Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

miércoles, 23 de marzo de 2022

LA REVISTA MUJERES LIBRES: DE REVISTA CULTURAL A PERIÓDICO DE COMBATE

 

La revista Mujeres Libres supuso una experiencia destacada en el fe anarquista porque las mujeres tomaron la palabra sin estar condicionadas por los hombres y les permitió crear vínculos de cordialidad para lanzar la organización del mismo nombre. Revista y organización impulsaron una revolución de la existencia poco conocida.


Desde el último tercio del siglo XIX, cuando arraigó el anarquismo en España, existía una división que tendemos a olvidar: la frontera entre la escritura y la oralidad.  La escritura marcaba una diferencia de clase: se abría una brecha entre hablantes y escribientes, iletrados y letrados. No dominar la lectura y la escritura era percibido por las clases trabajadoras como una carencia, hombres y mujeres anarquistas batallaron para llenar ese vacío partiendo, muchas veces, de una formación académica mediocre y básica o a través del autodidactismo. Algunos/as anarquistas sabía leer y escribir, pero su mundo era el oral, quizás por ello daban tanta importancia a la palabra escrita (en forma de artículo, poema, obra de teatro, novela, etc.) como semilla de rebelión que, si se extendía, podía acabar con la opresión.

El anarquismo otorgaba en su discurso una importancia central a la cultura y la educación como instrumentos clave de su proyecto emancipador, aspectos instructivos y formativos aparecían como elementos imprescindibles del proceso de transformación de la persona y de la sociedad en general. No era rara la proliferación de escritores y, a mucha distancia, escritoras dentro del mundo ácrata, así como la fundación de periódicos y revistas, de vida efímera muchos de ellos, pero que constituía un elemento clave de su idiosincrasia. Donde había anarquistas había periódicos y, por tanto, obreros/as «ilustradas». Saber y revolución quedaron unidos en una ideología que hacía de la educación el componente indispensable para llegar a la revolución. De hecho, actuaban como «educadores/as del pueblo» a través de iniciativas como la creación de escuelas o ateneos, el ingente esfuerzo editorial y de edición de periódicos o la apuesta por la creación de literatura obrerista o teatro social.[1]

Por tanto, la difusión de las ideas y la cultura ácrata se apoyó siempre de una manera central en sus publicaciones. La edición de periódicos, revistas, folletos y libros era una parte esencial de la acción militante y una actividad fundamental de sindicatos, grupos, ateneos, etc. Como señala Javier Navarro, los periódicos y revistas desempeñaron funciones básicas tanto de cara al exterior (propaganda y movilización, vehículo de información alternativo al lenguaje y la prensa burgueses, divulgación de la cultura anarquista y formación de trabajadores/as) como al interior del movimiento anarquista y sindical (red de comunicación, información e intercambio, herramienta de articulación y soporte organizativos, expresión de grupos y tendencias, etc.).[2]

Durante la II República la propaganda anarquista dispuso de centenares de publicaciones en toda España, pero fue a partir de julio de 1936, en plena etapa de revolución y de guerra, cuando la edición de publicaciones se multiplicó enormemente: diarios, revistas, boletines de todas las organizaciones libertarias, de fábricas colectivizadas, de columnas de milicianos, de agrupaciones artísticas, etc.[3] Y entre esta auténtica explosión de publicaciones apareció Mujeres Libres, una revista muy especial por estar hecha por mujeres, tradicionalmente excluidas de las palabras. La experiencia de Mujeres Libres nos muestra métodos con los que las mujeres compartieron sus vidas con otras desde la escritura: institutos de Mujeres Libres, alocuciones de radio, teatro callejero, conferencias y debates, visitas al frente, etc. Las mujeres cambiaron a través de las palabras: escribiendo, leyendo, conversando y escuchando a otras, así como participando activamente en la organización Mujeres Libres y en las diversas actividades políticas y sociales que llevaron a cabo.[4]



 

Revista cultural en tiempos de paz (mayo-julio 1936)

En mayo de 1936 nació Mujeres Libres, fue una iniciativa del núcleo madrileño formado alrededor de las tres mujeres que siempre figuraron como redactoras de la revista: Lucía Sánchez Saornil, Amparo Poch Gascón y Mercedes Comaposada Guillén. Una revista con claro contenido feminista y anarquista que permitió superar el papel secundario de las tradicionales «páginas de la mujer» en las publicaciones ácratas.[5] Fue una revista de cuidada presentación, con una composición tipográfica estudiada y una maquetación artística llena de pequeños detalles en forma de dibujos y filigranas con diseños vanguardistas.

La revista era el primer paso de un plan de actuación para establecer, en palabras de Lucía Sánchez, «una red de cordialidad a través de las mujeres de toda España».  Si la revista continuaba, «en torno a ella quisiéramos crear grupos de simpatizantes».[6] Sánchez era consciente que no era nada fácil que las   organizaciones de mujeres fueran estables en el tiempo, puesto que debía conocer algunos de los intentos anteriores. También era consciente que la base para construir una organización sólida era el apoyo entre las mujeres y el reconocimiento de autoridad mutua, de ahí esa fórmula de la «red de cordialidad».

