Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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martes, 23 de octubre de 2018

PRESENTIMIENTOS DE IMRE KERTÉSZ


Quien me conoce y/o me sigue en este blog sabe mi admiración por este autor del que tengo todos sus libros publicados y, en gran parte, leídos (me quedan unos pocos sin leer que voy dosificando para poder seguir sorprendiéndome con una nueva lectura suya).

Aparentemente, estas Cartas a Eva Haldimann era una lectura menor por su pequeña extensión y por formar parte del género epistolar, no ha sido así. Su lectura me ha hecho comprobar de nuevo la fina visión política que tenía Kertész y cómo presintió de forma clarividente algunas situaciones y comportamientos que hoy están en el candelero europeo respecto a su país de nacimiento, Hungría.

La correspondencia que se recoge en este libro de 153 páginas se produjo durante más de veinte años (1977-2002) entre Kertész y Eva Haldimann, crítica y traductora de origen húngaro que se trasladó en 1947 a Suiza para cursar estudios universitarios. En 1951 se doctoró en literatura comparada (inglés-francés) en la Universidad de Zúrich y trabajó hasta 1959 como profesora de enseñanza secundaria. Empezó su carrera de crítica literaria a principios de la década de 1960. Durante más de tres décadas presentó, como colaboradora del Neue Zürcher Zeitung, casi toda la literatura húngara contemporánea a los lectores/as alemanas.

La publicación de una reseña en la mencionada revista sobre el libro de Kertész, Sin destino, inició el intercambio de correspondencia que dio lugar a una auténtica amistad y a unas cartas que van más allá de lo habitual, aspectos autobiográficos, para adentrarse en el terreno del ensayo debido a las reflexiones y opiniones que vierte Kertész en las cartas que aparecen en este libro (publicadas en 2009 en Alemania).


El libro está formado por las cartas, un apartado de notas muy interesante donde se aclaran algunas referencias que aparecen en las cartas y los apéndices que complementan las cartas con textos mencionados en ellas y que son demasiado largos para introducir en las notas.

Entrando en el contenido de sus cartas, Kertész hace algunas reflexiones sobre la intelectualidad húngara que, tras vivir mantenida en un estado de dependencia infantil del padre,  cuando se produjo la caída del comunismo, se encontró perdida debido a que el sistema de vida falso y la mentira ya no funcionan (carta de febrero de 1990, p. 12-13). Los cuarenta años de comunismo sumieron al país en una espantosa situación moral, espiritual y material y para conseguir el poder, los manipuladores empezaron a utilizar de nuevo el antisemitismo, un juego feo y peligroso (carta de febrero de 1990, p. 13).

En ese juego, el tema de la identidad húngara se volvió a construir cuestionando a los judíos y, hoy en día, lanzando el espantajo del peligro de las personas refugiadas que pueden llegar a este país. Kertész reflexiona respecto a la identidad afirmando su individualidad y que para él, que no tiene problemas de identidad, tan absurdo es ser húngaro, como ser judío. Sin embargo, después de Auschwitz, no fue fácil construir un individuo a partir de los restos de mi personalidad pisoteada por las botas y mantenerlo de manera continua a pesar de todo.

Y añade como un grito de libertad:
No tolero que se me excluya de mi individualidad, no tolero que después de décadas carcelarias del totalitarismo me definan como perteneciente a “los judíos”, lo hagan judíos o no judíos.(…)
Yo no me he refugiado ni me refugiaré en ninguna identidad, sea racial, nacional o grupal; no he pedido a ninguna raza, nación o grupo la autorización para ser su portavoz, para excluir, juzgar, expulsar en su nombre (carta de octubre de 1990, p. 15-17).
Estos fragmentos forman parte de la carta que Kertész escribió a la presidenta de la Asociación de Escritores por las afirmaciones antisemitas del poeta y ensayista Sándor Csoóri.

En sus cartas, precisamente, se percibe la preocupación por el antisemitismo creciente (especialmente por las amenazas que recibe de los Cruces Flechadas) y se nota cómo su vida en Budapest se va enrareciendo por su implicación en el recuerdo de la Shoah que revierte en menciones y en la participación en actos relacionados con ella. Su cansancio provocó que le escribiera a Haldimann que se iba a abstener de intervenir en asuntos húngaros porque esa gente probablemente tiene razón: soy un cosmopolita que se ocupa en primer lugar de su arte y no de la llamada patria. Afirmando a continuación que le han quitado las ganas de dedicarse a la retórica… e incluso a la mera formulación de la verdad (carta de diciembre de 1993, p. 56).

