Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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miércoles, 13 de noviembre de 2024

ERREJÓN Y LA DOBLE MORAL

 




La doble moral ha sido un comportamiento netamente masculino desde tiempos inmemoriales, ya que a las mujeres no se les ha permitido más que una versión de la moral, la del sistema heteropatriarcal. Las mujeres han sido vigiladas, maltratadas, encerradas, para que su comportamiento respondiera a la normatividad estricta, lo contrario implicaba, entre otras cosas, un peligro para la paternidad legítima de los hombres que han castigado siempre, incluso con la muerte. Pero las normas elaboradas por los hombres permiten un comportamiento masculino laxo, aceptable y bien visto (en todo caso, los hombres nunca han sido censurados por vivir en la doble moral).


Pero el «caso Errejón» resulta llamativo porque la doble moral parece que no va con los hombres «progresistas» o de izquierdas, ellos se las han apañado para hacernos creer que no hacen esas «cosas», que eso es propio de la derecha, del conservadurismo casposo. Los hombres de izquierdas se han situado en un nivel de superioridad moral, también en los comportamientos sexuales, puesto que son feministas y han logrado una nueva masculinidad que les exime del machismo, del deseo de dominio y del abuso de poder. El «caso Errejón» demuestra que las cosas no son tan sencillas y que algunos viven esa doble moral de forma extrema.


El «caso Errejón» pone de manifiesto otros aspectos dignos de reflexión. El discurso identitario construido sobre las diferencias entre hombres y mujeres, que los feminismos han consolidado y, en algunos casos, han naturalizado como elementos fijos, han servido para regular los deseos, la sexualidad y las relaciones sociales. Las identidades femeninas y masculinas se han basado en un contraste binario entre una sexualidad femenina sacralizada (necesitada de seguridad y afecto) y una sexualidad masculina irrefrenable y, en ocasiones, agresiva y violenta. El «caso Errejón» parece responder a ese prototipo de mal masculino peligroso.


Pero sin entrar en detalles del «caso Errejón» que está en fase de investigación, individualizar el peligro de las agresiones sexuales, nos apartan de responsabilizar a las instancias e instituciones que sostienen el sistema heteropatriarcal y que son el fundamento de las violencias. Errejón conoce tan bien el discurso feminista que él mismo utilizó este argumento en su carta de dimisión para justificar su comportamiento culpando al patriarcado. Esto no funciona así: tú debes responsabilizarte de tu comportamiento agresor y abusador y nosotras nos encargaremos de indagar el aspecto estructural del sistema heteropatriarcal que hay tras tu violencia contra las mujeres.


El «caso Errejón» ha puesto en evidencia la facilidad con la que los feminismos y otras instancias políticas caen en el punitivismo, en la necesidad de poner en la picota al agresor y castigarle. Comprendemos que las víctimas puedan necesitar el castigo, pero desde un punto de vista feminista y anarquista debemos preguntarnos: ¿Para qué sirve el castigo, la pena? ¿Qué aporta a la solución de la violencia de género una política restrictiva y regulacionista? ¿Consideramos que el feminismo anarquista debe apostar por una justicia basada en la venganza? En ningún caso podemos apoyar la necesidad de que el Estado aparezca como la instancia protectora de las víctimas y que estas queden como seres necesitados de protección e incapaces de autoprotegerse.


No resulta, por último, menos relevante que hayan sido en gran parte mujeres de las formaciones políticas en que estaba encuadrado Errejón quienes han ocultado su conducta sexual agresiva y maltratadora en aras de la defensa de un fin superior: la defensa del proyecto político que compartían. Tanta importancia se concede a este fin superior que para muchos el «caso Errejón» tendrá graves consecuencias para la izquierda en su proyecto electoral.


Al margen de ser de izquierdas o de derechas, la vida cotidiana de los hombres está, como mínimo, salpicada de machismo (y eso no depende de quién gobierna), es un mal estructural que conviene enfocar de modo adecuado para avanzar en el debilitamiento del sistema heteropatriarcal.


Laura Vicente

martes, 23 de julio de 2024

ANARCOFEMINISMO Y VIOLENCIAS CONTRA LAS MUJERES

 



El número de mujeres asesinadas en 2024 a fecha de hoy (15 de julio) es de 21, la mitad de estos asesinatos se han producido en los meses de junio y julio. Parece que el verano no es para muchas mujeres esa estación de vacaciones y relajación sino todo lo contrario.

Difícilmente el término violencia puede definir la compleja situación de desigualdad, subordinación y discriminación a la que las mujeres todavía estamos sometidas, y también la experiencia que tienen en esta situación distintas mujeres en contextos diferentes. Es importante, por tanto, indagar en las motivaciones y las formas que adopta la violencia masculina sobre las mujeres puesto que está extendida en todas las latitudes y atraviesa todos los estratos sociales. Esta tarea de comprender qué se esconde detrás de la violencia es importante para poder oponerse con otros instrumentos que no sean solo los de la justicia penal que están demostrando su fracaso[1].

Desde el anarcofeminismo consideramos que debemos ir más allá del discurso de la víctima porque no es un discurso subversivo y puede revertirse contra la víctima y convertirse en un discurso reaccionario. Los feminismos nos hemos obstinado en autovictimizarnos porque parece el único camino para ser escuchadas cuando puede ser la forma de silenciarnos perversamente. La víctima solo puede dar testimonio de «su» dolor y es difícil que pueda hablar fuera de su guion de víctima, solo dejando ese guion se puede trascender su propia victimización[2].