Se conservan trece números, los tres primeros con idéntica portada que se reservaba para el nombre de la revista con el subtítulo: «Cultura y Documentación Social», le acompañaba el sumario con el listado de artículos y los nombres de algunas autoras, otras se mantuvieron en el anonimato o firmaron con iniciales o seudónimos, los editoriales aparecieron sin firma.

La revista nació con vocación cultural, no de lucha, puesto que el propósito era capacitar con ideas y razonamientos humanitarios a las mujeres que se podían aproximar al entorno de la revista hasta captarlas como simpatizantes. La capacitación estaba presente en los editoriales, adjudicados a Lucía Sánchez, y a través de una serie de temas fijos que, en algunos casos se convirtieron en secciones, acordes con su propósito cultural: trabajo y sindicalismo; salud, sexualidad, maternidad e infancia; cultura; educación; conflictos internacionales; y feminismo.

Las redactoras se repartieron áreas temáticas desde el primer número: Lucía Sánchez se ocupó de temas de trabajo y sindicalismo, siendo la redactora de la sección anónima: «Jornadas de lucha»; Amparo Poch del área de salud, sexualidad, maternidad e infancia; y Mercedes Comaposada se ocupó de cultura. Las tres redactoras no podían abarcar más temas, quedando educación, un tema relevante en su plan de actuación, sin responsable. Antonia Maymón escribió un artículo sobre pedagogía en el primer número, era la persona adecuada por su formación, pero quizás su edad (55 años) y su trabajo en Beniaján (Murcia) no la animaron a hacerse cargo de la sección. Julia M. Carrillo escribió en el segundo número un artículo sobre coeducación, pero no volvió a firmar ningún artículo más en la revista. El tema del feminismo empapaba todas las secciones y temas puesto que se escribían desde esa perspectiva, de todos modos, había algunos artículos y editoriales que entraban en el tema de manera más directa.


Periódico de combate en tiempos de guerra (agosto 1936-otoño 1938)

El golpe de Estado, la Revolución y la Guerra Civil, marcaron un cambio sustancial del contenido de la revista al pasar de ser cultural a ser un periódico de combate (el formato periódico tenía unas dimensiones de 35 x 50 cm.). El conflicto bélico dio el protagonismo a los hombres armados en el frente, pero, a la vez, la Guerra y las transformaciones revolucionarias otorgaron una gran importancia a la retaguardia en la que las mujeres tuvieron gran protagonismo: «Si la guerra resta brazos a la producción, a las actividades ciudadanas, miles de brazos de mujer se disponen a substituirlos»[7].

La Guerra y la Revolución precipitaron los acontecimientos, se dejó de lado el plan a largo plazo, concebido por las redactoras de Mujeres Libres, para pasar a constituir, en septiembre, la organización del mismo nombre. La captación y capacitación de las mujeres tenía que acelerarse porque los acontecimientos apremiaban, por ello la revista se convirtió en un medio de agitación y combate. En este contexto se publicaron diez números con la redacción en fuga desde Madrid hacia Valencia y Barcelona.

La revista quedó trastocada completamente como ya se ha dicho, las áreas temáticas y las responsables que las habían asumido se vieron afectadas. Las tres redactoras vivieron una modificación importante de sus vidas y de sus responsabilidades organizativas, las tres marcharon pronto de Madrid y no volvieron a reunirse hasta el último año del conflicto bélico en Barcelona.

Mercedes Comaposada fue la primera que marchó de Madrid a Barcelona (septiembre de 1936), ella fue la responsable de que la revista siguiera saliendo a la calle con la ayuda de Consuelo Berges, sin embargo, no firmó ni un solo texto y la sección de cultura, que ella había asumido antes de la Guerra, subsistió como área temática pero desbordada por más temas que los inicialmente previstos (hubo un solo texto con el título «Libros» que recordaba una parte de su sección anterior).[8] Lucía Sánchez se dedicó intensamente a la constitución y consolidación de la organización Mujeres Libres y a otros organismos como SIA, solo firmó poemas en esta etapa. Fue Amparo Poch, pese a sus responsabilidades políticas en el Gobierno de Largo Caballero, entre noviembre de 1936 y mayo de 1937, la que mantuvo la prolongación de una de las pocas secciones anteriores a la Guerra: «Sanatorio de optimismo», presente en todos los números entre el siete y el trece, excepto en el ocho (quizás porque en ese número publicó tres poemas). Ella mantuvo una continuidad en su participación en Mujeres Libres superando claramente a las otras dos redactoras en cuanto a textos firmados.

De las cinco áreas temáticas de la primera etapa (trabajo y sindicalismo; salud, sexualidad, maternidad e infancia; cultura; educación; conflictos internacionales), desapareció la última, manteniéndose las otras cuatro. El área de cultura se articuló, en parte, alrededor de la sección anónima (posiblemente escrita por Comaposada): «Palabra y letra de la revolución» que se publicó entre los números siete y once. El área de educación existió con la sección: «Niños», que condujo Florentina (Carmen Conde), entre los números ocho y doce. Las otras dos áreas temáticas: trabajo y sindicalismo, y, salud, sexualidad, maternidad e infancia, no tuvieron una sección particular, ni autoras únicas.

