2. SINDICALISMO Y ANARQUISMO
Como hemos
visto, en España, a finales del siglo XIX, los códigos Civil y Penal
establecían claramente la subordinación femenina y la realidad cotidiana
imponía que las obreras asumían por completo los «cuidados» tras su jornada
laboral. Esta doble jornada hacia casi imposible que dispusieran de tiempo para
asistir a reuniones especialmente si tenían criaturas. Por otro lado, las
mujeres no eran bien recibidas en las organizaciones societarias y sindicales,
especialmente en las primeras, ya que no acostumbraban a ser mano de obra
cualificada y la transitoriedad de su presencia en el oficio las conducía
incluso a la exclusión. En los sindicatos, donde la exclusión no existía, se
desarrolló un vocabulario tradicional de «combate», de «enfrentamiento», de
«lucha de clases» que poseía connotaciones de género por su obsesión por una
virilidad, a veces inconsciente, para la cual hacer sindicalismo era mostrar
que se tenía «cojones». Así, este vocabulario en gran medida machista del
sindicalismo rechazó otras relaciones posibles con el sindicalismo emancipador
que pudieran desarrollar las mujeres. Los locales de las sociedades obreras y
los sindicatos eran espacios masculinizados en los que las mujeres se sentían
fuera de lugar. Esta
situación hacía muy difícil desarrollar un activismo societario
o sindical por parte de las obreras, pero, pese a ello, aunque reducido,
existió en el siglo XIX y en la primera década del XX.
Deberíamos preguntarnos si no sigue siendo así en
plenos siglo XXI.
Veamos el tipo de sindicalismo que se desarrolló en
esta época, cómo evolucionó y qué papel tuvo el anarquismo.
Las sociedades de oficio y los sindicatos quieren
controlar el mercado de trabajo por el lado de la oferta para poder hacer
realidad el objetivo de la solidaridad entre la comunidad de oficio o de rama
productiva. Este control del mercado laboral se sostiene sobre diversas
prácticas como el aprendizaje, el reparto del trabajo durante las crisis, las
listas de parados del sindicato, el rechazo al destajo o la prohibición de
horas extras.
Aunque el societarismo intentó asociar, ya antes de
1868, a las mujeres de oficio (hiladoras y tejedoras), en el fondo buscaban una
forma encubierta de excluirlas de las fábricas puesto que partían de la convicción de que el lugar de la mujer no
era la fábrica. Esta idea la justificaban con argumentos y sentimientos
humanitarios y con razones higiénicas o de salud. Aunque las mujeres de la
Federación Sindical Textil de las Tres Clases de Vapor (TCV) estaban asociadas,
tan solo se conoce una dirigente femenina, la Marieta rubia, de la que
desconocemos incluso su apellido (entre 1888 y 1890)[1].
Las políticas societarias y los discursos
exclusionistas (hacia los no cualificados, mujeres,
niños y niñas) se intensificaron a finales del siglo XIX durante la crisis
económica de la década de 1880 que desintegró las (TCV). Esta crisis llevó al societarismo
textil hacia el sindicalismo de influencia anarquista, con un discurso más
comprometido con los intereses de las mujeres en cuyo seno aparecieron,
incluso, propuestas de creación de sociedades de oficio de obreras (algo que no
era bien aceptado por los organismos internacionalistas que eran partidarios de
los organismos mixtos).
Efectivamente, las propuestas de crear sociedades
obreras de oficio de mujeres se produjeron en el contexto de la I Internacional
por parte de obreras que no aceptaban la irrelevancia a las que las sometían
sus compañeros de oficio, incluso cuando eran mayoría como era el caso del
textil. Destaca en este objetivo una tejedora como Teresa Claramunt que participó con 22 años en la creación de un organismo de obreras llamado Sección
Varia de Trabajadoras anarco-colectivistas de Sabadell (1884), cuyo objetivo era “coadyuvar
a la emancipación de los seres de ambos sexos”[2].
De nuevo la vemos involucrada en la constitución de la “Agrupación de Trabajadoras de Barcelona” (1891) y del
posterior “Sindicato de Mujeres del Arte Fabril” (1901).
Como ya he mencionado, el momento en que se inició
este activismo societario era muy oportuno ya que se venía produciendo en la
industria textil un proceso de substitución de la mano de obra masculina por la
femenina que era más barata. La misma Claramunt, en un mitin en Sabadell en la
década de 1880, «excita a la mujer para que no se preste al juego de la
burguesía que le hace ocupar el puesto del hombre en la fábrica porque se
presta más a la inicua explotación». Esta substitución del hombre por la mujer
comportaba una reducción catastrófica de los ingresos familiares.
Por otro lado, este proceso de feminización hacía
necesaria, para los obreros sindicados, la participación de las mujeres para
enfrentarse a la hostilidad patronal. En el caso de Claramunt, su experiencia
en la llamada «huelga de las siete semanas» que afectó a la industria lanera
(mayo-julio de 1883) en Sabadell (por la reducción de la jornada laboral), le
confirmó la necesidad de la lucha sindical y la importancia que podían tener
las obreras en el desarrollo de las huelgas para que no fracasaran.