Somos conscientes de que estamos hechas de orden patriarcal y hemos aprendido a hacer justicia desde lo punitivo. Pero este planteamiento no nos sirve para nuestros propósitos, hay que desarrollar formas alternativas de lidiar con el Derecho, buscando conferirle sentidos radicalmente no apropiantes/individualizantes, es decir, desvinculados de la opresión que genera y que mantiene la división entre poseedores y no poseedores (ya que la propiedad ocupa el lugar de categoría central en la estructura bélico-jurídica originaria). El individualismo posesivo de los inicios violentos del orden jurídico sustenta no solo una diferencia radical entre aquellos que poseen y los que no poseen, sino que también hace posible la creación y el desarrollo de la personalidad del sujeto jurídico, comprendido como algo particular, cerrado y único[3].

Es necesaria una revisión del tipo de sexualidad que consideramos liberadora. Nuestra manera de entender el feminismo no es esencialista y es pro-sexo, lo que implica asumir el peligro/riesgo en las relaciones con los hombres (conviene también cuestionar las falsas expectativas de la protección desde el Derecho y el código penal). El feminismo anarquista lucha por la libertad, el deseo y el placer de las mujeres, o lo que es lo mismo, opta por la libertad sexual por delante de la seguridad y no se doblega a las normas patriarcales. No podemos aceptar que un sector del feminismo se haya vuelto «productor» de normas sobre lo que está bien y lo que está mal en la sexualidad y en la relación entre los sexos contribuyendo a limitar la libertad y moldear la subjetividad.

Somos partidarias de la autogestión colectiva de las violencias y de profundizar en cómo operan estas (poder y violencia están íntimamente relacionados, por lo que es necesario cuestionar el poder, no reforzarlo); hay que ir a las causas de las violencias. Expresar el odio a las personas que agreden (por ejemplo, en los movimientos sociales) parece que es hacer algo, pero lo único para lo que sirve es para expresar la rabia de las víctimas. No es nueva la propuesta de promover acciones de lucha y de educación social en lugar de confiar en las vías legales: distribuir material informativo que explica el papel de la sociedad en el desarrollo de las violencias contra las mujeres o de la desigualdad en el mundo laboral; imprimiendo y haciendo públicas las descripciones de los violadores, de forma que desaparezca la seguridad del anonimato; y afrontando en grupo, junto a las víctimas, a los violadores en público. Una educación que parte de la realidad y trata de modificarla[4].

Somos partidarias de construir un proyecto político a largo plazo basado en la autodefensa feminista, entendido como un «proceso de rehumanización», tal y como plantea Elsa Dorlin[5]. El miedo se ha construido colectivamente como una característica femenina, una verdadera mujer debe tener miedo. Al tener miedo debe elaborar estrategias de evasión, incluso debe excluirse de determinados espacios. Sin embargo, es superando el miedo impuesto por siglos de opresión, asesinato, tortura, silencio, mediante técnicas constantemente readaptadas, como se puede cambiar de bando el miedo. No vamos a hacer apología de la violencia, pero esta ha sido una herramienta negada a las mujeres (incluso para autodefenderse) incidiendo en la incapacidad defensiva de las mismas. Las mujeres debemos aprender a defendernos, sobre todo colectivamente (pero también individuamente porque la violencia se lleva a cabo en muchas ocasiones en los espacios familiares), debemos explorar los medios para hacerlo, renunciar a ellos supone reforzar el sistema de valores dicotómicos y normativos basados en que ellos incorporan la violencia y las mujeres no lo hacen en ninguna situación.

Como hemos dicho al principio, hablar de violencia no define la compleja situación de desigualdad, subordinación y discriminación a la que las mujeres todavía estamos expuestas. Las propuestas planteadas requieren tiempo y que las personas asumamos con qué nos enfrentamos y dejemos de recurrir sistemáticamente al Estado «protector» y punitivista. Nuestra lucha es contra cualquier tipo de dominación lo cual desborda el Estado, pero la lucha contra la dominación lleva implícita la resistencia al Estado. El poder va mucho más allá del Estado, es polimorfo e históricamente cambiante de unas relaciones de poder consustanciales con la propia vida social, por eso la lucha contra la desigualdad y discriminación que sufrimos las mujeres resulta tan compleja y tan difícil de afrontar.

 Laura Vicente 



[1] Las propuestas que aportamos en este breve texto están más desarrolladas en un artículo recientemente aparecido: Vicente, Laura, «Anarcofeminismo para el siglo XXI: punitivismo», Redes Libertarias, nº 1 (2024), pp. 37-42.

[2] Este planteamiento lo desarrolla Galindo, María, Feminismo bastardo. España, Mantis Narrativa, 2022, p. 97.

[4] Estas acciones son relatadas por Kytha Kurin en el texto: Anarco-feminismo. ¿Por qué el guion? Canadá, 1980. https://periodicolaboina.wordpress.com/2019/03/09/anarco-feminismo-por-que-el-guion/

viernes, 3 de febrero de 2023

PERPLEJIDADES INSTITUCIONALES Y VIOLENCIA DE GÉNERO

BERTA VICENTE


Tres ministerios (Igualdad, Justicia e Interior) andan confusos, perplejos, frustrados y asombrados ante el aumento de asesinatos de mujeres en el mes de diciembre de 2022 (trece mujeres asesinadas y un caso más que todavía se está investigando)  y en el de enero de 2023 (a día 11 debemos contabilizar cuatro mujeres asesinadas). Y es que desde el Estado se confía en que, con recursos, leyes, ministras feministas en Igualdad y labor policial se puede atajar la violencia de género.