Aparecieron tres áreas temáticas nuevas al compás de los acontecimientos: guerra (frente y retaguardia), revolución, e información sobre la organización Mujeres Libres, esta última con una sección anónima titulada: «Actividades de las Agrupaciones Mujeres Libres», que apareció con continuidad entre los números ocho y trece. Como en la primera etapa, era difícil hablar de una sección sobre feminismo porque casi todos los artículos estaban empapados de estas ideas, pero algunos artículos tenían el objetivo concreto de definir el pensar feminista de la organización y de sus actividades. Si el feminismo empapaba la mayor parte de los contenidos, la Revolución y, especialmente, la Guerra (era muy frecuente que ambos temas fueran unidos en los artículos, poemas y relatos), impregnaron el contenido del periódico.

En conclusión

Sabemos que las palabras (sobre todo de hombres) fluían en los espacios libertarios, sabemos que proliferaron periódicos y revistas, muchos de ellos de vida efímera y otros de gran relevancia cultural. Sabemos que hubo verdaderos orfebres de la palabra (abundaban más los hombres de nuevo) que realizaban un trabajo cuidadoso y delicado en periódicos de combate, en revistas de cultura, a través de obras de teatro, poemas y novelas sociales que luego se representaban en espacios cerrados o en la calle, o se comentaban en locales, cafés de cooperativas, comunidades de vecindad o lugares de trabajo.

Las mujeres habían intentado tomar la palabra muchas veces y desde hacía mucho tiempo, las anarquistas no eran una excepción. Las mujeres que lo lograron, en el siglo XIX y primer tercio del XX, sí fueron una excepción, especialmente si pertenecían a las clases populares. Por supuesto, conocemos mujeres que se impusieron a costa de sacrificios y renuncias inmensas, de sufrir burlas y menosprecio (la condena de ser marisabidillas venía de lejos), de padecer marginación y de esconderse a menudo tras seudónimos o nombres masculinos. Ellas, igual que nosotras, sabían que tomar la palabra como mujeres, hablando o escribiendo, era vital. Por todo ello, la iniciativa de crear una revista como Mujeres Libres significó poner en marcha una auténtica revolución por el mero hecho de tomar la palabra y hablar con voz propia, sin hombres que marcaran pautas. Todo ello en un contexto muy especial (Revolución y Guerra Civil) que en parte propiciaba esta revolución y en parte la ponía en peligro.

Dijo George Orwell en Homenaje a Cataluña, que en la Barcelona revolucionaria se tenía el sentimiento de haber entrado de repente en una era de igualdad y libertad en la que los seres humanos estaban intentando comportarse como tales y no como piezas de la maquinaria capitalista. Las mujeres, embarcadas en la aventura de tirar adelante Mujeres Libres, experimentaron la humanización de la sociedad que vivió un terremoto en la retaguardia, espacio que se feminizó. Un lugar en el que había muchas mujeres asumiendo múltiples responsabilidades solas y abriendo caminos de libertad en plena guerra, mujeres que decidían abandonar el silencio y tomar la palabra, mujeres dispuestas a cambiar la existencia animadas por una atmósfera de esperanza sin restricciones tremendamente estimulante. Mujeres cuya vida mutó al desaprender la pasividad de sus vidas.

Romper una genealogía de mujeres silenciadas y dominadas no era nada fácil, rechazar y confrontar cualquier forma de dominación era un programa que en sí mismo era una revolución, sobre todo cuando se pusieron manos a la obra para construir relaciones sociales y comportamientos individuales bajo parámetros de clase y de género radicalmente nuevos. Esa revolución solo sucumbió en 1939.

 



[1] Javier Navarro Navarro: «Los educadores del pueblo y la “revolución interior”. La cultura anarquista en España» en Julián Casanova (coord.) (2010): Tierra y Libertad. Cien años de anarquismo en España. Crítica, Barcelona, p. 193.

[2] Javier Navarro Navarro: «Los educadores del pueblo…», p. 206.

[3] Ferran Aisa (2006): La cultura anarquista a Catalunya. Edicions de 1984, Barcelona, p. 312.

[4] Todo lo referente a la revista Mujeres Libres procede de mi último libro. Laura Vicente (2020): La revolución de las palabras. La revista Mujeres Libres. Comares, Granada.

[5] Nash, Mary “Libertarias y anarcofeminismo, en Julián Casanova (coord.), Tierra y Libertad. Cien años de anarquismo en España, (Madrid: Crítica, 2010), p. 159.

[6] Carta de Lucía Sánchez a Josefa Tena, una activista libertaria de Mérida con la que mantenía correspondencia relacionada con la revista, el 10-VII-1936 en Montero Barrado, op. cit., p. 116.

[7] Editorial sin título, Mujeres Libres, nº 6, semana 21 de la Revolución, diciembre de 1936.

[8]Libros”, Mujeres Libres, nº 6, semana 21 de la revolución, diciembre de 1936.

