharme
No es mi intención intervenir en la polémica que está
copando espacios en los medios de comunicación estos días de noviembre: me
refiero a la reducción de penas para algunos agresores sexuales como consecuencia
de la entrada en vigor el mes pasado de la conocida como «Ley del solo sí es
sí». La Ley impulsada por Irene Montero desde el Ministerio de Igualdad ha
propiciado estos días silencios y comentarios diversos dentro y fuera del
Gobierno de coalición y declaraciones de la titular de Igualdad en el sentido
de que había jueces que «estaban
incumpliendo la ley por machismo».
Sorprende que Montero diga algo tan obvio como que los
jueces y las juezas desprenden machismo (sí, las juezas también). El problema
no es solo la judicatura sino el conjunto del Estado, en el que ella como
ministra y su partido están integrados, y que está impregnado de generismo.
Para entender lo ocurrido con esta ley, y otras muchas, hay que poner en el
centro del debate la norma heterosexual como régimen político y económico que
da pie a la división sexual del trabajo y a su vez origina las desigualdades
estructurales entre los géneros que están atravesados por especificidades de
raza/etnia, clase, disidencia sexual, etc.
Por tanto, hablamos de masculinismo[1] o generismo del Estado
porque éste tiene unas características que dan significado, sancionan,
sostienen y representan el poder masculino como forma de dominación. Esta
dominación se expresa en la judicatura, y en cualquier otra institución del
Estado, como el poder que tiene de establecer la descripción y la dirección del
mundo en manos de los hombres.
La demanda de protección para las mujeres realizada
por el lobby político del feminismo institucional hacia el Estado es un
contrasentido si no se cuestiona su masculinidad, por ello el Estado es un
instrumento esencialmente problemático para llevar a cabo un cambio político
feminista. Los tratos con el Estado conllevan un alto precio a cambio de la
protección política institucionalizada que implica siempre un grado de
dependencia y un compromiso de actuación dentro del marco de normas dictadas
por el protector. Cualquier agujero impensado puede ser aprovechado, además,
para poner en cuestión la ley más protectora que una ministra pueda pensar.
A lo largo de la historia, la idea de que las mujeres
necesitan la protección de y por parte de los hombres ha sido fundamental a la
hora de legitimar la exclusión de las mujeres de ciertos ámbitos de trato y su
confinamiento en otros. Así mismo, la vinculación de la «feminidad» con razas y
clases privilegiadas pueden acabar convirtiendo las normas protectoras en
marcas y vehículos de esas mismas divisiones entre las mujeres beneficiando a
las privilegiadas e intensificando la vulnerabilidad y la degradación de
aquellas que han quedado en el lado de la intemperie (mujeres pobres,
racializadas, disidentes sexuales, etc.)
El poder del Estado es, por tanto, un conjunto
inconexo y heterogéneo de relaciones de poder y un vehículo masivo de dominación
y, por ello, está problemáticamente determinado por el género. El feminismo
anarquista debe plantearse estas consideraciones y partir de una repolitización
crítica en contraofensiva al generismo y masculinismo del Estado así como al lobby
político del feminismo institucional, en el cual, mal que le pese, está Irene
Montero y Unidas Podemos.
[1]
De «masculinismo» habla Wendy Brown en su libro: Estados del
agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía y de «generismo» habla Sayak Valencia en
«Trans-feminismos, necropolítica y política postmortem en las economías
sexuales de la muerte». Ambas lecturas son clarificadoras del papel del Estado
en las luchas feministas.
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