En estas cartas resulta evidente que el tema básico de las obras de Kertész es la cuestión de la determinación o de la libertad del individuo, así como hasta qué punto el mundo del totalitarismo le impide desarrollarse. Sufrir la persecución por “ser judío”, él que nunca se sintió como tal, le permitió vivir la experiencia universal de la vida humana que se encuentra a merced del totalitarismo. De tal manera que transformar en destino las fuerzas externas  que determinan la vida pasa a ocupar el centro de todo el esfuerzo de su pensamiento (p. 126).

Para concluir, en el apartado de apéndices, se reproduce una entrevista de marzo de 1994 muy interesante en la que Kertész señala aquellos aspectos que le preocupaban. Entre esos temas plantea que el antisemitismo actual ya no es tan solo  un ataque contra los judíos sino también contra cualquier Estado que no sea un Estado total; es más, significa sobre todo esto.

Acusa a su país de entender el Holocausto como algo que sólo afectó a los judíos, sin tener en cuenta el devastador efecto moral que supuso para Hungría el saqueo y el asesinato de seiscientos mil cadáveres (…) y no afectara en absoluto a la población, que, se quiera o no, fue espectadora, participante activa o pasiva de ese asesinato (p. 135-136).

Kertész utiliza en esta entrevista el término “antisemitismo preventivo”, que consiste en crear un ambiente disparando por adelantado al terreno de la razón, de la racionalidad, donde podría crearse un diálogo social común y normal. Este “antisemitismo preventivo” es un instrumento, un método, sirve para impedir el discurso razonable, para no arrostrar las cuestiones turbias y en absoluto aclaradas del pasado. Por eso quieren crear de entrada una idea de la historia que imposibilite iniciar aquí un autoanálisis tendente a una verdadera autoliberación. Una excelente herramienta para ello es el ruidoso antisemitismo (p. 138).

Un recurso ruidoso, que hoy se reconvierte en la amenaza que proviene de las personas refugiadas mayoritariamente musulmanas. Un recurso que se utiliza en muchos otros países o territorios dentro de países para impedir ese discurso razonable y veraz conduciéndonos a un terreno pantanoso de enfrentamiento social.

Presentimientos que tuvo Kertész y que tanto nos ayudan hoy a comprender el turbulento, sucio y peligroso mundo que nos rodea. Un mundo de racismo, clasismo, machismo y exclusión del otro que no sabemos dónde nos puede llevar. Y es que, quizás, como dijo Thomas Mann: La época es fascista. Y aunque alguien no lo sea de forma consciente, puede serlo en sus actos, en sus instintos, en sus gestos involuntarios (p. 61).


sábado, 3 de junio de 2017

DUDAS SOBRE LA DEMOCRACIA ACTUAL

La democracia actual poco tiene que ver con la res publica, es una democracia de libre mercado que se desdibuja a pasos agigantados frente a la burocracia global y que asume las funciones que los mercados le marcan. El mundo camina hacia la centralización, hacia la concentración del dinero y del poder, en definitiva, hacia nuevas formas de totalitarismo. Seguramente el control no será idéntico al del siglo pasado y es posible que nos aguarde, como señala Imre Kertész, un fascismo discreto con abundante parafernalia biológica, supresión total de las libertades [por supuesto por nuestro bien, por nuestra seguridad] y relativo bienestar económico en el mundo rico.

