La coincidencia en la lectura de los libros de Nico
Rost y Vasili Grossman sobre Dachau y Treblinka no quedó solo en ellos sino que
ha coincidido también con la película “El caso Fritz Bauer” del director Lars
Kraume que vi a mediados de mayo y la lectura del artículo de Steven P. Remy,
publicado en la revista de historia Ayer,
nº 101: “Las universidades alemanas y el nacionalsocialismo: la Universidad
Ruprecht-Karls de Heidelberg”.
La película alemana, estrenada en 2015, tuve la
suerte de verla en versión original y apreciar la calidad de sus actores
principales. En 1957, el Fiscal General Fritz Bauer, comprometido con la
detención de los criminales de guerra nazis ve la oportunidad de detener al SS
Adolf Eichmann, involucrado en el funcionamiento de los campos de concentración
al más alto nivel. Sin embargo Bauer se encontrará con múltiples dificultades
en la RFA teniendo que tomar una decisión en la que podía ser acusado de
traidor. Al margen de la calidad de la película, yo no pude despegar la vista
de la pantalla en los 105 minutos que dura, el tema que plantea encaja perfectamente
con el tema del castigo a los colaboradores del nazismo tras la guerra.
El interesante artículo de Remy examina cómo los
académicos de una Universidad de provincia,
como la de Heidelberg, reaccionaron ante la llegada del
nacionalsocialismo. El autor del artículo va mostrando la existencia de un
difuso antisemitismo previo y cómo se percibía la humillación nacional de 1918
que derivaba en un claro antirepublicanismo. De esta manera cuando en 1933
Hitler llega al poder, una parte importante del profesorado y alumnado asumieron
contentos el proceso de nazificación que se hizo tanto desde arriba, por decreto, como
desde dentro de la universidad, a través de un proceso de “homogeneización”
(56) que supuso la depuración de una buena parte del profesorado ya que en
1938, Alemania (incluyendo Austria) había perdido el 39 por 100 de sus
profesores universitarios. El profesorado que colaboró con el nazismo enfocó
sus estudios e investigaciones al proyecto de purificación racial de Alemania,
en su expansión bélica, en el imperialismo económico y en la ofensiva cultural
hacia la Europa ocupada.
Tras la guerra, sin embargo, los profesores de Heidelberg
construyeron una narrativa de justificación que sirvió para absolver a todos –salvo
unos cuantos- de su conexión con el nacionalsocialismo y permanecer en sus
puestos.
Por tanto cabe preguntarse si los propósitos de Rost
y Grossman de que no se olvidara lo ocurrido y los causantes de tanto
sufrimiento pagaran por sus crímenes, fueron condenados.
Sabemos que no fueron
castigados la mayoría.
Decía Hannah Arendt en Eichmann
en Jerusalén que la abrumadora
mayoría del pueblo alemán creía en Hitler y que contra esta ciclópea mayoría se
alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la
catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. Para Arendt, en Alemania se produjo
la debacle moral de toda una nación (163).
El colaboracionismo generalizado de gran parte de las autoridades y de la
población, en el resto de Europa, especialmente en su parte oriental, extiende
dicho colapso moral a casi todo el continente. Los movimientos de resistencia fueron
esa parte excepcional que reaccionó contra la barbarie.
¿Cómo juzgar, pues,
a millones de personas tras la guerra?
En lugar de un ajuste de
cuentas a todos los implicados en el nazismo, se apropiaron del discurso que
interpretaba que solo unos pocos se habían comprometido significativamente con
los nazis y que esa minoría fue juzgada en Nuremberg y, por tanto, permitía al
resto “la seguridad del silencio” que decía Dirk van Laak e instaurar una
cultura del olvido que en la década de 1950 arraigó en toda Alemania. La
desnazificación se dejó en manos de los propios alemanes, como bien se explica
en el artículo sobre la Universidad de Heidelberg, que ocultaron y excusaron la complicidad
voluntaria del profesorado con el nacionalsocialismo. Cuando la supuesta
desnazificación llegó a su fin, el Parlamento de la RFA aprobó una amplia
amnistía en 1951, gracias a la cual cientos de ex nazis volvieron a sus puestos
como funcionarios, en las universidades, etc.
Como bien señalaba Heinrich Böll en la llamada “literatura de
los escombros”, los jóvenes de posguerra vivieron una crisis de identidad
provocada por el trauma del nazismo sobre el que no se había hecho una
auténtica reflexión. No se abordó el problema fundamental de la responsabilidad
moral ante la ocupación del poder por los nazis y por tanto no fue posible un
distanciamiento del Estado criminal bajo el que habían vivido los alemanes.
Algo de esta crisis de identidad se observa en la película de Lars Kraume.
¿Y en España?
Cuando estoy redactando estas notas se ha sabido que en
Tortosa, su población, consultada en un referéndum sobre la posibilidad de
destruir el monumento al alzamiento nacional que ahora hace 50 años inauguró
Franco en mitad del río Ebro, se ha pronunciado por conservarlo. Y encuentro
que hay una línea que une esta decisión vergonzosa con esa seguridad del
silencio y la cultura del olvido que el totalitarismo franquista impuso durante
36 años y que en ese referéndum ha vuelto a triunfar 40 años después.
ResponderEliminarLos laberintos y y vericuetos de la psicología social...
Besos!!!
Y de la política, como bien estamos viendo desde hace tiempo...
EliminarBesos!!