martes, 3 de mayo de 2016

LA DEMOCRACIA ES LO INGOBERNABLE… LEYENDO A JACQUES RANCIÈRE Y RECORDANDO EL MOVIMIENTO DEL 15 M


La palabra democracia no designa ni una forma de sociedad ni una forma de gobierno; esta afirmación tan contundente me sorprendió e interesó cuando empecé a leer a J. Rancière. Tenemos la idea anquilosada de que es así y hablamos de “sociedad democrática” o de “gobierno democrático” dando lugar a dicha identificación.










Según este filósofo francés se está fraguando en la actualidad  una operación triple: (…) primero, referir la democracia a una forma de sociedad; segundo, identificar esta forma de sociedad con el reinado del individuo igualitario, subsumiendo en este concepto toda clase de propiedades diversas, desde el gran consumo  hasta las reivindicaciones de los derechos de las minorías, pasando por las luchas sindicales; y, por último, acreditar a la “sociedad individualista de masas”, identificada así con la democracia, la búsqueda del crecimiento indefinido inherente a la lógica de la economía capitalista[1]. El “hombre democrático” trata todas las relaciones según un solo modelo: las relaciones fundamentalmente igualitarias anudadas entre un prestador de servicios y su cliente, por tanto, se identifica la igualdad con el igual intercambio de la prestación mercantil, transformando de esta manera el reino de la explotación en el reino de la igualdad (Rancière, 2006: 34-35).

Tanto hoy como ayer lo que organiza a las sociedades es el juego de las oligarquías. Y no hay estrictamente hablando, ningún gobierno democrático. Los gobiernos son ejercidos siempre por la minoría sobre la mayoría. En consecuencia, el “poder del pueblo” es necesariamente heterotópico[2] a la sociedad desigualitaria, como lo es al gobierno oligárquico. Este poder desvía al gobierno de sí mismo, desviando de sí misma a la sociedad. Por lo tanto, marca también la separación entre el ejercicio del gobierno y la representación de la sociedad (Rancière, 2006: 76).

Por tanto, vivimos en Estados de derecho oligárquicos en los que el sistema mayoritario conforma los llamados “partidos de gobierno” que van ejerciendo el poder de forma alterna (el famoso “bipartidismo” consolidado en la transición democrática española) eliminando a los partidos extremistas. De esta forma la mayoría, es decir, la minoría más fuerte, gobierna sin oposición.

Señala Rancière algo que siempre me ha sorprendido y es la admirable constancia cívica de un elevado número de electores/as que persisten en movilizarse para elegir entre representantes equivalentes de una oligarquía de Estado que ha dado tantas pruebas de su mediocridad, cuando no de su corrupción (Rancière, 2006:109).


“¡Pero eso ha cambiado ahora con la irrupción de Podemos, e incluso de Ciudadanos!”, podría señalarme algún lector/a. No es ninguna novedad, la vitalidad de nuestros parlamentos ha sido alimentada varias veces por partidos que parecía que venían a cambiarlo todo: partidos obreros (socialistas especialmente), partidos comunistas, partidos verdes, etc., que llegaron denunciando la mentira de la representación y acabaron integrados en el sistema oligárquico. Es el caso de los partidos socialistas (en menor medida pero también estaban cómodamente integrados los partidos comunistas con denominaciones diversas o los “verdes”) que ahora intentan hacernos creer que pueden colaborar en una unidad de las izquierdas renovadoras, transversales y otras perlas del vocabulario de dichos partidos.

La alianza oligárquica de la riqueza y la ciencia reclama hoy todo el poder y condena todas las formas de secesión respecto del consenso dominante. Sin embargo, aquí y allí aparecen movimientos que cuestionan el consenso oligárquico como el avance de los partidos de extrema derecha, de los nacionalismos identitarios y de los integrismos religiosos que apelan al viejo principio del nacimiento y la filiación, a una comunidad arraigada en el suelo, la sangre y la religión de los antepasados. Lo hacen también las luchas que rechazan la exigencia económica mundial reivindicada por el orden consensual para cuestionar los sistemas de salud y de jubilaciones o el derecho laboral.

Esto no quiere decir que las oligarquías no tengan capacidad de reacción, para ello han inventado instituciones supraestatales que no son a su vez Estados, que no son relevantes para ningún pueblo, y que despolitizan los asuntos públicos, los llevan a lugares que son no-lugares y no dejan espacio a la invención democrática de lugares polémicos. De esta manera, los Estados y sus expertos pueden entenderse tranquilamente entre sí. Sirven para instaurar espacios exentos de servidumbres a la legitimidad nacional y popular despolitizando los asuntos políticos (Rancière, 2006: 117-118).