Tampoco es descartable una guerra mundial que no pocos sociólogos llevan tiempo anunciando y que diferentes dirigentes, entre los que destacan Donald Trump o Vladimir Putin, nos están acostumbrando a su posibilidad. De momento no sabemos aún quienes la libraran y cuál será su escenario principal. Los rostros del odio, del racismo, del machismo, del nacionalismo exacerbado cobran delante de nuestros ojos expresiones terribles (leamos las palabras de furia del discurso de Donald Trump en su toma de posesión como presidente o de Marine Le Pen o de Benjamín Netanyahu o de cualquiera de los líderes de extrema derecha que avanzan posiciones en diversos países europeos) y vuelve a experimentarse la embriaguez colectiva que tanto nos recuerda a lo ocurrido en la década de 1930.
Quizás alguien pueda pensar que este panorama es exagerado y catastrofista, una reacción habitual que recuerda a otras que se han dado en la larga historia de la humanidad poco antes de grandes guerras.
En 1938 y 1939, poco antes de morir, Joseph Roth, en artículos recogidos en La filial del infierno en la tierra, escribía sobre la verdad (en cierto sentido sobre lo que hoy llamamos postverdad):
La adulteración de la verdad se consigue en el periodo más corto de tiempo recurriendo a la exageración o a la simple negación de la realidad. (…) La verdad requiere propagación, pero no “propaganda”.  Sé que mientras nosotros nos esforzamos por decir la verdad, en un simple papel, el altavoz ya está allí preparado para el transmisor de mentiras (…). Aun así nosotros hablamos. Aun así, escribimos. Porque sabemos que las palabras veraces no mueren. Nuestra fe es sólida, porque no teme la duda. Al contrario, ésta la refuerza. 
Roth se devanaba los sesos sobre cómo expresar lo inexpresable. 
El círculo de fascinación de la mentira, que los criminales levantan en torno a sus fechorías, paraliza la palabra y a los escritores, que están a su servicio. 
Y daba vueltas y vueltas sobre la necesidad de tomar la palabra (…) la palabra amenazada por la paralización. Sin embargo, se desesperaba, ya exiliado en París, por la indiferencia de los países europeos ante lo que estaba sucediendo en Alemania tras la llegada al poder de Hitler en 1933:

La quema de libros, la expulsión de los escritores judíos y todos los demás desvaríos (…) pretenden aniquilar el espíritu. (…) la Europa espiritual se rinde. Se rinde por debilidad, por desidia, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con exactitud los motivos de esta capitulación vergonzosa.(…) los indiferentes siempre han contribuido a que el mal triunfe. Si el humanitarismo se percibe como excepcional, ello significa que la inhumanidad es lo acostumbrado. Lo natural se convierte sin más en sobrenatural. (…) Nada es tan brutal como la indiferencia frente a lo que ocurre en el terreno de lo humano. 

jueves, 23 de febrero de 2017

AMO A IMRE KERTÉSZ

Lo que hoy en día presentan como democracia poco tiene que ver con la res publica; más bien lo llamaría democracia del libre mercado. (…) se encamina de manera descarada hacia la centralización, hacia la concentración del dinero y del poder; (…) ¿No nos aguarda un fascismo discreto, con abundante parafernalia biológica, supresión total de las libertades y relativo bienestar económico? (p. 25-26).

Por fragmentos como este amo a Kertész y aspiro a leer toda su obra, habrá quien ya lo haya hecho, a mí me quedan, por fortuna, algunas por leer. No las estoy leyendo ordenadamente aunque si leí Sin destino en primer lugar. Mi sexta lectura ha sido esta obra póstuma publicada en 2016.
La última posada son los diarios (auténticos y de ficción) escritos entre 2001 y 2009 pero también el intento de escribir la obra de ficción La última posada, que aparece dentro del libro. El formato de diario le da a Kertész la libertad para escribir de todo, acrecentada por el hecho de que asume su papel de escritor enfermo y viejo que se acerca a la muerte y lo explica sin guardarse nada. Es esta la razón por la que este último libro rezuma sinceridad y verdad, pero también afirmaciones políticamente incorrectas, a veces repetitivas que le dan una apariencia de espontaneidad, quizás descuido en algún momento, pero también frescura.


Esta especie de testamento vital y literario recoge todo aquello que se le ocurre al autor, así que las reflexiones sobre libros y autores ocupan un papel interesantísimo, por lo menos para mí. Su lucidez al observarse a sí mismo, y a su obra, es conmovedora a veces, perturbadora muchas otras.
¿Para qué sirve este cuaderno de bitácora? ¿No lo he abierto para apuntar los últimos fondeaderos, para apuntar las últimas copas en las últimas paradas, para girar el timón rumbo al último puerto? (106).

