La
palabra democracia no designa ni una forma de sociedad ni una forma de gobierno; esta afirmación tan contundente me sorprendió e
interesó cuando empecé a leer a J. Rancière. Tenemos la idea anquilosada de que
es así y hablamos de “sociedad democrática” o de “gobierno democrático” dando
lugar a dicha identificación.
Según este filósofo francés se
está fraguando en la actualidad una
operación triple: (…) primero, referir la democracia a una forma de sociedad; segundo, identificar esta forma de
sociedad con el reinado del individuo igualitario, subsumiendo en este concepto
toda clase de propiedades diversas, desde el gran consumo hasta las reivindicaciones de los derechos de
las minorías, pasando por las luchas sindicales; y, por último, acreditar a la “sociedad individualista de masas”,
identificada así con la democracia, la búsqueda del crecimiento indefinido
inherente a la lógica de la economía capitalista[1]. El “hombre democrático” trata todas las relaciones
según un solo modelo: las relaciones fundamentalmente igualitarias anudadas
entre un prestador de servicios y su cliente, por tanto, se identifica la igualdad con el igual intercambio de la prestación
mercantil, transformando de esta
manera el reino de la explotación en el reino de la igualdad (Rancière, 2006: 34-35).
Tanto hoy como ayer lo que organiza a las sociedades
es el juego de las oligarquías. Y no hay estrictamente hablando, ningún
gobierno democrático. Los gobiernos son ejercidos siempre por la minoría sobre
la mayoría. En consecuencia, el “poder del pueblo” es necesariamente
heterotópico[2]
a la sociedad desigualitaria, como lo
es al gobierno oligárquico. Este poder desvía al gobierno de sí mismo,
desviando de sí misma a la sociedad. Por lo tanto, marca también la separación
entre el ejercicio del gobierno y la representación de la sociedad (Rancière,
2006: 76).
Por tanto, vivimos en Estados de derecho
oligárquicos en los que el sistema mayoritario conforma los llamados “partidos
de gobierno” que van ejerciendo el poder de forma alterna (el famoso “bipartidismo”
consolidado en la transición democrática
española) eliminando a los partidos extremistas. De esta forma la mayoría, es
decir, la minoría más fuerte, gobierna sin oposición.
Señala Rancière algo que siempre me ha sorprendido y
es la admirable constancia cívica de un elevado número de electores/as que
persisten en movilizarse para elegir entre representantes equivalentes de una
oligarquía de Estado que ha dado tantas pruebas de su mediocridad, cuando no de
su corrupción (Rancière, 2006:109).
“¡Pero eso ha cambiado ahora con la irrupción de
Podemos, e incluso de Ciudadanos!”, podría señalarme algún lector/a. No es
ninguna novedad, la vitalidad de nuestros parlamentos ha sido alimentada varias
veces por partidos que parecía que venían a cambiarlo todo: partidos obreros
(socialistas especialmente), partidos comunistas, partidos verdes, etc., que
llegaron denunciando la mentira de la representación y acabaron integrados en
el sistema oligárquico. Es el caso de los partidos socialistas (en menor medida
pero también estaban cómodamente integrados los partidos comunistas con
denominaciones diversas o los “verdes”) que ahora intentan hacernos creer que
pueden colaborar en una unidad de las izquierdas renovadoras, transversales y
otras perlas del vocabulario de dichos partidos.
La alianza oligárquica de la riqueza y la ciencia
reclama hoy todo el poder y condena todas las formas de secesión respecto del
consenso dominante. Sin embargo, aquí y allí aparecen movimientos que
cuestionan el consenso oligárquico como el avance de los partidos de extrema
derecha, de los nacionalismos identitarios y de los integrismos religiosos que apelan
al viejo principio del nacimiento y la filiación, a una comunidad
arraigada en el suelo, la sangre y la religión de los antepasados. Lo hacen
también las luchas que rechazan la exigencia económica mundial reivindicada por
el orden consensual para cuestionar los sistemas de salud y de jubilaciones o
el derecho laboral.
Esto no quiere decir que las oligarquías no tengan
capacidad de reacción, para ello han inventado instituciones supraestatales que no son a su vez Estados, que no son
relevantes para ningún pueblo, y que despolitizan los asuntos públicos, los
llevan a lugares que son no-lugares y no dejan espacio a la invención democrática de lugares polémicos. De esta manera, los Estados y sus expertos
pueden entenderse tranquilamente entre sí. Sirven para instaurar espacios exentos de servidumbres a la
legitimidad nacional y popular despolitizando los asuntos políticos (Rancière,
2006: 117-118).