 

domingo, 13 de marzo de 2022

MUJERES LIBRES GENEALOGÍA DEL FEMINISMO ANARQUISTA


Nuestro propósito en este texto es hablar de las activistas de Mujeres Libres (revista y organización) y de su cometido. Conmueve conocer cómo estas mujeres, mayoritariamente obreras, crearon espacios feministas y anarquistas, cómo aprovecharon las circunstancias de la Guerra Civil y cómo pusieron en marcha una «revolución de la existencia» olvidada por todos/as. Queremos visibilizarlas, mostrar cómo sufrieron el sexismo por parte de sus propios compañeros y cómo la experiencia de revolución y guerra les cambió la vida. 

Las activistas de Mujeres Libres entendieron el anarquismo desde una vertiente personal (con un ardiente deseo de autonomía, de ser agentes de sus propias vidas), pero también   desde una vertiente social, obrera y feminista, basada en la lucha contra la dominación y la aspiración a una sociedad autónoma que crea sus propias normas. Desde esta convicción, consideraron relevante la creación de proyectos comunitarios autónomos, antiautoritarios y participativos en ámbitos como la educación, la actividad cultural, los medios de comunicación, la salud, la sexualidad, el bienestar social y la producción. Es decir, pensaron la transformación desde el bienestar y el malestar encarnados y no solo desde la producción.




Igualmente consideraron relevante desarrollar contextos de ayuda mutua en los que cultivar los valores anarquistas, fomentar la crítica a los sistemas jerárquicos existentes para ampliar los espacios de libertad en la vida cotidiana y, al mismo tiempo, desmitificar, subvertir y oponerse a ellos si era preciso.

En la revista Mujeres Libres, de un equipo de cuarenta autoras, ocho mujeres fueron las que firmaron más artículos: las tres redactoras (Lucía Sánchez, Amparo Poch y Mercedes Comaposada), Carmen Conde, Lola Iturbe, Áurea Cuadrado, Pilar Grangel y Etta Federn. De estas mujeres más comprometidas con la revista había un aspecto digno de mención: la mitad no habían tenido acceso a educación superior (Iturbe, Cuadrado, Sánchez y Comaposada), la otra mitad tenían títulos universitarios, predominando el de magisterio. Esta situación plantea una interesante alianza entre mujeres capacitadas desde el punto de vista académico y otras que eran obreras con formación autodidacta que hilvanaron desde muy pronto vínculos entre ellas haciendo crecer redes de apoyo mutuo, de solidaridad, de emancipación, que nunca olvidaron y siempre agradecieron. Esta red solidaria permitió a las mujeres obreras alfabetizarse, leer, ampliar sus horizontes, cambiar de trabajo, tener iniciativa propia, en definitiva, romper la cadena patriarcal de sumisión secular y emanciparse de la tutela masculina

A la presencia de mujeres obreras en el equipo de la revista hay que añadir que quienes mayoritariamente apoyaron la propia revista e ingresaron en la organización eran de origen social humilde y sin apenas formación académica, como señalaba Concha Liaño (Varias Autoras, Mujeres Libres. Luchadoras Libertarias, pp. 58): «(…) éramos la mayoría mujeres de pueblo, obreras. Nuestro nivel intelectual, exceptuando cuatro o cinco luchadoras, no era muy elevado en cuanto a preparación académica propiamente dicha, pero con respecto a nuestro sentido común, inteligencia innata, criterio justo al juzgar, que se me perdone la inmodestia, en eso éramos insuperables».

Tanto la revista como la organización Mujeres Libres rechazaron con claridad cualquier colaboración escrita de los hombres. En la exclusión de los hombres ejerció una gran influencia su concepción del feminismo basado en la diferencia de género y en la existencia de una naturaleza femenina, diferente a la masculina, que debía marcar las pautas en la revista y en la organización. Pensaban que si los hombres intervenían acabarían imponiendo su manera de entender la lucha de las mujeres. Este temor procedía de su experiencia personal y de las dificultades que encontraban para integrarse en las organizaciones del Movimiento Libertario (ML), no como meras comparsas pasivas, sino como personas con opiniones y criterio. Esta integración no era fácil puesto que el ML consideraba que el lugar privilegiado desde el que crear conflicto y hacer la revolución era el ámbito mercantilizado y masculinizado de la producción: el trabajo asalariado era el que confería identidad de clase y articulaba el sujeto de lucha (Amaia Pérez Orozco, Subversión feminista de la economía, p. 52). La presencia de las mujeres era dificultada en ocasiones, negada, otras; y sus reivindicaciones minusvaloradas o consideradas de mujeres.

Las activistas afrontaron, por tanto, un auténtico desafío encarnado, una contienda que estuvo inscrita en el cuerpo. Es difícil comprender el alcance de las ofensas y vejaciones sufridas para tomar esta decisión tan contundente y drástica de no aceptar, pese a sus ofrecimientos, a los hombres. Para acercarnos al sexismo que sufrieron tenemos que guiarnos por intuiciones desde lo no verbalizado o por lo dicho, muchos años después, en la correspondencia privada entre ellas.