No es nada fácil hablar de la vejez y la muerte sin trabas como lo hace Kertész. Quizás esta última obra de Kertész no aporte nada nuevo a lo ya escrito pero su lectura te lleva por muchos de los vericuetos de su vida y de su manera de pensar. La libertad con la que expresa sus emociones, el existencialismo que rezuma todo el texto, el pesimismo-realismo sobre la situación actual (la existencia gregaria, la evolución hacia la incapacidad política, p. 11), sus opiniones literarias y musicales, todo aquello, en definitiva, que le resulta relevante en un momento dado, me interesa como lectora entusiasta de Kertész.
Algunas de las reflexiones por las que amo a Kertész:
La vejez -nunca lo había pensado- empieza de golpe. De un día para otro, casi de un instante para otro (16).
(…) la época en que vivimos es incompetente (17). 
El caos también es orden, pero el orden de otros (50). 
No hay que entender los libros, basta la inspiración que despiertan en nosotros, a menudo por el mero hecho de tenerlos en las manos y leerlos. No importa el libro, sino su lector (77). 
Budapest. Dicen que no me interesa lo que significa ser húngaro. No, les respondo, a mí me interesa lo que significa ser (226). 
Europa está en un evidente atolladero ético del que no logra salir desde Auschwitz (236). 
La escritura como el arte del silencio (268).

Una obra imprescindible. Así cierra el libro:
Siempre he tenido una vida secreta, y siempre ha sido la verdadera (294).







martes, 13 de diciembre de 2016

IMRE KERTÉSZ, Kaddish por el hijo no nacido

El kadish es uno de los rezos principales de la religión judía, se trata de una plegaria que se reza solo en público. Existen varias clases de kadish según la ocasión, pero el que ha alcanzado más relevancia es el kadish de los huérfanos, la plegaria en memoria de los muertos. Es con esta acepción con la que más se conoce.
Kertész escribe en esta breve e intensa obra de 147 páginas una auténtica plegaria por el hijo no nacido en la que tienen cabida otros temas relevantes sobre la vida (mejor la supervivencia), la escritura, el amor, el matrimonio y, como no, su condición de judío. Se trata de un texto exigente porque apenas hay puntos y aparte, su lectura exige concentración, tiempos largos de lectura (una nunca sabe dónde dejar de leer por la continuidad del texto) y lentitud.
Estamos ante un texto sin concesiones, austero, brutal incluso, en el que al utilizar el estilo testimonial (un hombre nos habla de sí mismo, se confiesa literalmente),  resulta de una honestidad descarnada, desgarradora.


El libro empieza con un ¡No! contundente, sin titubear y de manera como quien dice instintiva (7). Un ¡No! que alcanza su verdadera dimensión en su negativa a tener hijos cuando se lo plantea su pareja:
“¡No!”-- nunca podré ser padre, destino, dios de otra persona,
“¡No!”-- nunca podrá ocurrirle a otro niño lo que me ocurrió, la infancia (112).
Y partiendo de esta negativa rotunda empieza a contarle a su mujer, o tal vez a sí mismo, la historia de su infancia, con toda la obsesión y prolijidad, sin inhibirse, durante días, semanas, de hecho la sigo narrando, aunque ya no a mi mujer. Su niñez marcada por el padre, por la autoridad incontestada, por Auschwitz. Una niñez que relata en busca de la lucidez que es lo mismo que decir la autoliquidación consciente…, palada a palada Kertész cava su propia tumba en las nubes (23) (…) en los vientos, en la nada (145).
Sobre su condición de judío, el autor afirma que él y su familia no eran verdaderos judíos, eran no-judíos, judíos urbanos, judíos de Pest. Es decir, no eran practicantes de oración por la mañana, por la noche, antes de comer, oración con el vino, como comprobó en su infancia que lo eran sus tíos con quienes le enviaron unas vacaciones de verano. Sin embargo, inesperadamente, su condición de judío se hizo relevante por cuanto tal condición implicaba en general la sentencia de muerte. Y así aprendió a hacer las paces con la idea de su ser judío, igual que lo hace con otras ideas desagradables (32).
Pero Kertész descubre también en su monólogo porqué escribe. Afirma que escribía porque tenía que escribir (39); quizás consideraba la escritura como una huida (…) y hasta una salvación, la salvación de mí mismo y, a través de mí, de mi mundo material y (…) espiritual (40).
Y en el camino hacia la lucidez, descubre que:

