Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt
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lunes, 3 de julio de 2023

FÁBRICA, MUJERES Y ANARQUISMO (II)

 

Manifestación de la Huelga de La Constancia (1913)

      2. SINDICALISMO Y ANARQUISMO

Como hemos visto, en España, a finales del siglo XIX, los códigos Civil y Penal establecían claramente la subordinación femenina y la realidad cotidiana imponía que las obreras asumían por completo los «cuidados» tras su jornada laboral. Esta doble jornada hacia casi imposible que dispusieran de tiempo para asistir a reuniones especialmente si tenían criaturas. Por otro lado, las mujeres no eran bien recibidas en las organizaciones societarias y sindicales, especialmente en las primeras, ya que no acostumbraban a ser mano de obra cualificada y la transitoriedad de su presencia en el oficio las conducía incluso a la exclusión. En los sindicatos, donde la exclusión no existía, se desarrolló un vocabulario tradicional de «combate», de «enfrentamiento», de «lucha de clases» que poseía connotaciones de género por su obsesión por una virilidad, a veces inconsciente, para la cual hacer sindicalismo era mostrar que se tenía «cojones». Así, este vocabulario en gran medida machista del sindicalismo rechazó otras relaciones posibles con el sindicalismo emancipador que pudieran desarrollar las mujeres. Los locales de las sociedades obreras y los sindicatos eran espacios masculinizados en los que las mujeres se sentían fuera de lugar. Esta situación hacía muy difícil desarrollar un activismo societario o sindical por parte de las obreras, pero, pese a ello, aunque reducido, existió en el siglo XIX y en la primera década del XX.

Deberíamos preguntarnos si no sigue siendo así en plenos siglo XXI.

Veamos el tipo de sindicalismo que se desarrolló en esta época, cómo evolucionó y qué papel tuvo el anarquismo.

Las sociedades de oficio y los sindicatos quieren controlar el mercado de trabajo por el lado de la oferta para poder hacer realidad el objetivo de la solidaridad entre la comunidad de oficio o de rama productiva. Este control del mercado laboral se sostiene sobre diversas prácticas como el aprendizaje, el reparto del trabajo durante las crisis, las listas de parados del sindicato, el rechazo al destajo o la prohibición de horas extras.

Aunque el societarismo intentó asociar, ya antes de 1868, a las mujeres de oficio (hiladoras y tejedoras), en el fondo buscaban una forma encubierta de excluirlas de las fábricas puesto que partían de la convicción de que el lugar de la mujer no era la fábrica. Esta idea la justificaban con argumentos y sentimientos humanitarios y con razones higiénicas o de salud. Aunque las mujeres de la Federación Sindical Textil de las Tres Clases de Vapor (TCV) estaban asociadas, tan solo se conoce una dirigente femenina, la Marieta rubia, de la que desconocemos incluso su apellido (entre 1888 y 1890)[1].

Las políticas societarias y los discursos exclusionistas (hacia los no cualificados, mujeres, niños y niñas) se intensificaron a finales del siglo XIX durante la crisis económica de la década de 1880 que desintegró las (TCV). Esta crisis llevó al societarismo textil hacia el sindicalismo de influencia anarquista, con un discurso más comprometido con los intereses de las mujeres en cuyo seno aparecieron, incluso, propuestas de creación de sociedades de oficio de obreras (algo que no era bien aceptado por los organismos internacionalistas que eran partidarios de los organismos mixtos).

Efectivamente, las propuestas de crear sociedades obreras de oficio de mujeres se produjeron en el contexto de la I Internacional por parte de obreras que no aceptaban la irrelevancia a las que las sometían sus compañeros de oficio, incluso cuando eran mayoría como era el caso del textil. Destaca en este objetivo una tejedora como Teresa Claramunt que participó con 22 años en la creación de un organismo de obreras llamado Sección Varia de Trabajadoras anarco-colectivistas de Sabadell (1884), cuyo objetivo era “coadyuvar a la emancipación de los seres de ambos sexos”[2]. De nuevo la vemos involucrada en la constitución de la “Agrupación de Trabajadoras de Barcelona” (1891) y del posterior “Sindicato de Mujeres del Arte Fabril” (1901).

Como ya he mencionado, el momento en que se inició este activismo societario era muy oportuno ya que se venía produciendo en la industria textil un proceso de substitución de la mano de obra masculina por la femenina que era más barata. La misma Claramunt, en un mitin en Sabadell en la década de 1880, «excita a la mujer para que no se preste al juego de la burguesía que le hace ocupar el puesto del hombre en la fábrica porque se presta más a la inicua explotación». Esta substitución del hombre por la mujer comportaba una reducción catastrófica de los ingresos familiares.

Por otro lado, este proceso de feminización hacía necesaria, para los obreros sindicados, la participación de las mujeres para enfrentarse a la hostilidad patronal. En el caso de Claramunt, su experiencia en la llamada «huelga de las siete semanas» que afectó a la industria lanera (mayo-julio de 1883) en Sabadell (por la reducción de la jornada laboral), le confirmó la necesidad de la lucha sindical y la importancia que podían tener las obreras en el desarrollo de las huelgas para que no fracasaran.