Sara Berenguer

En 1993, Sara Berenguer Laosa (1919-2010) y Concha Liaño Gil (1916-2014), componentes de Mujeres Libres, entablaron correspondencia para intentar reconstruir los recuerdos de los años vividos durante la Guerra Civil y recogerlos en un libro. No se habían visto desde 1939 cuando salieron por la frontera francesa camino del exilio, las dos eran veinteañeras. Concha vivía en Paparo (Venezuela) y Sara en Montady (Francia), las dos estaban en la setentena, había pasado toda una vida desde que se separaron. Sus cartas muestran la alegría por volverse a poner en contacto y enseguida fluyen los recuerdos y sus problemas económicos y de salud que intercambian con confianza.

Es en el contexto íntimo de confianza de estas cartas en el que Concha, una de las fundadoras de la Agrupación de Barcelona en septiembre de 1936, le dice a Sara (1 de agosto de 1993):

«La verdad Sara es que nosotras éramos quijotes por partida doble: nuestros compañeros luchaban por la liberación del proletariado sin darse, sin querer darse cuenta que nosotras, el género femenino, estábamos como seres humanos en la misma situación de indefensión con respecto al género masculino. Mis peroratas a los grupos de Mujeres Libres que se organizaban estaban inspiradas en esta premisa: nada de enfrentamiento con [el] sexo opuesto. Ayudarlos a comprender la injusticia que se cometía con la mujer… a ellos que luchaban por la emancipación del proletariado».

Es decir, había que hacerles entender aquello que tenían delante de las narices y no veían, eso sí, procurando evitar el enfrentamiento abierto. Pero el problema no era solo social, era también personal tal y como le vuelve a comentar en la misma carta Concha:

«Es el eterno problema (…) somos buenas compañeras para la lucha. La experiencia me ha demostrado que “en la casa”, como “esposa”, los hombres aspiran, hasta el más liberal, [a] otra clase de mujer… naturalmente, con las debidas excepciones. Ese problema lo he tenido yo desde mi primer novio (…) yo recuerdo muy bien como los “compañeros” antes de la guerra se conducían con “sus esposas”».

Concha explica con meridiana claridad cómo los «compañeros» no consideraban que fuera relevante la lucha contra el sexismo y cómo en casa se comportaban como vulgares maridos haciendo uso de sus privilegios masculinos. Si las compañeras de lucha pretendían una relación igualitaria en el ML y en casa, la mayoría de los hombres no las consideraban idóneas como pareja.


Concha Liaño

Estas mujeres callaron sistemáticamente en público, más allá de algunas voces minoritarias, para evitar el enfrentamiento con los «compañeros». Este silencio se mantuvo y resurgió en 1993 cuando Sara Berenguer escribe un trabajo sobre Mujeres Libres y la revolución y se lo envía a Soledad Estorach (otra integrante de Mujeres Libres) para que le diera su opinión. Esto le escribe Sara a Concha (27 de octubre de 1993):

«[Soledad Estorach] lo cambió de tono. Sole no quería que se hablara o no comentara ciertas acciones de los compañeros, “pobres chicos”. Quería reivindicarlos, cuando, en suma, todos sabemos que, si bien los ha habido nobles, otros han sido rudos con sus propias compañeras».

Retazos, pedazos, fragmentos, retales de los que estirar para recomponer lo valiosa que fue una experiencia feminista sin igual como la de Mujeres Libres y los obstáculos con que se encontraron. La Guerra Civil constituyó una experiencia de libertad y de responsabilidad sin precedentes para las mujeres anarquistas y libertarias. Construyeron un feminismo de clase sustentado en la gran novedad de que las mujeres tenían que vivir solas, salir solas y asumir las responsabilidades familiares solas, algo que siempre se había considerado imposible y peligroso.

Las mujeres anarquistas y libertarias fueron muy pronto expulsadas del frente como milicianas y situadas en la retaguardia. No desaprovecharon la oportunidad y fueron capaces de acometer una revolución que transformó la vida, los cuerpos y las palabras, en definitiva, que cambió la existencia. Esta «revolución de la vida» fue posible porque la Guerra Civil propició un «momentum» (así lo denomina J. Rancière en Momentos políticos, p. 141), es decir, una etapa de «desplazamiento de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo. (…) una reconfiguración del universo de los posibles». La «revolución en femenino» la llevaron a cabo mujeres, muy arraigadas a la realidad desbordando el trabajo asalariado (en la línea de centrarse en los procesos de aprovisionamiento social, pasaran o no por los mercados) y el sujeto de la lucha, y todo ello con poca presencia de la ideología.

Una revolución la suya sin épica, sin heroicidad, silenciosa, poco aparente, sin espectacularidad, que hizo posible que simples obreras «medio analfabetas» (carta de Concha a Sara, 27 de noviembre de 2007) demostraran su capacidad para gestionar la vida y convertirse en solucionadoras de problemas y preservadoras de la existencia en lo cotidiano. En esa gestión de la vida estuvo la enorme trascendencia subversiva y revolucionaria de sus empeños en la retaguardia. Una revolución en la que inventaron su propia política encarnada tejiendo vínculos entre ellas, generando amistades y proximidad física. Estos vínculos constituyeron un bálsamo de cordialidad y concordia dentro del grupo para afrontar la supervivencia mucho más difícil de lo habitual en tiempos de guerra.

