Ciudadanía y
nación como principios de las revoluciones burguesas
Las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII y la
primera mitad del siglo XIX proponían la ciudadanía para acabar con la
condición de súbditos que tenían las personas en el Antiguo Régimen, es decir,
el ser meras comparsas que obedecían las leyes que el Rey aprobaba o abolía
según un criterio arbitrario que
respondía a su voluntad personal. El súbdito vivía en sumisión: era objeto, no
sujeto de poder. Esa alternativa liberal se basaba en un sistema político en el
que desde un marco de regulación del poder a través de las constituciones, las
personas accedían a la ciudadanía. Esta
condición resultó una auténtica revolución puesto que suponía la conjunción de
tres elementos constitutivos: la posesión de derechos y obligaciones; la pertenencia a
una comunidad política determinada, normalmente el Estado, que se vinculó, en
general, a la nacionalidad; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de
la comunidad a través de la participación.
Los derechos civiles eran necesarios para la libertad individual —libertad de la persona,
libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad,
a cerrar contratos válidos, y el derecho a la justicia— y los derechos
políticos lo eran para participar en el ejercicio
del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o
como elector de los miembros de tal cuerpo.
En
el siglo XIX la ciudadanía en forma de derechos civiles era universal, en
cambio el sufragio político no era uno de los derechos de ciudadanía. Era el
privilegio de una clase económica escogida, los
llamados <<ciudadanos activos>>, es decir, los hombres que pagaban
impuestos por poseer bienes. Además, las mujeres eran excluidas de la condición
de ciudadanas al ser consideradas <<eternas menores de edad>> a
efectos jurídicos y relegadas del espacio público, que era el espacio de la
ciudadanía, para recluirlas en el espacio doméstico. En el siglo XX se
abandonó esta postura y los derechos políticos se imbricaron directa e
independientemente en la ciudadanía. Este cambio vital de principios entró en
acción cuando se reconoció primero de todos los hombres al sufragio y por fin
también a las mujeres, desplazando el fundamento de los derechos políticos desde
las bases económicas al status personal.
La
ciudadanía, por tanto, era un principio de igualdad ya que era un status que
se otorgaba a los que eran miembros de pleno derecho de la comunidad. Todos los
que poseían ese status eran
iguales en lo que se refería a los derechos y deberes que implicaba. Sin
embargo, en paralelo, la clase social constituía
un sistema de desigualdad. Pero estos derechos no entraron en conflicto con las
desigualdades de la sociedad capitalista; eran, por el contrario, necesarios para
el mantenimiento de esa forma particular de desigualdad. La explicación reside
en el hecho de que en esta fase el núcleo de la ciudadanía estaba formado por
derechos civiles que daban a cada hombre, como parte de su status individual,
el poder de implicarse como unidad independiente en la lucha económica,
negándoles la protección social por la razón de que poseían los medios para
protegerse a sí mismos. Las desigualdades no se debían, por tanto, a defectos de los derechos civiles, sino a la
falta de derechos sociales. Aunque la ciudadanía, incluso al final del siglo
XIX, apenas contribuyó a reducir la desigualdad social, sí contribuyó a guiar
el progreso por el camino que conducía
directamente hacia las políticas igualitarias del siglo XX.
La
ciudadanía requería una unión, un sentimiento directo de pertenencia a la
comunidad basado en la lealtad a una civilización percibida como una posesión
común. Su desarrollo vino estimulado tanto por la lucha para ganar esos
derechos como por disfrutarlos una vez obtenidos. Esto puede apreciarse con
claridad en el siglo XVIII, que presenció no sólo el nacimiento de los derechos
civiles modernos, sino también el de la conciencia nacional moderna. Un nacionalismo
patriótico que expresaba la unidad y la creciente conciencia nacional de
pertenencia a una comunidad y a una herencia común, aunque no tuvieran ningún
efecto material en la estructura de clases y la desigualdad social. Por tanto, el
crecimiento de la ciudadanía, aunque fue importante, tenía poca repercusión sobre
la desigualdad social.
Los
derechos civiles otorgaban poderes legales cuya utilización estaba
drásticamente restringida por prejuicios de clase y falta de oportunidades
económicas. Los poderes políticos otorgaban un poder potencial cuyo ejercicio
exigía experiencia. Los derechos
sociales eran mínimos y no estaban entretejidos en los fundamentos de la
ciudadanía. El objetivo común del esfuerzo institucional y voluntario era
mitigar la molestia de la pobreza sin alterar el patrón de desigualdad, del que
la pobreza era la consecuencia más obviamente desagradable.