El principio de representación sobre el que se basan los gobiernos implica la posibilidad de un poder oligárquico difícil de cuestionar, no imposible. Rancière nos sorprende afirmando que un movimiento democrático es aquel que pone en su centro la cuestión política fundamental: la competencia de los “incompetentes”, la capacidad de quienquiera para juzgar las relaciones entre los individuos y la colectividad, entre el presente y el futuro (Rancière, 2006: 120). Rancière desmonta la común idea que tenemos de la democracia, señalando que es la manifestación, siempre disruptiva y conflictiva, del principio igualitario[3], lo ingobernable, es decir, la acción igualitaria que desordena el reparto jerárquico de lugares, papeles sociales y funciones, abriendo el campo de lo posible y ampliando las definiciones de la vida común. Se trata por tanto de una dinámica autónoma con respecto a los lugares y a los tiempos de la agenda estatal.

Sería ilógico pensar que esa ingobernabilidad puede tener una traducción institucional en la constitución de un Estado democrático, es imposible que ese contenido disruptivo y expansivo pueda ser constreñido en las formas del Estado.

La historia conoció dos grandes títulos para gobernar a los hombres: uno que estriba en la filiación humana o divina, o sea, la superioridad por nacimiento; otro que estriba en la organización de las actividades productivas y reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza (Rancière, 2006: 70). Para romper estos dos títulos se necesita uno suplementario, común a los que poseen todos los títulos pero también común a quienes los poseen y no los poseen. Pues bien, el único que queda es el título anárquico, el título propio de aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados (Rancière, 2006: 70). Esto es la democracia, el poder de cualquiera.

La sorprendente propuesta se complementa con el sorteo, que se practicaba en el origen de la democracia, significando la inexistencia de título alguno para gobernar, por tanto, la ausencia misma de la superioridad; (…) el sorteo era el remedio para un mal a la vez mucho más grave y mucho más cercano que el gobierno de los incompetentes: el gobierno de una competencia específica, la de hombres con habilidad para tomar el poder mediante artimañas (Rancière, 2006: 65). Hoy esto nos llena de estupor porque estamos habituados a algo que no estaban habituados en otras épocas, que el primer título para seleccionar a quienes son dignos de ocupar el poder es el hecho de que deseen ejercerlo (Rancière, 2006: 65). Por el contrario considera que el buen gobierno es el gobierno de aquellos que no desean gobernar. (…) No hay gobierno justo sin participación del azar (Rancière, 2006: 67).

El principio anárquico afirma un poder del pueblo  que desafía, como ocurrió en los años sesenta y setenta en Europa y EUA, la autoridad de los poderes públicos, el saber de los expertos y el savoir-faire de los pragmáticos (Rancière, 2006: 19).

TODAS LAS FOTOGRAFÍAS SON DE  JURE KRAVANJA




[1] Jacques Rancière (2006): El odio a la democracia. Amorrortu, Buenos Aires, p. 35 (las negritas son mías).
[2] Foucault denomina como heterotopía a los espacios que construimos con la imaginación sobre la realidad física de un espacio real, dimensionable, adquirible con los sentidos, susceptible de ser dibujado en definitiva. Esos espacios son el fondo de un jardín donde los niños plantan la tienda de apache, o la cama de los padres que se convierte en un océano, o un bosque poblado por fantasmas entre las sábanas.
Esta capacidad de construir sobre lo construido, de alterar la significación real de un espacio a partir de la imaginación, de proyectar en términos emocionales un significado que va mucho más allá que el estrictamente dado por la dimensión física y funcional de la arquitectura. Conferencia radiofónica de Michel Foucault (7 de diciembre de 1966) en France-Culture, que se puede encontrar en http://www.mxfractal.org/RevistaFractal48MichelFoucault.html 
[3] Amador Fernández Savater (2015): “¿No nos representan?” Discusión entre Jacques Rancière y Ernesto Laclau sobre Estado y democracia. Buenos Aires, 16 de octubre de 2012.

4 comentarios:

  1. El mundo, ahora y siempre, lo manejan los poderosos, que incluyen eso que llamamos "Mercados"... Todo lo demás son pamplinas... Y frente a los poderosos creo que poco podemos hacer, salvo aceptar las migajas que nos van echando para que todo transcurra en un cierto orden...

    Creo que hoy solo la Prensa, con mayusculas, da un poco de honestidad a nuestro mundo, si bien no debemos olvidar nunca que es tambien controlada por los poderosos, pero en fin, de vez en cuando se saben cosas que antes ni siquiera se sospechaban...

    El poder ha acaparado tanto poder (y lo maneja todo de un modo tan sutil) que es casi imposible resistirse

    Un abrazo fuerte, y el deseo de un fin de semana feliz, en la medida de lo posible

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    1. Así es, estoy muy de acuerdo con lo que dices. En este sentido, Rancière da una visión muy interesante de la democracia y de la política. O al menos a mi me lo parece.

      Un abrazo y buena semana!!

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  2. Nada que añadir.
    Mucho que reflexionar...

    Besos!!

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    1. Rancière da para reflexionar, por eso me he decidido a publicar mi lectura de algunos de sus libros.

      Besos!! Y buena semana...

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