La evidencia nos dice que no es así, ya que incluso los países con los índices de igualdad de género más altos del mundo (los países nórdicos) ostentan así mismo altas tasas de mujeres víctimas de homicidios intencionados por parte de su pareja (Islandia y Finlandia).

Las políticas que se ponen en marcha desde el Estado intentan taponar un herida con tiritas puesto que parten de la filosofía de la necesidad de «proteger» a las mujeres, lo cual conlleva la consideración de que estas, como personas débiles y vulnerables,  precisan de dicho amparo. Como decíamos en otro texto[1], a lo largo de la historia, la idea de que las mujeres necesitan la protección de y por parte de los hombres (o del Estado) ha sido fundamental a la hora de legitimar la exclusión de estas de ciertos ámbitos y su confinamiento en otros. Es decir, el Estado intenta atajar la consecuencia, no la causa de la violencia contra las mujeres y las personas percibidas como mujeres.

¿Y cuál es la causa? ¿Qué es lo que explica la violencia de género? La violencia no se produce porque las mujeres sean débiles o vulnerables por el hecho de ser mujeres, sino porque vivimos en sociedades con culturas de la violencia contra ellas. El problema de la violencia es estructural, no coyuntural, mientras no seamos capaces de desmontar esa cultura de la violencia de género, no resolveremos la situación.

Señalaba Bakunin[2], y siguieron su estela entre otras Emma Goldman, que resultaba mucho más difícil oponerse a la tiranía social que a la tiranía del Estado ya que la primera no presenta el carácter de violencia imperativa que distingue la autoridad del Estado. No se impone con leyes, sino que lo hace de manera más suave, más imperceptible, domina a los seres humanos «por los hábitos, por las costumbres, por la masa de los sentimientos y de los prejuicios, tanto de la vida material como del espíritu y del corazón, y que constituyen lo que llamamos la opinión pública». Por ello, rebelarse contra esa influencia que la sociedad ejerce, obliga a la persona a «rebelarse, al menos en parte, contra sí mismo». Esta es la razón por la que el anarquismo(s) otorga un gran valor a la transformación de la subjetividad o lo que es lo mismo, a la desubjetivación, es decir, a dejar de ser lo que quieren que seamos. Lo que Emma Goldman señalaba como «liberación de los tiranos internos» o emancipación interna.

Para poner fin a la violencia de género tenemos que poner fin a las desigualdades estructurales entre los géneros, centrando nuestro objetivo en esa «tiranía social» que señalaba Bakunin y horadando la compacta membrana cultural que impera en las sociedades impregnadas de generismo y que está compuesta por sedimentos acumulados durante miles de años en las estructuras mentales y el imaginario social.

Ese complicado objetivo tiene que estar en el punto de mira para evitar políticas que bien poco remedian. Mostrar a las mujeres, o más precisamente, reificar sistemáticamente los cuerpos femeninos puestos en escena como cuerpos victimizados a través de las campañas contra la violencia de género actualizan la vulnerabilidad como el devenir ineluctable de toda mujer. Y encima son un tributo ofrecido a los agresores: señala lo que produce el hecho de ser poderoso[3].

Las mujeres debemos enfrentarnos como sujetas activas a la violencia y desafiarla desde otros parámetros que vayan en la dirección de desestabilizar sociedades construidas, entre otros pilares, sobre la cultura de la violencia de género. Planteamos a continuación algunas líneas de actuación desde el feminismo anarquista diferentes a las de las desorientadas y perplejas instituciones del Estado.

Desde las redes comunitarias debemos realizar un trabajo de tolerancia cero hacia la violencia de género (y otras violencias, claro). Solo algo más del 1% de las denuncias de violencia de género proceden del entorno de las mujeres que la sufren. Las mujeres deben sentir que el entorno social (no los servicios sociales o la policía, que no descartamos, pero no son los mejores apoyos) las ampara y las sostiene frente a la violencia. Que los agresores se sientan en su entorno social vulnerables, sientan miedo y exclusión.

El feminismo anarquista propone una repolitización crítica en contraofensiva al generismo (incluido el del Estado) fortaleciendo las respuestas, no desde las instituciones y la policía, sino desde las mujeres mismas para que asuman una defensa activa frente a la violencia. Debemos poner en el centro de la agencia de las mujeres la necesidad de la autodefensa feminista. Dice Elsa Dorlin[4] que la autodefensa feminista instaura otra relación con el mundo, otra manera de ser, al aprender a defenderse las mujeres crean y modifican su propio esquema corporal, que se convierte entonces, en acto, en el crisol de un proceso de concienciación política. Con la autodefensa no se aprende a luchar, sino que se desaprende a no luchar.

Hay que trabajar siguiendo la señalada estela de Bakunin y Goldman en la politización de las subjetividades, es decir, en lo cotidiano, en la intimidad de los afectos relacionados con la rabia, en la soledad de las experiencias vividas de la violencia.

Desde estos parámetros, nos decantamos en favor de la autodefensa, entendida esta no como un medio con miras a un fin, sino como forma de politizar los cuerpos, sin mediación, sin delegación, sin representación.

 Laura Vicente 



[1] Laura Vicente, «Generismo de Estado» en Acracia, 26 de noviembre de 2022 http://acracia.org/generismo-de-estado/

[2] Miguel Bakunin (1976, 4ª edición): Dios y el Estado. Barcelona, Júcar, p. 154.

