Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

sábado, 19 de abril de 2014

LA POLÍTICA O EL ARTE DE DEBATIR I


Ciudadanía y nación como principios de las revoluciones burguesas

Las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX proponían la ciudadanía para acabar con la condición de súbditos que tenían las personas en el Antiguo Régimen, es decir, el ser meras comparsas que obedecían las leyes que el Rey aprobaba o abolía según un criterio  arbitrario que respondía a su voluntad personal. El súbdito vivía en sumisión: era objeto, no sujeto de poder. Esa alternativa liberal se basaba en un sistema político en el que desde un marco de regulación del poder a través de las constituciones, las personas  accedían a la ciudadanía. Esta condición resultó una auténtica revolución puesto que suponía la conjunción de tres elementos constitutivos: la posesión  de derechos y obligaciones; la pertenencia a una comunidad política determinada, normalmente el Estado, que se vinculó, en general, a la nacionalidad; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de la comunidad a través de la participación.

Los derechos civiles eran  necesarios para la libertad individual —libertad de la persona, libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad, a cerrar contratos válidos, y el derecho a la justicia— y los derechos políticos  lo eran para participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de los miembros de tal cuerpo.

En el siglo XIX la ciudadanía en forma de derechos civiles era universal, en cambio el sufragio político no era uno de los derechos de ciudadanía. Era el privilegio de una clase económica escogida, los llamados <<ciudadanos activos>>, es decir, los hombres que pagaban impuestos por poseer bienes. Además, las mujeres eran excluidas de la condición de ciudadanas al ser consideradas <<eternas menores de edad>> a efectos jurídicos y relegadas del espacio público, que era el espacio de la ciudadanía, para recluirlas en el espacio doméstico. En el siglo XX se abandonó esta postura y los derechos políticos se imbricaron directa e independientemente en la ciudadanía. Este cambio vital de principios entró en acción cuando se reconoció primero de todos los hombres al sufragio y por fin también a las mujeres, desplazando el fundamento de los derechos políticos desde las bases económicas al status personal.


La ciudadanía, por tanto, era un principio de igualdad ya que era un status que se otorgaba a los que eran miembros de pleno derecho de la comunidad. Todos los que poseían ese status eran iguales en lo que se refería a los derechos y deberes que implicaba. Sin embargo, en paralelo,  la clase social constituía un sistema de desigualdad. Pero estos derechos no entraron en conflicto con las desigualdades de la sociedad capitalista; eran, por el contrario, necesarios para el mantenimiento de esa forma particular de desigualdad. La explicación reside en el hecho de que en esta fase el núcleo de la ciudadanía estaba formado por derechos civiles que daban a cada hombre, como parte de su status individual, el poder de implicarse como unidad independiente en la lucha económica, negándoles la protección social por la razón de que poseían los medios para protegerse a sí mismos. Las desigualdades no se debían, por tanto,  a defectos de los derechos civiles, sino a la falta de derechos sociales. Aunque la ciudadanía, incluso al final del siglo XIX, apenas contribuyó a reducir la desigualdad social, sí contribuyó a guiar el progreso por el camino  que conducía directamente hacia las políticas igualitarias del siglo XX.

La ciudadanía requería una unión, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la lealtad a una civilización percibida como una posesión común. Su desarrollo vino estimulado tanto por la lucha para ganar esos derechos como por disfrutarlos una vez obtenidos. Esto puede apreciarse con claridad en el siglo XVIII, que presenció no sólo el nacimiento de los derechos civiles modernos, sino también el de la conciencia nacional moderna. Un nacionalismo patriótico que expresaba la unidad y la creciente conciencia nacional de pertenencia a una comunidad y a una herencia común, aunque no tuvieran ningún efecto material en la estructura de clases y la desigualdad social. Por tanto, el crecimiento de la ciudadanía, aunque fue importante, tenía poca repercusión sobre la desigualdad social.

Los derechos civiles otorgaban poderes legales cuya utilización estaba drásticamente restringida por prejuicios de clase y falta de oportunidades económicas. Los poderes políticos otorgaban un poder potencial cuyo ejercicio exigía experiencia.  Los derechos sociales eran mínimos y no estaban entretejidos en los fundamentos de la ciudadanía. El objetivo común del esfuerzo institucional y voluntario era mitigar la molestia de la pobreza sin alterar el patrón de desigualdad, del que la pobreza era la consecuencia más obviamente desagradable.