Frente al societarismo de oficio que tenía semejanzas
con los antiguos gremios, se fue configurando, de la mano del anarquismo, un
nuevo sindicalismo de clase que implicaba liberar a las obreras del tutelaje de
los dirigentes de las Tres Clases de Vapor, «falsos redentores, adormideras»,
que habían aletargado a las «hijas del pueblo» tal y como señalaba TC. Acabado
el siglo XIX, los anarquistas concentraron su propaganda en los barrios obreros
de las ciudades industriales y empezaron a lograr que algunas mujeres
ingresaran en las sociedades obreras de resistencia integradas en la Federación
Regional y abandonaran las Tres Clases de Vapor. Pero, los amos de las fábricas
no estaban dispuestos a facilitar este cambio y amenazaron con despidos a las
obreras más atrevidas que estaban dispuestas a ir a la huelga para defender su
derecho de asociación en el nuevo sindicalismo. Los empresarios querían cortar
de raíz este proceso organizativo y actuaron con dureza. Algunas victorias que
se produjeron en este proceso organizativo fueron celebradas por las
trabajadoras en un mitin en el que participó Claramunt y al que asistieron unas
mil quinientas personas. Estos primeros pasos dentro del sindicalismo de clase
tuvieron su reflejo en la formación de una Comisión de obreras textiles de
Barcelona que elaboró un escrito titulado «A las obreras del Arte Fabril» (diciembre
de 1901) en el que se afirmaba:
«Digamos a todos los hombres, ricos y pobres, altos y
bajos, explotados y explotadores que la emancipación humana depende del grado
de moralidad que para nosotras se reserve (...). Rechacemos toda mezcolanza con
hombres que quieran dirigirnos. No queremos directores, tutores, ni jefes.
Levantemos nuestras conciencias y triunfaremos. No seamos esclavas. Mujeres
somos.»
Este interesante escrito, partía de la afirmación de
que las mujeres eran más esclavas y estaban más explotadas que los hombres,
porque cobraban menos salario y trabajaban más horas. Pero el problema no era
sólo de jornada y salario, sino de salud, ya que «el enrarecido y mortificante
aire de las cuadras» envenenaban los pulmones de las trabajadoras y las hacía
enfermar y envejecer rápidamente. Además, las obreras estaban rodeadas de
«todos los peligros y de los insanos caprichos de nuestros amos y sus lacayos»
(el acoso sexual estaba a la orden del día en las fábricas sin que nadie lo
denunciara).
Si las obreras sufrían en silencio y con indiferencia,
«era por culpa de los hombres que se han llamado redentores nuestros». Por ello
era necesaria «una organización puramente nuestra, mantenida y dirigida por
nosotras mismas». Las reclamaciones por las que se planteaba la necesidad de
organización y de lucha eran: reducción de la jornada laboral, aumento de
salario, regularización de todas las mecánicas fatigosas y abusivas, «y más que
todo (...) respeto a nuestra dignidad de mujeres y consideración a nuestro
estado de madres y esposas». El escrito concluía con un rechazo a que los
hombres dirigieran a las mujeres en las organizaciones obreras
La campaña de propaganda a favor de la organización de
las mujeres del Arte Fabril se fue extendiendo por todas las barriadas obreras
a pesar de los obstáculos que ponían los amos de las fábricas: «se han recibido
ofensas groseras, falsas acusaciones, despido injustificado de obreras,
jesuíticas maquinaciones y, por último, injerencias policíacas». El “Sindicato
de Mujeres del Arte Fabril” (1901) desapareció como
consecuencia del fracaso de la huelga general de 1902, siendo un claro
antecedente del Sindicato del Arte Textil “La Constancia” creado hacia 1910-11 y
de la huelga de 1913.
En efecto, encontramos que los motivos de la huelga de
1913 estuvieron relacionados con la doble jornada: laboral y de «cuidados» que hacía
cada vez más difícil compaginarlas por el aumento de los ritmos de trabajo y
las largas jornadas laborales del textil (11 o 12 horas), que contrastaba con
la mayoría de los oficios masculinos (8, 9 o 10 horas). Y su principal
reivindicación: reducción de la jornada de trabajo igual que en huelgas
anteriores (el incidente que desencadenó la huelga en Sants fue la petición de
que se aplicara la jornada laboral de 8 h. en el trabajo nocturno).
Este sindicalismo (mixto o femenino) ofrecía un discurso de clase que apostaba por una
mayor igualdad, la denuncia de la doble jornada de las obreras y una mayor
sensibilidad respecto a su papel en las
luchas sociales. El nacimiento de Solidaridad Obrera (1907) y CNT (1910)
establecieron las condiciones para organizar este nuevo sindicalismo, que rompió
con el viejo societarismo de oficio y que incluyó a los descualificados, lo que
equivalía a incluir a las mujeres y sus intereses.
Sin embargo, como se comprobará muy pronto, este
modelo sindical volvió a subordinar los intereses de las obreras a los de los
sectores de oficio masculino (siendo común y sistemático que las Juntas
Directivas estuvieran formadas por hombres), de esta manera esta problemática
la volvemos a encontrar en las décadas posteriores, siendo complicada la
posterior constitución del Sindicato Único, como estructura característica de
CNT. Además, existía el problema de la poca cooperación de muchos cabezas de
familia, que veían con malos ojos la sindicación de las mujeres de su familia:
persistía la idea en cierta manera de que el sindicato no era lugar para las
mujeres y que estas no estaban preparadas para estar al frente de sus
Juntas Directivas. La composición mixta de las juntas nunca se cumplió y el
sindicato volvió a reproducir las prácticas exclusionistas para los no
cualificados, especialmente las mujeres.
Incluso en el proceso de Revolución Social que se
produjo a partir del 19 de julio de 1936 encontramos ausentes a las mujeres de
los puestos de liderazgo en los sindicatos, en las colectividades, en los
equipos de trabajo en el campo, en los comités y ya no digamos en las milicias.
Se mantuvieron las diferencias salariales en función del género e incluso el
acceso a ciertos trabajos por el mismo motivo incluso en las empresas o en las
tierras colectivizadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios siempre aportarán otra visión y, por ello, me interesan.