[3] Elsa Dorlin, (2019): Autodefensa. Una filosofía de la violencia. Tafalla, Txalaparta, pp. 286-287, 294.

lunes, 23 de enero de 2023

PELÍCULAS Y RECUERDOS

ANKA ZHURAVLEVA  

Mi entorno ha sido siempre urbano y mi mentalidad y forma de vida también lo es, siempre ha habido algo en los ambientes rurales que me ha resultado asfixiante y que me ha generado alarma y desconfianza. Los espacios pequeños, con poca población y cuyos habitantes se conocen todos, nunca me han resultado atrayentes.

Esta pequeña reflexión tiene su origen en la película «As Bestas» que he visto estos días de enero en el cine, pero está presente también la película «Alcarrás» que vi en casa, pero no pude acabar.

Pero hay algo más, recordé un suceso que ha podido influir en esas sensaciones que he descrito y que afloraron al ver «Alcarrás», un pueblo de casi diez mil habitantes de la provincia de Lérida que poco tiene que ver con la diminuta aldea gallega que aparece en «As Bestas» aunque ambos encajan en esa denominación de zona rural. Curiosamente en ambos casos es la propuesta de instalar energía alternativa con un hipotético beneficio económico (placas solares en Alcarrás y molinos eólicos en la aldea gallega) la que desencadena problemas entre las familias y entre el vecindario.

Mientras estaba viendo «Alcarrás», una sensación desagradable fue creciendo más y más: ese pueblo, su vecindario, sus formas de vida aparentemente armoniosas me recordaba otro pueblo muy cercano, Almacellas. Un suceso personal, cual magdalena de Proust en forma cinematográfica, me obligó  a dejar de ver la película.

Cuando tenía 18 años fui a ese pueblo a recoger fruta para ganar un dinero y afrontar el curso siguiente. La idea parecía buena porque tenía una amiga que era de ese pueblo y podía estar en su casa con lo que podía evitar gastos y además estar con ella. Los buenos planes se convirtieron en malos porque en una casa que consideraba segura sufrí un intento de violación muy serio y del que escapé por los pelos.

Pocas personas conocen ese suceso y jamás pensé que escribiría sobre él. Dejé la película a medias con muy mal sabor de boca y muy agobiada y, de nuevo, arrinconé ese recuerdo en el «cajón» de la memoria. Sin embargo, la película «As Bestas», que he visto hace unos días, me volvió a situar en el entorno rural y la historia relatada se acercaba más y más a mi mal recuerdo. Las sensaciones de asfixia y desconfianza que, ahora hice consciente, tenían más que ver con mi experiencia personal que con el entorno rural, aunque es probable que nunca los pueda deslindar.

La revelación personal que ambas películas me han despertado ha permitido hacerme entender que algo aparentemente olvidado no se ha disuelto, sigue en mi memoria. Las mujeres no solemos hablar de las agresiones que hemos sufrido, las guardamos como si no hubieran sucedido, pero están ahí, ya que un recuerdo se hace, se deshace y, a veces como en este caso, se rehace.

Ambas películas están recibiendo buenas críticas y premios, pero como habréis descubierto este texto no pretende hacer una reseña o crítica cinematográfica. Esta reflexión, ahora entiendo que tardía, me interpela como mujer, me confirma cómo silenciamos las agresiones y los abusos. ¿Qué hace que las callemos, las ocultemos, las olvidemos? Estaría bien intentar buscar respuestas y compartirlas colectivamente como ya hacen algunas mujeres dentro de los feminismos o en grupos de afinidad o amistad.

 Laura Vicente

jueves, 13 de junio de 2019

LAS MUJERES COMO BOTÍN EN LA GUERRA CIVIL


LAS MUJERES COMO BOTÍN EN LA GUERRA CIVIL
«TIRARSE A LA CALLE»
Laura Vicente

«Y los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz masculina”. (…) Las mujeres mientras tanto guardan silencio. (…) Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra “femenina”, sino la “masculina”. Se adaptan al canon».
Svetlana Alexiévich[1]


1-Las violencias contra las mujeres en las guerras

Alexiévich escribió en su libro La guerra no tiene rostro de mujer que las mujeres guardaban silencio sobre la guerra, incluso las que estuvieron en ella. Sabemos que la guerra en el frente oriental, contra la Alemania nazi, fue venerada en la URSS como un acto de gran heroicidad por parte del pueblo soviético, pero en el relato épico apenas se incluía a las mujeres. Sin embargo, miles de mujeres se incorporaron al ejército rojo, y no solo como personal sanitario o en otros trabajos propios del reparto sexual patriarcal (lavanderas, cocineras, etc.), sino en cualquier cuerpo del ejército (en escuadras de ametralladoras, pilotas de avión, conductoras, gobernando las piezas antiaéreas,  infantería, tiradoras, tanquistas, zapadoras, etc.) o como partisanas.
Se sorprendió la escritora bielorrusa cuando comprobó que los relatos de las mujeres eran diferentes a los de los hombres porque hablaban de otras cosas. En las guerras relatadas por mujeres no había heroicidad ni épica, «tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles» (Alexiévich, 2015: 14).
Y es que en el marco de un reparto sexual de espacios que asignaba lo público a los varones y relegaba a las mujeres a lo privado, el ejercicio de la violencia seguía siendo  monopolio de los hombres y un territorio prácticamente vetado a estas. La negación de la violencia física por parte de las mujeres, con excepciones como su presencia en motines y protestas por la carestía de las subsistencias, ha sido característica del proceso de construcción de la identidad de género. Ese monopolio masculino, así como el supuesto y secular binomio mujer pacífica/hombre violento, eran la mejor muestra, la más palpable consecuencia, de ese reparto de funciones y espacios, y con él de la dominación social y política del hombre[2].