La ciudadanía social, empezó a constituirse en el periodo de entreguerras (1919-1939) y especialmente tras la II Guerra Mundial, se vinculó con tres fenómenos: la profundización y la extensión de la democracia política moderna; el crecimiento del Estado social o de bienestar; y por último, un consenso mínimo en torno al capitalismo. Se ha caracterizado por políticas de redistribución del Estado del bienestar propiciando la universalización de los derechos sociales y económicos de cara a reducir la desigualdad. La idea de que para ser ciudadano y participar plenamente en la vida pública hay que tener cierta posición socioeconómica ha sido compartida por los teóricos de la ciudadanía. La crisis actual del Estado del bienestar pone en entredicho la ampliación del marco institucional de la ciudadanía social y su mantenimiento, pero esta sería materia para otro artículo si hay ocasión.

La ciudadanía, por tanto, intentó dejar atrás, como concepto prepolítico, aquella identidad, que el nacionalismo conservador del siglo XXI continúa reivindicando (me temo que el nacionalismo que dice ser de izquierdas tampoco se desprende de la losa de la identidad). La ciudadanía se levantó, pues, sobre los derechos comunes abandonando las particularidades que permitían primar lo común frente a lo particular. La identidad, sin embargo, prima lo particular para diferenciar a unos, los idénticos, de los que no lo son. La ciudadanía  requería un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad y para ello se desarrolló un nacionalismo patriótico burgués (liberal) que era la base del Estado-nación y que escondía los in­tere­ses de unas éli­tes de­ter­mi­na­das y las dinámi­cas de un sis­te­ma de or­ga­ni­za­ción so­cial per­ni­cio­so. Este nacionalismo definía la nación cómo la voluntad libremente expresada de los ciudadanos consensuada a través de una Constitución y no a través de esencialismos e identidades “naturales” que incorporará el nacionalismo conservador de origen alemán.

Como se ha señalado anteriormente, la unidad nacional, al igual que el principio de la ciudadanía puede convivir con la clase social, que es un sistema de desigualdad, y no tiene ningún efecto material en la estructura de clase. Incluso la ciudadanía social que supuso la construcción del Estado de bienestar, factible en el mundo rico por la explotación y la expoliación de la mayor parte de la humanidad, supuso la aceptación y el consenso alrededor del capitalismo y la desigualdad social que pretendía moderar.

Todas las fotografías son de RUNA GUNERIUSSEN 

4 comentarios:

  1. Pienso sí la declaración universal de los derechos humanos debería encabezar cualquier constitución. Nos presentas una reflexión sobre las clases sociales muy actual. Un beso.

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    1. Pues no estaría mal que así fuera.
      La ciudadanía y la representación son claves para entender la política actual.

      Gracias!!

      Un beso.

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  2. He disfrutado enormemente recorriendo tu espacio esta tarde: desde ya celebro esos márgenes que también yo reivindico, allí donde aún es posible pensar sin ruido ni furia con una ambición reflexiva que vaya más allá de la ocurrencia breve, hoy dominante. Ya una parte de este texto en concreto, la divergencia ciudadanía-derechos comunes/identidad-particularidad, y sobre todo la diferenciación de los “idénticos”, me sugiere un neologismo, ‘identitud’, simbiosis hipotética de ambos conceptos: identidad excluyente de los idénticos, de los mismos (‘idem’), de los que repiten fidelísimamente unas características, los que uniformizan al hombre, y de ahí rodando rodando a ese “nacionalismo conservador alemán” que mencionas.
    Un saludo.

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  3. Gracias Juan.
    Estoy casi convencida que solo se puede pensar con libertad desde los márgenes. Los poderes lo son porque mediatizan el libre pensamiento y potencian el pensamiento único. Hay momentos en que parece que colectivamente se puede "mirar" de otra manera pero enseguida el poder, cual hydra depredadora y con un poder de regeneración brutal, retoma el mando y solo nos quedan los márgenes (suena pesimista pero estoy convencida de mi realismo).

    He ahí un ejemplo de cómo el nacionalismo, una idea aparentemente envejecida, y que tiene tantas muertes a sus espaldas, puede regenerarse y volver a generar ilusiones-ilusorias.
    Interesante esa idea y ese neologismo.

    Un saludo.

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