(…) escribir sobre la vida equivale a pensar sobre ella, que pensar sobre la vida equivale a cuestionarla, y que solo cuestiona su propio elemento vital aquel a quien este elemento asfixia o quien de alguna manera se mueve en él de un modo contrario a la naturaleza. Descubrí que no escribo para buscar la alegría sino todo lo contrario: que por medio de la escritura busco el dolor, el dolor más intenso, casi insoportable, seguramente porque la verdad es dolor, y la respuesta a la pregunta sobre qué es el dolor, escribí, es muy sencilla: la verdad es lo que consume, escribí (104).

Y todas estas reflexiones acaban en Auschwitz. Y la constatación de que el totalitarismo ha existido (y puede volver a existir) porque las personas contribuyen a que exista con la esencia de sus vidas y hasta con su mera conservación en tanto que se aferran a conservar sus vidas. Hay por ello una rebelión del autor hacia la idea de que Auschwitz no tiene explicación, por el contrario Kertész piensa que el mal siempre tiene una explicación racional y que lo que no la tiene es el bien (53), porque para que el bien actúe es precisa la libertad, es decir, aquello que no debía hacer y que ninguna persona en sus cabales espera del ser humano. Por fortuna el mundo es nuestra quimera llena de sorpresas inconcebibles (60).
Su posición está teñida del pesimismo de una vida basada en su inconcebible supervivencia. Y un pronóstico desgarrador y desolador:

(…) aunque obviamente nada sea idéntico a nada ni nadie idéntico a nadie, también es evidente que, tras el fugaz interludio de una generación, todo vuelve a ser igual e incluso cada vez más igual (114).


Kertész mereció un Nobel en 2002, su valía como escritor crecerá con el paso del tiempo, estoy segura.

domingo, 13 de noviembre de 2016

BERLÍN














Nada más volver de Berlín encontré este fragmento en el libro de Kertész que empecé a leer y no he podido evitar reproducirlo aquí ilustrándolo con dos fotografías de los dos espacios de los que habla, la Postdamer Platz y la sinagoga de Oranienburger Strasse. Como bien dice al final de este fragmento, todo, todo cambiará...

Me encuentro en la Postdamer Platz; el pálido sol de la mañana; el desierto cubierto de polvo y escombros en pleno centro de la ciudad, en el lugar que fuera el muro y en sus alrededores. Como después de un bombardeo aéreo enorme, devastador. El ligero olor a ceniza bajo esa suave iluminación, los caminos que conducen a la nada, el recuerdo de los olores y del ambiente de la primavera de 1945, la inasible melancolía de la supervivencia… Cuántas veces estuve así ante la puerta del campo de concentración de Buchenwald, saboreando, por así decirlo, la libertad que olía a cadáver y sabía a la sopa del Lager, y a la fragancia de la primavera… Luego paseo hasta la sinagoga de Oranienburger Strasse. Busco en vano la pequeña pastelería donde una mañana hace trece años, en 1980, cuando el barrio aún pertenecía a la RDA, se me antojó un trozo de pastel verde, grande como una pala de carbón. Desde la ventana de la pastelería mi mirada se proyectó sobre unas ruinas color ladrillo que había enfrente, y no pude quitarles los ojos de encima. Poco a poco surgieron las asociaciones. 


En fotografías documentales, la sinagoga en llamas… la Noche de los cristales rotos, La Oranienburger Stasse, el edificio de estilo morisco… Pagué y crucé la calle a toda velocidad. En efecto, era la sinagoga. Entre las ruinas emergían aquí y allá, por las grietas de los antiguos muros, algunas matas verdes. Ningún vestigio de nada. En el interior, una inscripción casi ilegible en una placa, que se limitaba a aclarar la situación legal de la propiedad. Un montón de escombros mudos, caídos en el anonimato, ultrajados por el olvido. Ahora le han puesto encima una centelleante cúpula dorada, como una corona de espinos. Pero su entorno, las casas en estado ruinoso, la calle devastada, siguen recordando la guerra; el olor a moho que emanan los portales, las imágenes de la decadencia, la podredumbre. Como si las profundidades de un sótano se abrieran de golpe, ahora aflora toda la muerte y toda la devastación que han dejado atrás las últimas décadas. Dentro de pocos años todo esto desaparecerá; todo, todo cambiará: los hombres, las casas, las calles; emparedarán los recuerdos, tapiarán las heridas; el hombre moderno, con su característica flexibilidad, lo olvidará todo, eliminará de su vida la borra turbia del pasado aplicando un filtro, como si fuese el poso del café. Cierta sensación de satisfacción por el hecho de ver todo esto quizá por última vez (y no solo de verlo, sino también de sentirlo), como un naturalista que viese de pronto un ejemplar de una especie extinguida que vive tranquilamente su anacrónica vida.