Las protagonistas de Mujeres Libres vivieron con pasión un tiempo en el que una parte de la sociedad se mantuvo unida por el cemento de la solidaridad, sin el peso muerto del poder y la autoridad. No resulta fácil acercarnos a esa atmósfera de energía mágica, de alegría compartida, a esa sensación de que el mundo vivido hasta entonces se convertía rápidamente en una reliquia histórica, en una larga pesadilla dejada atrás. La promesa de un nuevo comienzo que no tenía más límites que los de la imaginación resultó difícil de olvidar para nuestras protagonistas, pese al contexto de guerra y enfrentamientos en el propio bando. Así lo reconocía Concha Liaño: «mi reloj “cronológico” se paró al salir para Francia. Si no fuera por esos recuerdos que son el telón de fondo de mi vida, no sé qué hubiera sido de mí». Y más sorprende si cabe: «Creo que fuimos privilegiados, a pesar de la derrota: al menos tuvimos una etapa en la cual, sabíamos para que vivíamos» (carta de Concha a Sara, 1 de agosto de 1993).

Esa fue «su revolución de la vida», una transformación de largo recorrido que empezó a cambiar las formas de vida, las relaciones personales, el trabajo, los «cuidados» y un sinfín de aspectos poniendo atención en lo pequeño, en lo callado, en lo íntimo, en el aliento de cada cuerpo. Estas mujeres vislumbraron otros mundos posibles y, pese a la derrota, nunca lo olvidaron. Recuperar esos hilos de memoria, esa genealogía de una revolución feminista, anarquista y proletaria, debería ser una tarea necesaria para las mujeres y para los movimientos feministas actuales.

 

 Publicado en el Blog "El rumor de las multitudes" de El Salto, 4 de marzo de 2022

https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/mujeres-libres-genealogia-del-feminismo-anarquista

jueves, 3 de marzo de 2022

A VUELTAS CON «LO TRANS» DESDE EL ANARCOFEMINISMO

 

Sara y Nina, dos «drag queen» brasileñas, actúan durante una protesta de la comunidad LGBT en el Ayuntamiento de Río de Janeiro. Mario Tama/Getty Images.


Las diferencias entre las mujeres (clase, raza, orientación sexual, etc.) han abierto una brecha suficientemente importante en el sujeto unitario y homogéneo de «la Mujer». En esa vía de agua, «lo trans» ha abierto un cisma en el feminismo que parece augurar una herida difícil de suturar.

El feminismo anarquista puede aportar una genealogía y una posición actual diferenciada del resto de los feminismos.

***

 

¿Quién me llama a mí, siendo mi oficio otear el pasado, meterme en un tema tan resbaladizo y conflictivo dentro del feminismo actual como es este?

No parece muy buena idea empezar un texto con una pregunta, pese a ello es la única manera que se me ha ocurrido para expresar mis dudas sobre qué me ha llevado a enredarme en el torbellino de vueltas, revueltas y remolinos de «lo trans».

La guinda del torbellino en el que pretendo navegar, con el peligro de dar tumbos, resbalar y caer, es que en estos momentos, y en este país, el feminismo anarquista no existe como movimiento social. Aun cuando existen grupos y colectivos dispersos, el anarcofeminismo no existe como movimiento constituido por redes de personas, grupos y colectivos de afinidad que se comuniquen y coordinen para llevar a cabo acciones, reflexiones, debates y proyectos conjuntos. Por ello, no hablo en nombre de nadie, salvo en el mío propio, mi visión no tiene pretensiones totalizadoras, soy consciente que dentro de la cultura política anarcofeminista hay posiciones diversas respecto al tema que nos ocupa.

El agravante de esta aventura, pongamos etiquetas, es que soy una mujer blanca y «cis».

Pese a todos estos inconvenientes, me anima el hecho de que mujeres trans como Julia Serano y Elizabeth Duval (en sus libros: Whipping Girl y Después de lo trans) se posicionen en contra de que solo puedan hablar de «lo trans» las personas que lo han experimentado. Dice Duval que si solo pudieran hablar personas trans del tema, eso les obligaría a que ese sea el único discurso que se espera de ellas.

No voy a hablar en este texto del Anteproyecto de la llamada «Ley trans» elaborada por el Ministerio de Igualdad de Irene Montero. No deseo polemizar sobre la capacidad transformadora de las leyes en las que muchas personas confían, simplemente yo me fío más de los cambios culturales y sociales en el tema que nos ocupa.

Y por último, lo que menos deseo es formar parte del debate polarizado y agresivo que se ha instalado en el feminismo español y que ha provocado un gran cisma en este movimiento. Me salgo de ese escenario con alegría y opto por habitar el conflicto, eso sí, pero saliendo de las pantallas que todo lo extreman por la vía de las ofensas y las injurias y poniendo el cuerpo con la confianza de encontrar formas, en el ámbito amplísimo de «lo libertario», que hagan posible un debate en el que participe cualquiera, no solo minorías y no solo personas expertas en el tema.