La
ciudadanía social, empezó a constituirse en el periodo de entreguerras
(1919-1939) y especialmente tras la II Guerra Mundial, se vinculó con tres
fenómenos: la profundización y la extensión de la democracia política moderna; el
crecimiento del Estado social o de bienestar; y por último, un consenso mínimo
en torno al capitalismo. Se ha caracterizado por políticas de redistribución
del Estado del bienestar propiciando la universalización de los derechos
sociales y económicos de cara a reducir la desigualdad. La idea de que para ser
ciudadano y participar plenamente en la vida pública hay que tener cierta
posición socioeconómica ha sido compartida por los teóricos de la ciudadanía. La
crisis actual del Estado del bienestar pone en entredicho la ampliación del
marco institucional de la ciudadanía social y su mantenimiento, pero esta sería
materia para otro artículo si hay ocasión.
La ciudadanía, por tanto, intentó dejar atrás, como
concepto prepolítico, aquella identidad, que el nacionalismo conservador del
siglo XXI continúa reivindicando (me temo que el nacionalismo que dice ser de
izquierdas tampoco se desprende de la losa de la identidad). La ciudadanía se
levantó, pues, sobre los derechos comunes abandonando las particularidades que
permitían primar lo común frente a lo particular. La identidad, sin embargo,
prima lo particular para diferenciar a unos, los idénticos, de los que no lo
son. La ciudadanía requería un sentimiento
directo de pertenencia a la comunidad y para ello se desarrolló un nacionalismo
patriótico burgués (liberal) que era la base del Estado-nación y que escondía los intereses de unas élites determinadas
y las dinámicas de un sistema de organización social pernicioso. Este
nacionalismo definía la nación cómo la voluntad libremente expresada de los
ciudadanos consensuada a través de una Constitución y no a través de
esencialismos e identidades “naturales” que incorporará el nacionalismo
conservador de origen alemán.
Como se ha señalado anteriormente, la unidad nacional, al
igual que el principio de la ciudadanía puede convivir con la clase social, que
es un sistema de desigualdad, y no tiene ningún efecto material en la
estructura de clase. Incluso la ciudadanía social que supuso la construcción
del Estado de bienestar, factible en el mundo rico por la explotación y la
expoliación de la mayor parte de la humanidad, supuso la aceptación y el
consenso alrededor del capitalismo y la desigualdad social que pretendía moderar.
Todas las fotografías son de RUNA GUNERIUSSEN
Pienso sí la declaración universal de los derechos humanos debería encabezar cualquier constitución. Nos presentas una reflexión sobre las clases sociales muy actual. Un beso.
ResponderEliminarPues no estaría mal que así fuera.
EliminarLa ciudadanía y la representación son claves para entender la política actual.
Gracias!!
Un beso.
He disfrutado enormemente recorriendo tu espacio esta tarde: desde ya celebro esos márgenes que también yo reivindico, allí donde aún es posible pensar sin ruido ni furia con una ambición reflexiva que vaya más allá de la ocurrencia breve, hoy dominante. Ya una parte de este texto en concreto, la divergencia ciudadanía-derechos comunes/identidad-particularidad, y sobre todo la diferenciación de los “idénticos”, me sugiere un neologismo, ‘identitud’, simbiosis hipotética de ambos conceptos: identidad excluyente de los idénticos, de los mismos (‘idem’), de los que repiten fidelísimamente unas características, los que uniformizan al hombre, y de ahí rodando rodando a ese “nacionalismo conservador alemán” que mencionas.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias Juan.
ResponderEliminarEstoy casi convencida que solo se puede pensar con libertad desde los márgenes. Los poderes lo son porque mediatizan el libre pensamiento y potencian el pensamiento único. Hay momentos en que parece que colectivamente se puede "mirar" de otra manera pero enseguida el poder, cual hydra depredadora y con un poder de regeneración brutal, retoma el mando y solo nos quedan los márgenes (suena pesimista pero estoy convencida de mi realismo).
He ahí un ejemplo de cómo el nacionalismo, una idea aparentemente envejecida, y que tiene tantas muertes a sus espaldas, puede regenerarse y volver a generar ilusiones-ilusorias.
Interesante esa idea y ese neologismo.
Un saludo.