IMRE KERTÉSZ, Yo, otro. Crónica del cambio, pp. 67-68.

viernes, 3 de junio de 2016

IMRE KERTÉSZ, Diario de la galera

Cuando leí Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura, quedé impresionada por esos diez ensayos que retrataban la frágil experiencia del individuo frente a la bárbara arbitrariedad de los acontecimientos que ahogaron a Europa, especialmente durante la II Guerra Mundial, en una verdadera matanza.
Me propuse entonces seguir leyendo su obra y compré este Diario de la galera. Su reciente muerte ha acelerado mi regreso a sus páginas. Impactada por la lectura de este diario, me queda su descarnada e íntima sinceridad cuando habla de sí mismo y del mundo que le rodea, me queda también la vivida sensación de que me está contando a mí misma a través de la riqueza de sus reflexiones que llegan hasta lo más hondo del ser humano, me queda la frustrante impresión de no haber podido asimilar todo el caudal de vida y de existencia que comunica Kertész. Quedan pendientes relecturas, por tanto.

Que nadie esperé un diario convencional…
…eso ya me lo enseño Cesare Pavese en El oficio de vivir, porque no lo encontrará, apenas cuatro sucesos personales como la enfermedad de la madre o su estancia como becario en Berlín y Dresde. Ni siquiera el derrumbamiento del comunismo en Hungría y el resto de países de la Europa oriental, incluida la temida URSS, encuentra hueco entre sus páginas. Pese a ello, la obra está estructurada en forma de diario por años, desde 1961 a 1991, mientras redactaba Sin destino (1975), Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990) hasta llegar a La bandera inglesa (1991). Este diario tiene mucho de breviario con textos breves y concisos pero intensamente densos.


La obra
Diario de la galera  está dividido en tres partes que componen la navegación de la galera: I- ZARPA. Rumbo a alta mar. II- A LA DERIVA. Entre acantilados y bancos de arena. III- SUELTA. El timón. RECOGE. Los remos. ES FELIZ. Como si se tratara de las pistas de un viaje pleno de dificultades, al estilo de la Odisea, zarpar conlleva el riesgo de naufragio, que la galera acabe a la deriva y surja la tentación de dejarse llevar. ¿El suicidio? El tercer capítulo, sin embargo, niega esa posibilidad muy presente en este diario ya que decide coger los remos, ¿la escritura?, ¿la caída del comunismo en Hungría? que puede provocar la salvación y conducir a la felicidad. Podría ser…