A vueltas con «lo trans»: las identidades

Elegir las identidades para empezar a dar vueltas a «lo trans» me ha parecido obligado puesto que existe el deber, más o menos perentorio, de identificarnos con nuestro sexo de nacimiento al que le corresponde el género adecuado a aquel. Esa correspondencia es lo «normal», lo que no se adecue a ese marco que se traduce en un binarismo rígido es patologizado, castigado y excluido.

Antes de entrar en el tema creo necesario clarificar que utilizo en este texto el término «trans» consciente de la distinción que se ha hecho entre «transexuales» y «transgénero» como distinción entre «verdaderas y falsas personas trans» (quienes se operan y quienes no). Desde hace pocos años, como señala Julia Serano, se usa «transgénero» como término paraguas para describir a las personas que desafían las expectativas y los supuestos sociales en torno a la masculinidad y la feminidad. Esto incluye a las personas trans, intersexuales y no binarias, así como aquellas cuya expresión de género difiere de su sexo anatómico o percibido. Desde los años noventa se utiliza el prefijo «trans» especialmente en los movimientos sociales.

Esta definición nos sitúa ya en la gran diversidad de «lo trans» puesto que, como señala Elizabeth Duval, el término engloba, en una especie de misión imposible, bloques tan distintos entre sí y con prioridades tan diferenciadas como lo son las mujeres trans, los hombres trans y las personas no binarias. Todo ello sin entrar en las diferencias internas de cada una de esas categorías si se atiende a factores de clase, raciales, generacionales y otros. Conviene no olvidar, además, que la mayoría de las manifestaciones sobre «lo trans» no han estado en sus manos sino en las de colectivos transfeministas herederos de la teoría queer.

Otro término paraguas es queer, que pretende englobar al conjunto de la disidencia sexual y es sinónimo de inclusividad de las llamadas sexualidades periféricas (trans, bollos, maricas, drag kings y queens, etc.).

Otra razón por la que he optado por hablar de las identidades es porque puede tratarse de un punto de encuentro, no exento de conflictos, entre el feminismo anarquista y «lo trans». El anarquismo plantea la idea de que las personas tienen identidades plurales y fragmentarias que no las reducen a una única condición o identidad. Esta manera de observar las identidades encaja con la afirmación anarquista de lo múltiple, de la diversidad ilimitada de los seres y de su capacidad para construir un mundo sin jerarquías, sin dominación, sin subordinación.

La pregunta que nos podemos hacer es sencilla: ¿No se puede ser persona fuera del modelo binario rígido y jerárquico? Entre los dos paraguas: el de «lo queer» y el de «lo trans», el anarquismo feminista se puede mover con cierta comodidad en lo que comparten: que las identidades son un constructo político, histórico, psíquico o lingüístico. Estas surgen en contextos determinados y cambian con el tiempo, no permanecen. La identidad normaliza, regulariza, disciplina, normativiza, obliga, en definitiva, a doblegarse al esquema rígido de los dos sexos, los dos géneros, el deseo normalizado y la heterosexualidad.

El anarquismo, incluso el asociado al feminismo, centra su atención en cualquier identidad que sea instrumento de dominación. La sexualidad ha sido siempre un tema de interés para el anarquismo observada desde diversos puntos de vista. El feminismo anarquista de Mujeres Libres (1936-1939) partía del sexo biológico que nunca cuestionó e incluso cayó en el esencialismo de la maternidad como función social adjudicada a las mujeres. El debate biología/socialización en torno al género se ha encendido hoy hasta explosionar en los espacios de confluencia feminista como las Asambleas 8 M. Convendría superar debates simplistas y estériles y llegar a compromisos si es posible.

Que haya sectores del feminismo (también del anarquista o de sectores trans) que afirmen la existencia de características sexuales biológicas, no significa que no cuestionen que se ordenen esas características del cuerpo en dos únicas categorías (hombre/mujer) o que supongan una disparidad de género esencial.

Existe el riesgo de que potenciando un movimiento post-identitario se acabe construyendo una nueva identidad como es el caso de la «queer». Paul B. Preciado confía plenamente en que no será así, ignorando la capacidad del capitalismo y de sus aparatos de Estado para absorber cualquier postura disidente, y que «lo queer» será capaz de mantener una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria. Esa es la razón por la que el sujeto de la teoría queer rechaza toda clasificación sexual y pretende destruir las identidades gay, lésbica, trans, travesti y heterosexual. El sexo, por tanto, pasa a ser algo elegible, independiente del sexo biológico, la verdadera identidad sexual del individuo se encuentra en el «género sentido», algo completamente subjetivo.

Diversos sectores del feminismo, entre quienes me incluyo, tomamos en consideración la idea de que el género social no se produce ni difunde de acuerdo a cómo actuemos nuestro género individualmente, sino que reside en las percepciones y las interpretaciones de los demás. Incluso desde sectores trans se afirma (Serano sería su portavoz más conocida) que hay de hecho inclinaciones de género naturales e intrínsecas.