El principio de representación
sobre el que se basan los gobiernos implica la posibilidad de un poder
oligárquico difícil de cuestionar, no imposible. Rancière nos sorprende
afirmando que un movimiento
democrático es aquel que pone en su
centro la cuestión política fundamental: la competencia de los “incompetentes”,
la capacidad de quienquiera para juzgar las relaciones entre los individuos y
la colectividad, entre el presente y el futuro (Rancière, 2006: 120). Rancière
desmonta la común idea que tenemos de la democracia, señalando que es la manifestación,
siempre disruptiva y conflictiva, del principio igualitario[3],
lo ingobernable, es
decir, la acción igualitaria que desordena el reparto jerárquico de lugares,
papeles sociales y funciones, abriendo el campo de lo posible y ampliando las
definiciones de la vida común. Se trata por tanto de una dinámica autónoma con respecto a los lugares y a los tiempos de la agenda
estatal.
Sería
ilógico pensar que esa ingobernabilidad
puede tener una traducción institucional en la constitución de un Estado
democrático, es imposible que ese contenido disruptivo y expansivo pueda ser
constreñido en las formas del Estado.
La historia conoció dos grandes títulos para
gobernar a los hombres: uno que estriba
en la filiación humana o divina, o sea, la superioridad
por nacimiento; otro que estriba en la organización de las actividades
productivas y reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza (Rancière, 2006: 70). Para romper estos dos títulos se necesita uno suplementario, común
a los que poseen todos los títulos pero también común a quienes los poseen y no
los poseen. Pues bien, el único que queda es el título anárquico, el título
propio de aquellos que no tienen más
título para gobernar que para ser gobernados (Rancière, 2006: 70). Esto es la democracia, el poder de
cualquiera.
La sorprendente propuesta se complementa con el
sorteo, que se practicaba en el origen de la democracia, significando la
inexistencia de título alguno para gobernar, por tanto, la ausencia misma de la
superioridad; (…) el sorteo era el
remedio para un mal a la vez mucho más grave y mucho más cercano que el
gobierno de los incompetentes: el gobierno de una competencia específica, la de hombres con habilidad para tomar el
poder mediante artimañas (Rancière, 2006: 65). Hoy esto nos llena de
estupor porque estamos habituados a algo que no estaban habituados en otras
épocas, que el primer título para
seleccionar a quienes son dignos de ocupar el poder es el hecho de que deseen
ejercerlo (Rancière, 2006: 65). Por el contrario considera que el
buen gobierno es el gobierno de aquellos que no desean gobernar. (…) No hay
gobierno justo sin participación del azar (Rancière, 2006: 67).
El principio anárquico afirma un poder del
pueblo que desafía, como ocurrió en los
años sesenta y setenta en Europa y EUA, la
autoridad de los poderes públicos, el saber de los expertos y el savoir-faire
de los pragmáticos (Rancière, 2006: 19).
TODAS LAS FOTOGRAFÍAS SON DE JURE KRAVANJA
[1] Jacques
Rancière (2006): El odio a la democracia.
Amorrortu, Buenos Aires, p. 35 (las negritas son mías).
[2] Foucault denomina como heterotopía a los espacios que construimos con la
imaginación sobre la realidad física de un espacio real, dimensionable,
adquirible con los sentidos, susceptible de ser dibujado en definitiva. Esos
espacios son el fondo de un jardín donde los niños plantan la tienda de
apache, o la cama de los padres que se convierte en un océano, o un
bosque poblado por fantasmas entre las sábanas.
Esta capacidad de construir sobre lo construido, de alterar la
significación real de un espacio a partir de la imaginación, de proyectar en
términos emocionales un significado que va mucho más allá que el estrictamente
dado por la dimensión física y funcional de la arquitectura. Conferencia radiofónica de
Michel Foucault (7 de diciembre de 1966) en France-Culture,
que se puede encontrar en http://www.mxfractal.org/RevistaFractal48MichelFoucault.html
[3] Amador
Fernández Savater (2015): “¿No nos representan?” Discusión entre Jacques
Rancière y Ernesto Laclau sobre Estado y democracia. Buenos Aires, 16 de
octubre de 2012.
El mundo, ahora y siempre, lo manejan los poderosos, que incluyen eso que llamamos "Mercados"... Todo lo demás son pamplinas... Y frente a los poderosos creo que poco podemos hacer, salvo aceptar las migajas que nos van echando para que todo transcurra en un cierto orden...
ResponderEliminarCreo que hoy solo la Prensa, con mayusculas, da un poco de honestidad a nuestro mundo, si bien no debemos olvidar nunca que es tambien controlada por los poderosos, pero en fin, de vez en cuando se saben cosas que antes ni siquiera se sospechaban...
El poder ha acaparado tanto poder (y lo maneja todo de un modo tan sutil) que es casi imposible resistirse
Un abrazo fuerte, y el deseo de un fin de semana feliz, en la medida de lo posible
Así es, estoy muy de acuerdo con lo que dices. En este sentido, Rancière da una visión muy interesante de la democracia y de la política. O al menos a mi me lo parece.
EliminarUn abrazo y buena semana!!
ResponderEliminarNada que añadir.
Mucho que reflexionar...
Besos!!
Rancière da para reflexionar, por eso me he decidido a publicar mi lectura de algunos de sus libros.
EliminarBesos!! Y buena semana...