Puesto que la violencia ha sido un componente fundamental de cualquier guerra, analizar las experiencias y vivencias de las mujeres en los conflictos bélicos tendría que estar vinculado a las de las prácticas violentas que los acompañaban. En el caso de las guerras civiles debería tenerse en cuenta tanto la violencia militar (batallas, combates y bombardeos) como la violencia civil y política que se producía en el frente, pero especialmente en la retaguardia, espacio fundamentalmente femenino que reservaba a las mujeres una violencia específica vinculada al modelo patriarcal de género.
Aunque han existido muchos tipos de violencia específica contra las mujeres, infligir una violencia sexual extrema sobre ellas, suponía que la batalla se perpetraba en el cuerpo de las mujeres, que eran el botín de una guerra decidida, financiada y ejecutada por hombres. La violación ha acompañado a la guerra en prácticamente todas las épocas históricas conocidas, ha sido utilizada como un arma con la que se amenaza,  como una forma de extender el terror entre la población. Se ha usado frecuentemente como guerra psicológica con el fin de humillar al bando enemigo y minar su moral[3].
La violencia sexual en tiempos de guerra también ha incluido la violación en grupo y la violación con objetos, igualmente se refiere a las situaciones en las que las mujeres se han visto obligadas a ejercer la prostitución o esclavitud sexual por una potencia ocupante, como fueron los casos de las esclavas sexuales coreanas por parte de los japoneses o las prostitutas de los campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial.
Podemos hablar de que en las guerras se hace más evidente la cultura de la violación que, habitualmente, existe en cualquier sociedad en tiempos de paz y es utilizada para modelar el comportamiento dentro de los grupos sociales, consolidando una cultura en la cual la violación ha sido aceptada y normalizada debido a actitudes sociales sobre el género, el sexo y la sexualidad. Ejemplos de comportamientos comúnmente asociados con la cultura de la violación incluían culpar a la víctima, la cosificación sexual, la trivialización de la violación, la negación de la violación, etc. El silencio siempre acompaña a la violación en tiempos de guerra, porque esta era un tabú social y la mujer prefiere negarla, evitando así su estigmatización definitiva.