Adentrémonos en ese viaje zarpando, en los dos primeros capítulos, hacia alta mar con el riesgo de quedar  a la deriva entre acantilados y bancos de arena (1961 1989).
La vida no era fácil en la Europa comunista por aquellos años: guerra fría, tensión entre los bloques, la URSS como gendarme a través del Pacto de Varsovia, protestas aplastadas a través de los tanques (la propia Hungría en 1956, Primavera de Praga en 1968), escasez de productos de consumo, la asfixia de la falta de libertad…
Quizás por ese motivo, Kertész no habla en su diario de lo cotidiano:
Hojeando mi Diario de la galera: ¿dónde está mi cotidianeidad, dónde está mi vida? ¿Hasta tal punto no existe? ¿O hasta tal punto resulta embarazosa? ¿Quizás por eso me estilizo, eliminando los rasgos que no me convienen? (…) (34).
Esta posición vital condicionó su literatura. La existencia, el testimonio de ella, la denuncia del cataclismo lo acapara todo…
Creo cada vez menos en la “literatura”, en la ficción (…) ¿Qué queda? Quizás el ejemplo (la existencia): o sea, más y menos que el arte. La necesidad de dar testimonio crece, no obstante, en mi interior, como si fuese el último que aún vive y puede hablar, y es como dirigir la palabra a quienes sobrevivan al diluvio, a la lluvia de azufre o a la era glacial… Son tiempos bíblicos, de grandes y graves cataclismos, tiempos de enmudecimiento. El lugar del ser humano queda ocupado por la especie, el individuo es aplastado por lo colectivo como por una manada de elefantes que huye despavorida (34).
Su decisión acerca de la novela era firme, su relación con el mundo era exclusivamente de carácter subjetivo y ético y de ahí extraía su deseo insaciable de nombrar. Renuncia a contemplar el mundo desde la razón porque…
Quiero existencia, oposición, destino, pero el mío, aquel que no comparto con nadie y que no está emparentado con nada. Quiero puentes arrasados y la sensación que me domina desde hace días como un estado de ánimo: “no hay vuelta atrás” (81).
Zarpar, llegar a alta mar para averiguar que no hay vuelta atrás. Y no la hay porque Kertész nunca podrá olvida Auschwitz:
(…) es el trauma más grande del hombre europeo desde la cruz, aunque quizá se tarde décadas o siglos en reconocerlo. Y si no lo hace, ya todo dará igual. ¿Para qué escribir entonces? ¿Y para quién?


Para Kertész lo vivido en Auschwitz, o en Siberia, ha sucedido y ha pasado sin apenas afectar a la conciencia humana. Desde el punto de vista ético nada ha cambiado y eso perturba profundamente al autor que concluye que todas las experiencias son en vano. Esa es la base de su existencialismo y es lo que provoca que ronde la depresión, la angustia, la incapacidad para concentrarse y pensar. Las preguntas caen como lluvia fina y persistente. Las dudas sobre la utilidad de la escritura son constantes, el autor entabla una batalla entre escribir o callar, entre vivir o morir ¿Hay mayor deriva en la “navegación” que esa?:
En algún momento, cuando mi vida se vuelva insoportable, tendré que desear la muerte a pesar de todo. Es la ironía definitiva del destino humano, el engaño total del hombre (75).
El suicidio es una posibilidad real para los supervivientes de los lager y Kertész lo sabe pero intenta darle la vuelta:
El suicidio más apropiado para mi es, por lo visto, la vida (33).
Saber que los comandantes de los campos disfrutaban y se emocionaban escuchando a Bach y Mozart, convulsiona el mundo de cualquiera que los sufrió como víctima. Visitar Buchenwald en 1980 fue contemplar toda su mezquindad y su ignominia. Y una dura reflexión:
(…) cuánto deseaba no ser yo y que ellos no fuesen ellos [se refiere a los otros visitantes indiferentes ante las explicaciones del guía] y que no hubiera ocurrido nada y que no existiera la historia y que todos cuantos nos encontrábamos allí careciéramos de destino como los dioses (según Rilke, según Hörderlin)… (100).
Por eso Kertész no solo duda si vale la pena vivir la vida, sino si merece la pena vivirla desde la lucidez, desde la terrible posibilidad de equivocarse en cuanto a la naturaleza de la vivencia. Escribir  para no parecer lo que soy: producto final de determinantes, restos del naufragio de casualidades, siervo de la electrónica biológica, ser desagradablemente sorprendido por mi carácter… (69).
Sus escritos son un testimonio de su persona y surgen del exilio en que vive (…) (75). Siempre la desesperanza:
En mi vida nada es mío, por así decirlo: a lo sumo poseo unos recuerdos definidos y unos proyectos confusos (77).
Mi vida es terrible en todos los sentidos, excepto en el sentido de escribir: así pues, escribir, escribir, para soportar mi existencia; es más, para justificarla (168).
Desesperanza por la inutilidad de la existencia, la falta de conciencia con que vive todo ser vivo (212). Y sin embargo, no tira la toalla, porque la vida es una vida dirigida a alguien y es por ello que tiene sentido. Quizás en esa posibilidad es donde se puede colar la esperanza del anticonformismo, algo arriesgado que nos puede conducir a la deriva posiblemente, sin embargo es el único camino posible: arrancar por completo la vida de las manos del sistema, no silenciar nada sobre él aunque haya que poner en riesgo la vida.