Aun cuando dentro de los posicionamientos anarcofeministas encontramos posturas queer, ahí está para demostrarlo el texto «Queer explicado para anarquistas, antiautoritarias y demás disidentes radicales», hay posturas que discrepan con dichos planteamientos. Las que discrepamos entendemos que la identidad se transforma, es flexible, de manera que según cuál sea la relación de poder que se sostenga en cada momento con el mundo, se activarán los mecanismos de la identidad (relacional o individualizada según explica Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad). Por tanto, sería difícil entender la identidad en una persona concreta sin tener en cuenta su posición particular con respecto a los ejes de poder y dominación que definen la sociedad. Existen, por tanto, regularidades en la construcción de la identidad personal, lo que nos distancia de las posiciones posmodernas que creen en la particularidad absoluta de cada sujeto.

¿El ser humano puede vivir sin identidades, debemos tender a anularlas por completo? No soy partidaria de dicha anulación porque en ellas habitamos por ahora y además nos permiten politizar la lucha de las mujeres. No comparto, en definitiva, el rechazo radical de la categoría «mujeres» que sigue siendo operativa dentro del feminismo(s). Hay bastante consenso, eso sí, en cuestionar las identidades sexuales y de género como elementos fijos que refuerzan el binarismo, la exclusión y que regulan los deseos, las prácticas sexuales y, ampliando el foco, las relaciones sociales en general.

A vueltas con el sujeto del feminismo o «un feminismo sin mujeres»

Dice Judith Butler en Cuerpos aliados y lucha política, que las mujeres son las que sufren en términos desproporcionados la pobreza y el analfabetismo, «dos razones por las que no seré “posfeminista” hasta el día en que se hayan superado por completo esas lacras». No puedo estar más de acuerdo con Butler en que hoy por hoy la vulnerabilidad de las mujeres a nivel global postergan el impactante lema del «feminismo sin mujeres». Esa misma vulnerabilidad, que no victimismo, debería ser capaz de tejer alianzas entre los feminismos (seguramente no todos).

Estos planteamientos nos llevan al tema conflictivo del sujeto político del feminismo. Y con el tema llega la gran pregunta: ¿Qué es ser mujer? Como anarquistas abominamos de la vocación de exclusión, de segregación o de relegación de personas o colectivos, por ello no podemos dudar en situarnos del lado de quienes las sufren como es el caso de las personas trans. Mujeres Libres dio un pequeño gran paso cuando planteó en 1936 que «La Mujer» no era una identidad común a todas las mujeres, puesto que la clase social introducía una diversidad abismal y, por ello, era necesario nombrar esa diversidad y visibilizarla (este fue el motivo por el que no asumieron nunca la identidad «feminista» que consideraban burguesa). Este planteamiento encaja muy bien con la denominación de «proletariado del feminismo» que muchos años después utilizó Virginie Despentes.

La cuestión «¿Qué es ser mujer?» deberíamos dejarla abierta a todas aquellas personas que son percibidas y se sienten como tal y centrarnos como feministas en el cuestionamiento del poder y la dominación. Parece importante, por tanto, dejar claro que debemos incluir a personas agredidas en función de su género como es el caso de las personas trans, asimilando maneras menos esencialistas sobre el sujeto del feminismo.

El anarquismo ha manifestado reiteradamente su compromiso contra la dominación, término que incluye una gran cantidad de expresiones y de formas de opresión, exclusión y control. El rechazo a la dominación da lugar a incontables focos de resistencia individual y colectiva que implican la lucha contra la represión y la falta de libertad en cualquier sistema. Desde este planteamiento el anarquismo centra la atención en la multiplicidad de superposiciones parciales entre diferentes experiencias contra las cuales se lucha, construyendo una categoría general que mantiene una correspondencia entre experiencias que permanecen confinadas en sus propias realidades particulares. Esa es la razón por la que sectores del anarquismo han concluido que el sujeto de la emancipación es la humanidad (o en versión actualizada, el 99%).

Cuestionar el esencialismo de género supone también cuestionar el planteamiento que considera que hombres y mujeres representan dos categorías mutuamente excluyentes, cada una con ciertos rasgos intrínsecos y que no se cruzan, algo que la anarquista Emma Goldman ya señaló a principios del siglo XX.

Para concluir, consciente de los muchos temas que dejo sin tratar, me gustaría pensar que es posible tejer redes de personas y grupos en el amplio espacio de «lo libertario» que cuestionen cualquier tipo de jerarquías y que acepten todas las formas de diversidad humana. Partir de ese planteamiento puede facilitar los compromisos y las luchas múltiples. Luchas necesariamente antisistema y anticapitalistas para propiciar que las personas excluidas, víctimas de la «necropolítica» definida por Achille Mbembe, puedan encajar en un mundo que no cosifique al ser humano convirtiendo sus cuerpos en mercancías, susceptibles de ser desechadas.


Artículo publicado en la revista Libre Pensamiento nº 109