2- La violencia como atributo de la masculinidad
Como bien dice Alexiévich en la cita que abre este artículo, en los libros que hablan de las guerras, «siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres». La historia que trata de las violencias que se llevaron a cabo durante la Guerra Civil española ha sido también una historia escrita en masculino. Hombres fueron sus actores y ejecutantes, hombres la mayoría de sus víctimas. Hombres quienes han historiado dichas violencias, o si fueron mujeres, no hicieron una lectura sexuada de lo acontecido hasta hace muy pocos años. Costó entender, como en otros muchos aspectos, que  hubo prácticas de violencia diferenciadas. Pese a ello, como señalaba Maud Joly[4], las violencias perpetradas contra las mujeres siguen siendo un tema marginal y marginalizado. Igualmente, la cuestión de las violencias sexuadas de la Guerra Civil constituye, solo muy raramente, un objeto de historia en sí mismo.
Y es que la especificidad de las violencias sexuadas cuenta con el problema de la fragmentación de las fuentes y los silencios. No es fácil, y eso es común a la historia de las mujeres, escribir cuando contamos con pocas huellas documentales de esas violencias diferenciadas. Siguiendo a Foucault[5], deberíamos abordar los documentos (u otras fuentes de información) desde su interior, más por lo que no dicen que por lo que dicen, planteando una nueva semiología de documento, valorándolo en su total integridad e instalándolo en el contexto relacional de su tiempo. Se trata de descubrir las marcas sutiles, singulares, subindividuales que pueden entrecruzarse en él y formar una red difícil de desenmarañar. Solo así llegaremos a resolver los desafíos que nos ha planteado el tema de las violencias específicas que sufrieron las mujeres en la Guerra Civil.
Por otro lado, como ya hemos señalado, el uso de la violencia ha constituido siempre  un riguroso monopolio masculino, ni los espacios públicos abiertos por la República, ni la Revolución social impulsada por el anarquismo, supusieron una modificación fundamental en este terreno. Las mujeres tomando las armas simbolizaban la transgresión última de las fronteras de los sexos. En realidad, fue la rapidez de los acontecimientos, la ausencia de un ejército organizado, el escaso tiempo para reflexionar sobre la irrupción de las mujeres en el dominio masculino de la guerra, lo que permitió que estas cogieran las armas en el bando republicano[6].
En el órgano de la FAI, Tierra y Libertad, se reflejó muy pronto este mito movilizador en una portada del mes de agosto con una composición de fotografías en la que aparecía una mujer con fusil refrendada por la siguiente leyenda igualitaria: «La mujer con rifle y corazón, el compañero en lucha con rifle y corazón también»[7].
El mito movilizador y heterodoxo de las milicianas, que ponían en evidencia la masculinidad de los hombres, empezó a cuestionarse muy pronto. En el periódico Solidaridad Obrera, en agosto, se empezó a mostrar la preocupación por la prostitución ya que se estaba poniendo en marcha una campaña en la que las milicianas, y las mujeres que ejercían la prostitución en el Rabal de Barcelona[8], eran acusadas de ser supuestas «mujeres públicas», culpables de llevar el caos al frente y a la retaguardia revolucionaria siendo portadoras de todo tipo de enfermedades venéreas. Que la revolución no hubiera cambiado las costumbres masculinas de hacer uso de la prostitución preocupaba a sus actores masculinos. Tras esta estigmatización de las mujeres no había sino un rechazo y negación de la violencia femenina, un castigo simbólico a las mujeres que se habían saltado y amenazaban las fronteras de los roles sexuales y, a la postre, un reforzamiento implícito de los mismos.
Cuando en Tierra y Libertad, también en agosto, se hizo alusión a la necesidad de enfermeras (en femenino) en el frente, se argumentó que estas debían tener «la responsabilidad moral de sus actos, que sepan ser madres, hermanas, hijas de los que lo dan todo por la libertad del pueblo (…)»[9]. La lucha armada de las mujeres nació del caos. En el momento en que los líderes de las milicias, todos hombres, las organizaron y disciplinaron, las mujeres empezaron a ser reenviadas a sus funciones tradicionales.
En Mujeres Libres, el 21 de septiembre, 1936[10], las mujeres aparecían en la portada sin armas, cabizbajas y con caras de preocupación. El editorial no hacía referencia alguna a las milicianas y, por si quedaba alguna duda, en la página segunda un pequeño artículo sin firma se titulaba: «Los hombres, al frente. Las mujeres, al trabajo». La guerra necesitaba la vuelta a una imagen femenina más tradicional, para lograr el apoyo en el esfuerzo de la contienda y la solidaridad internacional. Lo más importante era la resistencia civil, la acogida de los refugiados/as, la atención a las criaturas en guarderías, albergues y colonias, la organización de talleres de costura, y, como mucho, su presencia en el frente en tareas de cuidados como enfermeras, lavanderas, cantineras, etc.
El mantenimiento de un modelo de feminidad que consideraba a las mujeres como madres y amas de casa, marcó los límites de una revolución que no estaba preparada para semejante trastoque de los papeles y Mujeres Libres (organización y revista) no tuvieron capacidad para responder a este retroceso. En este sentido se consideró que la imagen propagandista más eficaz era la de la madre combatiente que participaba activamente en la retaguardia (González Duro, 2012: 20-21). Otro tema fue que las mujeres en la retaguardia trastocaran importantes aspectos de dicho modelo de feminidad al participar, sobre todo en las ciudades, en el espacio público de la producción, la cultura y la política y tener relaciones personales, y de pareja, mucho más libres de lo que se consideraba aceptable.
Tanto fue así que las violencias específicas contra las mujeres durante la Guerra Civil y el primer franquismo (hasta la década de 1950) se llevaron a cabo para castigar a estas mujeres por realizar actos que transgredían el modelo femenino tradicional, se pretendía redibujar este modelo que, en opinión de los represores, la II República había desdibujado[11]. En realidad, no fue solo la II República, el feminismo en España llevaba cien años evolucionando y creciendo, especialmente en los núcleos urbanos. Desde la formación de los primeros grupos de mujeres fourieristas en la década de 1830, pasando por el republicanismo, mediada la centuria, que derivó hacia el internacionalismo y el feminismo librepensador del último tercio del XIX, se había construido una genealogía que había florecido especialmente durante la II República. De hecho la Constitución republicana lo que hizo fue establecer la igualdad jurídica entre hombres y mujeres dando carta de naturaleza a un movimiento feminista que había ido tejiendo propuestas moderadas, radicales o revolucionarias que lentamente iban calando en la sociedad urbana y con mucha más dificultad en la rural.
Los sublevados cortaron de tajo esta genealogía feminista conforme iban ocupando  el territorio, los tribunales militares  consideraron delitos: empuñar una bandera, participar en una manifestación, expresar en público ideas políticas o vestirse de milicianas. En una palabra, era delito que hubieran salido a la calle (tirarse a la calle dirán los jueces en las sentencias), abandonando el espacio doméstico y privado que les era propio y haciéndose visibles en el espacio público (Sánchez, 2012: 108). De todas ellas, las milicianas, las «mujeres en armas», fueron condenadas a muerte por considerarlas irrecuperables. Como hemos señalado, la violencia era monopolio masculino, admitir mujeres en el ejército era inconcebible para el pensamiento falangista, después franquista. Las mujeres que transgredían esa frontera confirmaban que iban contra su propia naturaleza, por tanto, eran algo más que malas mujeres, eran no-mujeres situadas del lado de la animalidad: fieras, hienas, rabiosas, perversas…
A través de las sentencias y los informes de conducta se fue configurando otro  instrumento represivo: un lenguaje, connotativo y eufemístico, que creaba y nombraba las realidades del nuevo régimen, imponiendo su uso a la población y obligando a vivir a las vencidas en una realidad hostil y deshumanizada: rojas, individuas, sujetas, mujeres de dudosa moral… Los vencedores utilizaban con las mujeres un lenguaje más despectivo que con los hombres. La expresión «mujeres de dudosa moral»  era un juicio moral, que se convertía en juicio penal, con su correspondiente castigo público y ejemplarizante. En la roja, la transgresión moral (el amancebamiento, el atentado contra la Iglesia católica, etc.) se unía a la política-social, agravando el delito supuestamente cometido. La mujer revolucionaria era brutalizada y, por tanto, tras la victoria franquista, podía y debía ser represaliada con total impunidad (González, 2012: 120-121).


