Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

martes, 13 de diciembre de 2022

GENERISMO DE ESTADO

 

Bastien Lecouffe-Deharme 

No es mi intención intervenir en la polémica que está copando espacios en los medios de comunicación estos días de noviembre: me refiero a la reducción de penas para algunos agresores sexuales como consecuencia de la entrada en vigor el mes pasado de la conocida como «Ley del solo sí es sí». La Ley impulsada por Irene Montero desde el Ministerio de Igualdad ha propiciado estos días silencios y comentarios diversos dentro y fuera del Gobierno de coalición y declaraciones de la titular de Igualdad en el sentido de que había jueces que «estaban incumpliendo la ley por machismo».

Sorprende que Montero diga algo tan obvio como que los jueces y las juezas desprenden machismo (sí, las juezas también). El problema no es solo la judicatura sino el conjunto del Estado, en el que ella como ministra y su partido están integrados, y que está impregnado de generismo. Para entender lo ocurrido con esta ley, y otras muchas, hay que poner en el centro del debate la norma heterosexual como régimen político y económico que da pie a la división sexual del trabajo y a su vez origina las desigualdades estructurales entre los géneros que están atravesados por especificidades de raza/etnia, clase, disidencia sexual, etc.

Por tanto, hablamos de masculinismo[1] o generismo del Estado porque éste tiene unas características que dan significado, sancionan, sostienen y representan el poder masculino como forma de dominación. Esta dominación se expresa en la judicatura, y en cualquier otra institución del Estado, como el poder que tiene de establecer la descripción y la dirección del mundo en manos de los hombres.

La demanda de protección para las mujeres realizada por el lobby político del feminismo institucional hacia el Estado es un contrasentido si no se cuestiona su masculinidad, por ello el Estado es un instrumento esencialmente problemático para llevar a cabo un cambio político feminista. Los tratos con el Estado conllevan un alto precio a cambio de la protección política institucionalizada que implica siempre un grado de dependencia y un compromiso de actuación dentro del marco de normas dictadas por el protector. Cualquier agujero impensado puede ser aprovechado, además, para poner en cuestión la ley más protectora que una ministra pueda pensar.

A lo largo de la historia, la idea de que las mujeres necesitan la protección de y por parte de los hombres ha sido fundamental a la hora de legitimar la exclusión de las mujeres de ciertos ámbitos de trato y su confinamiento en otros. Así mismo, la vinculación de la «feminidad» con razas y clases privilegiadas pueden acabar convirtiendo las normas protectoras en marcas y vehículos de esas mismas divisiones entre las mujeres beneficiando a las privilegiadas e intensificando la vulnerabilidad y la degradación de aquellas que han quedado en el lado de la intemperie (mujeres pobres, racializadas, disidentes sexuales, etc.)

El poder del Estado es, por tanto, un conjunto inconexo y heterogéneo de relaciones de poder y un vehículo masivo de dominación y, por ello, está problemáticamente determinado por el género. El feminismo anarquista debe plantearse estas consideraciones y partir de una repolitización crítica en contraofensiva al generismo y masculinismo del Estado así como al lobby político del feminismo institucional, en el cual, mal que le pese, está Irene Montero y Unidas Podemos.

 



[1] De «masculinismo» habla Wendy Brown en su libro: Estados del agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía y de «generismo» habla Sayak Valencia en «Trans-feminismos, necropolítica y política postmortem en las economías sexuales de la muerte». Ambas lecturas son clarificadoras del papel del Estado en las luchas feministas.

 

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