Tenemos tendencia a pensar que todo lo que ocurre es
una novedad del presente. Esa percepción nos lleva a hacer falsas valoraciones
acuciadas por la precipitación de la urgencia de la actualidad. Por desgracia,
la corrupción no es una novedad en este país y conviene mirar el hecho desde la
perspectiva histórica.

No me iré más allá de la Edad Contemporánea que
inaugura un sistema político, el liberalismo que evolucionará a la Democracia,
que afirma que la nación y posteriormente el pueblo gobiernan a través de sus
representantes y al servicio de los mismos. Con anterioridad, los sistemas
políticos daban por hecho, como señala Jacques Rancier en El odio a la Democracia, que gobernaban quienes tenían los títulos
para gobernar a los hombres y mujeres, y estos eran dos: uno que estriba en la
filiación humana o divina, o sea, la superioridad
por nacimiento; otro que estriba en la organización de las actividades
productivas y reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza. Los sistemas que claramente defendían ambos
títulos para gobernar consideraban lógica la corrupción política, es decir, que
los funcionarios
públicos u otras autoridades públicas gobernaran en beneficio propio.

El liberalismo cuestionó el primero y la democracia
el segundo. Otra cosa es si esto es real o seguimos gobernados por los
superiores por nacimiento y los que tienen el poder de la riqueza bajo la
apariencia del gobierno del pueblo. Esa reflexión será objeto de otro momento.
En España se dispuso de gobiernos liberales desde la
muerte del último monarca absoluto, Fernando VII, en 1833 (con el antecedente
de la Constitución de 1812 y el Trienio Liberal de 1820-23). Con soberanías
nacionales y sufragios censitarios o elecciones manipuladas a través del
encasillado y el caciquismo, el poder de
la riqueza, de los propietarios, encumbró la corrupción como un elemento
propio de la idiosincrasia del siglo XIX, exceptuando el breve intento del
Sexenio Revolucionario (1868-1874) que fracasó de manera estrepitosa con la Iª
República. La oligarquía controló férreamente el poder y gobernó para los
amigos políticos que pedían favores a cambio de votos sin ocultarlo y sin ningún
pudor o mala conciencia. Así, los políticos de la Restauración (1875-1931)
recibían centenares de cartas para que la hija aprobara las oposiciones de
maestra, el marido pudiera cambiar de destino militar, se construyeran
infraestructuras en un lugar determinado o se favoreciera la venta de acciones
de una empresa con problemas. Estas cartas, que he podido consultar en el caso
del liberal, y varias veces ministro, Víctor Balaguer, no eran destruidas porque
se consideraba algo habitual y no vergonzoso.

De este cambalache quedaba excluida la mayoría de la
población que era marginada del poder a través de la manipulación electoral. El
gobierno de la oligarquía alcanzó a ser tan desvergonzado en la Restauración, a
través del bipartidismo y el turno pacífico, que se fue conformando una
respuesta social a través del movimiento obrero de mayoritaria influencia
anarquista y una respuesta política que consideró la Republica como la solución
a toda esta injusticia en el reparto de la riqueza. Así, tras 56 años
(incluyendo la primera Dictadura del siglo XX en España) el sistema de la
Restauración fue desplazado del poder.
La IIª República, el primer sistema democrático que,
brevemente, conoció España, intentó con poca fortuna acabar con el caciquismo,
la oligarquía, la corrupción y la injusticia social. Demasiadas expectativas
que pronto se frustraron entre quienes habían confiado en la “Gran Promesa” que
se venía levantando desde hacía tiempo con la ilusión de la república. Todo
acabó sangrientamente en una guerra civil y 36 años de Franquismo, un sistema
totalitario que enseñoreo de nuevo, y con mucha más facilidad, el poder de la
riqueza y la superioridad por nacimiento. La corrupción, desde la arbitrariedad
del totalitarismo, volvió a estar vigente hasta la muerte del dictador en 1975.

Cuando se inició la Democracia actual, a partir de
las primeras elecciones libres y la Constitución (1977-1978), el patrimonio con
el que contábamos en cuanto a la existencia de un sistema democrático que
perseguía la corrupción eran los cinco escuálidos años de la IIª República en
los que no se logró acabar con ella (ahí están los casos de corrupción del Gobierno
Lerroux) pero se condenó. Casi 140 años de existencia de la corrupción generan
un comportamiento en la población y en la clase política de laxitud ante esta y
de comprensión hacia los listillos/as que la practican. La corrupción está en
el ADN de la población española que vota a políticos/as y partidos corruptos. De
hecho, todos los partidos que han ganado las últimas elecciones, generales o
autonómicas, forman parte de dichos partidos, incluso dentro de los nuevos
partidos hay otros, me refiero a Izquierda Unida, que estando en los consejos
de administración de las Cajas de Ahorros, no denunciaron lo que estaba
ocurriendo en ellas, por no hablar de las famosas tarjetas opacas que
utilizaron considerando normal ese premio a su silencio. La corrupción ha
contaminado incluso a los sindicatos mayoritarios que continúan ganando las
elecciones sindicales.

Si continuamos pensando que la corrupción es cosa de
cuatro políticos/as que están en el poder y que con retirarlos de los partidos
y del poder político se soluciona todo, estaremos prolongando un mal endémico
que tiene difícil solución. La regeneración tiene que venir de abajo a arriba,
empezando, por ejemplo, por no avalar a quien practica la corrupción, sean los
partidos, el vecindario, las consultas médicas sin factura, las chapuzas sin
IVA o los/las colegas del trabajo. También es factible una subversión colectiva del orden establecido cotidiano que corté
nuestras contribuciones al Estado mientras se mantenga la corrupción (en
especial el sistémico fraude fiscal de los
y las poseedoras de la riqueza).