3- Los cuerpos femeninos como auténticos campos de batalla
En las dos retaguardias hubo prácticas específicas de violencia sobre las mujeres que introdujeron elementos simbólicos-sexuales ausentes en las violencias ejercidas contra los hombres. Pero para los sublevados contra la República en julio del 36 no solo había numerosas mujeres opuestas a su propósito de «salvar España» y, más o menos, movilizadas a favor del proyecto republicano. Ocurría también que, con su actitud y su mensaje emancipatorio, se habían tirado a la calle, invadiendo un territorio (el de la política) secularmente vetado para ellas, poniendo en entredicho el orden social y político existente y, lo que quizá era más grave, el sistema de dominación patriarcal. Demasiado atrevimiento para que, en medio de una cruzada que pretendía hacer limpieza, no se vieran alcanzadas por una marea depuradora que, entre otras cosas, rezumaba una profunda misoginia
Como hemos dicho, en ambas retaguardias hubo violencias específicas para ellas, pero más allá del similar carácter masculino de la represión, la retaguardia republicana ofrece, respecto a la franquista, notorias diferencias cualitativas y cuantitativas.
Murieron menos mujeres que en la zona insurgente y, por lo general, la persecución de familiares de las víctimas masculinas, que en la otra retaguardia adquirió tintes dramáticos, apenas se dio. Tampoco tenían mucho en común con lo sucedido en las violencias contra las mujeres. Si en ambos bandos, en primer lugar, las mujeres sufrieron casos de trabajos domésticos forzados, amenazas, malos tratos, encarcelamientos e incluso violaciones, todo indica que nunca adquirieron en el campo republicano las dimensiones y ensañamiento con que se produjeron en el otro al amparo de militares, falangistas y católicos. Por otro lado, y más importante, lo que nunca se dio en el campo republicano fueron las procesiones en las que las mujeres debían «pasear su indignidad», las ingestas obligatorias de aceite de ricino o los afeitados de cabeza, que tan generosamente se prodigaron en el otro campo. Prácticas que mostraban la conexión entre las políticas de género y el conflicto político que se estaba resolviendo por las armas, y que venían investidas de una función pública que no solo era la humillación ritual[12].
Nos vamos a centrar, por tanto, en las violencias contra las mujeres en el bando sublevado. Fue en esa retaguardia donde los cuerpos de las víctimas fueron castigados por haber faltado a su papel de género en una sociedad tradicional y de orden, fue donde se produjo una negación simbólica de la feminidad y donde se buscó su redención en actos pensados para purificar los cuerpos pecaminosos de esas no-mujeres. En definitiva, fue en la retaguardia sublevada y, posteriormente, victoriosa donde los cuerpos violentados de las mujeres castigadas se convirtieron en auténticos «campos de batalla».
La construcción de la figura de la enemiga, como ya hemos señalado, se fundamentó en que estas mujeres se desviaron del rol de género, del rol natural y tradicional de esposa y madre cristiana según la mentalidad de los sublevados. Enseguida se percataron de que lo más vulnerable de aquellas mujeres eran sus cuerpos, unos cuerpos que podían degradar y deformar, quitándoles cualquier atractivo. Sus cuerpos se convirtieron, por tanto, en el lugar del castigo de sus delitos que, además, permitía humillarlas y aniquilar al grupo enemigo en su conjunto, especialmente cuando el hombre estaba ausente. Se trataba, pues, de una violencia sexuada que reservaba a las mujeres dos tratamientos específicos: el rapado del pelo y la violación. En ambos casos se invadía la feminidad, su apariencia en el primer caso y su intimidad, en el segundo (Ripa, 1997: 133).
Rapar los cabellos de las mujeres era un acto que atravesaba siglos, pero en la Guerra Civil afectó a miles de mujeres en todo el territorio sublevado. Cuando eran detenidas se las golpeaba y se las pelaba (a veces se acompañaba con el rapado de las cejas), se las hacía ingerir aceite de ricino y eran paseadas bajo los efectos purgantes de dicho aceite por la vía pública, teniendo que entrar, incluso, en alguna misa. El espectáculo buscaba la humillación pública y el escarnio de las mujeres castigadas ante los vecinos/as y ser diferenciadas del resto de la población (González, 2012: 27). El rapado proclamaba la vergüenza del comportamiento pasado y la aceptación (forzada) del retorno a la moral, todo pasaba por la expiación y la reeducación de las mujeres. Era una manera de implantar el terror en la comunidad. La degradación de los cuerpos femeninos se entendía como una deshumanización y una anomia asociada a las prácticas de guerra (González, 2012: 189).
¿Quién rapa a las mujeres? Son patrullas paramilitares formadas por falangistas, requetés, guardias civiles, guardias cívicos, etc. Pese a que lo contempló mucha gente, no se ha hablado apenas de ello. La amnesia histórica funcionó perfectamente y desde el principio.
La violación fue el segundo tipo de violencia sexuada que se reservó a las mujeres; las frecuentes violaciones que ocurrieron sobre todo en los primeros meses de guerra, (en Cádiz y otras provincias andaluzas) no salían por lo general a la luz pública. En sus inicios, la violación formaba parte de la cultura de la guerra, siendo permitida a las tropas mercenarias del norte de África, en lo que se ha denominado como «violación por persona interpuesta», ya que les fueron prometidas las mujeres como botín para estimularlos en el combate. Las «violaciones biológicas», eran un tipo de violencia que jugaba la carta de la victoria póstuma ya que las mujeres republicanas parirían hijos fascistas. Y por último, las «violaciones-placer» que fueron agresiones sexuales negadas como tales por los sublevados y saludadas como la revelación del placer de las republicanas pese a su resistencia (Ripa, 1997: 135).
Se violó a las rojas como método de castigo, tratando de demostrar el desposeimiento al que había que someter a la enemiga, considerándola un instrumento de goce, un botín de guerra, un delito de derecho común tolerado en el curso del enfrentamiento. La violación se utilizó, por tanto, como método de reeducación a las «desafectas» y dejó pocas huellas documentales. Fue la afirmación violenta del control de los cuerpos.
Junto con los dos tipos de violencia sexuada mencionados se produjeron también marcaciones de los cuerpos: cuerpos tatuados con mensajes en la cara y otras partes del cuerpo, insignias colgadas en una cresta de pelo que se les dejaba en la parte alta de la cabeza, etc. Todo ello conformaba la deshumanización y el desprecio por la enemiga que portaba la falta que se les reprochaba (Joly, 2008: 103-104).