Suelta… recoge… es feliz
El tercer capítulo (1989-1991) abarca una época de posibilidades inéditas para Kertész. La caída del comunismo en Hungría (1989) y en los demás países de la Europa oriental. La actitud no intervencionista de la URSS, dirigida por Gorvachov, y su posterior disolución y fragmentación en quince repúblicas independientes cambió su mundo. El desplome del mundo que le había asfixiado, que le había limitado las posibilidades de desarrollar su literatura, que lo había convertido siempre en un sospechoso, tuvo que tener un impacto importante en su vida personal y como escritor. Por no hablar del reconocimiento a su obra que llegó en 2002 con la concesión del Premio Nobel.
Suelta… 
No tengo “problemas de identidad”. Ser “húngaro” no es menos absurdo que ser “judío”; y ser “judío” no es más absurdo que existir (222).
¿Por qué odian a los judíos aún más desde Auschwitz? Por Auschwitz (232).
Nunca olvidó que el exterminio fue practicado de forma sistemática, fue convertido en un sistema, mientras a su lado transcurría la vida normal.  Se ha demostrado que la forma de vida del asesinato es una forma de vida vivible y posible y, por consiguiente, institucionalizable (237), algo que a Kertész siempre lo torturó y también recogió en Un instante de silencio en el paredón.
Él mismo afirmó que se salvó del suicidio al vivir en una sociedad que le garantizaba la continuación de una vida esclavizada y que de este modo excluía también la posibilidad de cometer cualquier error (270). La humillación no solo guardaba humillación sino también redención, afirmó.

Recoge…
Poder confirmar lo que lleva tiempo pensando respecto al “socialismo real”:
Sólo ahora se ve de verdad el secreto de la dictadura. La inseguridad de las personas, su desconcierto, su espera, su atolondramiento: la orden no llega. Y cuando se da por seguro que no llega, enloquecen: se atacan unos a los otros, se odian, roban y asesinan, más desenfrenados que en la época de la dictadura… y menos libres (246).
Kertész se asombra de cómo el imperio comunista pudo mantenerse tanto tiempo en el poder imponiendo el caos, el terror, la irracionalidad. El llamado socialismo, el fiasco humano general más grande del siglo (248), había condicionado su vida durante cuarenta años y apenas era capaz de comprender cómo se mantuvo en pie y cómo él pudo crear un espacio para su vida espiritual.
Ser capaz de pensar, aun siendo peligroso para uno mismo y para la comunidad es la mayor aventura que puede emprender el ser humano. Vivir una vida real, después de cuarenta años de absoluta artificialidad (259).

Es feliz…
¿Qué pudo dotar de cierta felicidad a Kertész a sus sesenta años?
El amor. El amor sobrevive. Como la vergüenza, como el tormento (262).
El radicalismo, el anticonformismo para arrancar la vida del control del poder, la oposición como forma de libertad, de afirmación del espíritu. Y con esa postura de coherencia…
(…) la vida verdadera, no falsificada por las ideologías, purificada de las contaminaciones de mi yo (271).
(…) la inspiración, porque en ella se encuentra la verdad (273).
La historia como intento milenario, desesperado y continúo del ser humano de escapar de la locura.
Y sobre todo (…) escribir, escribir, para soportar mi existencia y justificarla.
Y la lectura de escritores como Camus, el autor más citado en este diario y modelo en el que Kertész se mira, pero también de muchos otros: Beckett, Rilke, Goethe, Benjamin, Sumner, Mann, Stendhal, Márai, Weil, Krúdy, Kafka… que desfilan por este viaje vital, preñado de un existencialismo radical, a través de sus citas y de sus reflexiones.
Una obra de las que no se olvida, un faro para observar la vida desde una radical lucidez y desde el anticonformismo.
Kertész contradijo a Adorno cuando afirmo que después de Auschwitz era imposible la poesía. Contradijo al filósofo cuando afirmó que es justamente después de Auschwitz cuando se tiene que escribir poesía:
Tengo el privilegio de recoger los horrores y expulsarlos por escrito. Si no lo hago, sufriría más.