4- Conclusiones
Las mujeres durante la Guerra Civil, y posterior franquismo, fueron sometidas a rituales de humillación. Se pretendía la ofensa visual de las víctimas, privándolas de un   símbolo de belleza y cuidado personal, y marcándolas emocionalmente a ellas y, por extensión, a sus familias. Al rapado se añadía la insidia sobre la inmoralidad de aquellas mujeres a las que se forzaba a la introspección y al silencio para sí y para sus hijos e hijas. Ellas eran la imagen de una desoladora tristeza y de la desmoralización del bando vencido.
Las rojas eran el eje central para la desprogramación política de la nación. Tenían que callar, olvidar su identidad política anterior, someterse a las arbitrariedades del nuevo régimen y trabajar en lo que fuera y como fuera, lo que las llevaba a la despolitización completa. Estas mujeres estaban vencidas definitivamente. Servían como primer escalón para la desmemoria, llevando a sus hogares al silencio, la pérdida de identidad y la vergüenza (Gonzalez, 2012: 51).
Con la violencia sexual se evidenciaba que los vencedores podían y debían enseñorearse del cuerpo de las mujeres «desafectas» al nuevo régimen. Era una demostración del poder del macho vencedor. Formaba parte del desposeimiento de los hombres vencidos, de su humillación permanente y de su progresiva despersonalización.
Sorprende, sin embargo, que haya habido momentos muy posteriores a la Guerra Civil y el primer franquismo en que se volvió a rapar a mujeres para castigar su heterodoxia, una fue con ocasión de las huelgas mineras en Asturias de 1962. El 2 de septiembre de 1963, Ana Sirgo y Constantina Pérez fueron detenidas mientras intentaban movilizar a un grupo de mujeres para bloquear el acceso al Pozo Fondón. En los calabozos de la policía en Sama, ante las protestas de las detenidas, los funcionarios, «respondieron golpeando a las detenidas, a las que acabaron rapándoles el pelo»[13]
Mar Cambrollé, activista trans, afirmó también recientemente que en aplicación de la Ley de peligrosidad social, abolida en 1979, en Andalucía «a las mujeres transexuales las rapaban, las despojaban de sus ropas femeninas y sufrían todo tipo de vejaciones»[14].
Un arma de humillación y violencia contra las mujeres cuyas dimensiones están todavía por descubrir.
  


[1] Svetlana Alexiévich (2015): La guerra no tiene rostro de mujer. Barcelona, Debate, p. 13.

[2] Estas reflexiones en el artículo de Ledesma,  José Luis (2003), “Las mujeres en la represión republicana: apuntes sobre un "ángulo muerto" de la guerra civil española”. En Mary Nash y Susanna Tavera (eds.), Las Mujeres y las Guerras. El papel de las mujeres en las guerras de la Edad Antigua a la Contemporánea, Icaria, Barcelona, pp. 441-458.
[3] González Duro, Enrique (2012): Las rapadas. El franquismo contra la mujer. Siglo XXI, Madrid, p. 45.

[4] Joly, Maud (2008): “Las violencias sexuadas de la guerra civil española: paradigma para una lectura cultural del conflicto”, Historia Social, nº 61,  p. 93.
[5] Michel Foucault (1997): Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos, Valencia, p. 25.

[6] Ripa, Yannick (1997): “Armes d’hommes contre femmes désarmées: de la dimensioén sexuée de la violence dans la guerre civile espagnole”. En Dauphin, Cécile et Farge, Arlette (dir.): De la violence et des femmes. Paris, Albin Michel, p. 139.
[7] Tierra y Libertad, 7 agosto, 1936, nº 29. El «uniforme» de la miliciana aparecía en un artículo titulado: “Las mujeres de la expedición”.
[8] Solidaridad Obrera, 2, 16 y 20 de agosto 1936, nº 1342, 1354, 1357.
[9] Tierra y Libertad, 27 agosto, 1936, nº 29, “Enfermeras”.
[10] Mujeres Libres, día 65 de la Revolución, nº5.
[11] Sánchez, Pura  (2012): “Individuas de dudosa moral”. En Osborne, Raquel (ed.) (2012): Mujeres bajo sospecha. (Memoria y sexualidad 1930-1980). Madrid, Fundamentos, p. 108.

[12] Es el mencionado trabajo de Ledesma (2003) el que desarrolla la represión republicana contra las mujeres.
[13] Claudia Cabrero Blanco “Las mujeres y las huelgas de 1962”. Asturias social, enero de 2010. Fundación Juan Muñiz Zapico. http://www.fundacionjuanmunizzapico.org/huelgas1962/huelgas1962_prensa_2003-2011.htm?IdNoticia=as_201001 (Consultado 09-02-2019).

[14] El Salto, Febrero 2019, nº 22, “Las personas trans somos el verbo de la disidencia”.