Frente al societarismo de oficio que tenía semejanzas con los antiguos gremios, se fue configurando, de la mano del anarquismo, un nuevo sindicalismo de clase que implicaba liberar a las obreras del tutelaje de los dirigentes de las Tres Clases de Vapor, «falsos redentores, adormideras», que habían aletargado a las «hijas del pueblo» tal y como señalaba TC. Acabado el siglo XIX, los anarquistas concentraron su propaganda en los barrios obreros de las ciudades industriales y empezaron a lograr que algunas mujeres ingresaran en las sociedades obreras de resistencia integradas en la Federación Regional y abandonaran las Tres Clases de Vapor. Pero, los amos de las fábricas no estaban dispuestos a facilitar este cambio y amenazaron con despidos a las obreras más atrevidas que estaban dispuestas a ir a la huelga para defender su derecho de asociación en el nuevo sindicalismo. Los empresarios querían cortar de raíz este proceso organizativo y actuaron con dureza. Algunas victorias que se produjeron en este proceso organizativo fueron celebradas por las trabajadoras en un mitin en el que participó Claramunt y al que asistieron unas mil quinientas personas. Estos primeros pasos dentro del sindicalismo de clase tuvieron su reflejo en la formación de una Comisión de obreras textiles de Barcelona que elaboró un escrito titulado «A las obreras del Arte Fabril» (diciembre de 1901) en el que se afirmaba:

«Digamos a todos los hombres, ricos y pobres, altos y bajos, explotados y explotadores que la emancipación humana depende del grado de moralidad que para nosotras se reserve (...). Rechacemos toda mezcolanza con hombres que quieran dirigirnos. No queremos directores, tutores, ni jefes. Levantemos nuestras conciencias y triunfaremos. No seamos esclavas. Mujeres somos.»

Este interesante escrito, partía de la afirmación de que las mujeres eran más esclavas y estaban más explotadas que los hombres, porque cobraban menos salario y trabajaban más horas. Pero el problema no era sólo de jornada y salario, sino de salud, ya que «el enrarecido y mortificante aire de las cuadras» envenenaban los pulmones de las trabajadoras y las hacía enfermar y envejecer rápidamente. Además, las obreras estaban rodeadas de «todos los peligros y de los insanos caprichos de nuestros amos y sus lacayos» (el acoso sexual estaba a la orden del día en las fábricas sin que nadie lo denunciara).

Si las obreras sufrían en silencio y con indiferencia, «era por culpa de los hombres que se han llamado redentores nuestros». Por ello era necesaria «una organización puramente nuestra, mantenida y dirigida por nosotras mismas». Las reclamaciones por las que se planteaba la necesidad de organización y de lucha eran: reducción de la jornada laboral, aumento de salario, regularización de todas las mecánicas fatigosas y abusivas, «y más que todo (...) respeto a nuestra dignidad de mujeres y consideración a nuestro estado de madres y esposas». El escrito concluía con un rechazo a que los hombres dirigieran a las mujeres en las organizaciones obreras

La campaña de propaganda a favor de la organización de las mujeres del Arte Fabril se fue extendiendo por todas las barriadas obreras a pesar de los obstáculos que ponían los amos de las fábricas: «se han recibido ofensas groseras, falsas acusaciones, despido injustificado de obreras, jesuíticas maquinaciones y, por último, injerencias policíacas». El “Sindicato de Mujeres del Arte Fabril” (1901) desapareció como consecuencia del fracaso de la huelga general de 1902, siendo un claro antecedente del Sindicato del Arte Textil “La Constancia” creado hacia 1910-11 y de la huelga de 1913.

En efecto, encontramos que los motivos de la huelga de 1913 estuvieron relacionados con la doble jornada: laboral y de «cuidados» que hacía cada vez más difícil compaginarlas por el aumento de los ritmos de trabajo y las largas jornadas laborales del textil (11 o 12 horas), que contrastaba con la mayoría de los oficios masculinos (8, 9 o 10 horas). Y su principal reivindicación: reducción de la jornada de trabajo igual que en huelgas anteriores (el incidente que desencadenó la huelga en Sants fue la petición de que se aplicara la jornada laboral de 8 h. en el trabajo nocturno).

Este sindicalismo (mixto o femenino) ofrecía   un discurso de clase que apostaba por una mayor igualdad, la denuncia de la doble jornada de las obreras y una mayor sensibilidad   respecto a su papel en las luchas sociales. El nacimiento de Solidaridad Obrera (1907) y CNT (1910) establecieron las condiciones para organizar este nuevo sindicalismo, que rompió con el viejo societarismo de oficio y que incluyó a los descualificados, lo que equivalía a incluir a las mujeres y sus intereses.

Sin embargo, como se comprobará muy pronto, este modelo sindical volvió a subordinar los intereses de las obreras a los de los sectores de oficio masculino (siendo común y sistemático que las Juntas Directivas estuvieran formadas por hombres), de esta manera esta problemática la volvemos a encontrar en las décadas posteriores, siendo complicada la posterior constitución del Sindicato Único, como estructura característica de CNT. Además, existía el problema de la poca cooperación de muchos cabezas de familia, que veían con malos ojos la sindicación de las mujeres de su familia: persistía la idea en cierta manera de que el sindicato no era lugar para las mujeres y que estas no estaban preparadas para estar al frente de sus Juntas Directivas. La composición mixta de las juntas nunca se cumplió y el sindicato volvió a reproducir las prácticas exclusionistas para los no cualificados, especialmente las mujeres.

Incluso en el proceso de Revolución Social que se produjo a partir del 19 de julio de 1936 encontramos ausentes a las mujeres de los puestos de liderazgo en los sindicatos, en las colectividades, en los equipos de trabajo en el campo, en los comités y ya no digamos en las milicias. Se mantuvieron las diferencias salariales en función del género e incluso el acceso a ciertos trabajos por el mismo motivo incluso en las empresas o en las tierras colectivizadas.



[1] Carles Enrech «El sindicalismo textil: entre la solidaridad y la exclusión», Historia Social, núm. 68, 2010, pp. 89-113.

[2] La información sobre la constitución de la Sección Varia apareció en Los Desheredados, núm. 127, 1-XI-1884.

viernes, 23 de junio de 2023

FÁBRICA, MUJERES Y ANARQUISMO (I)

 



1.     FÁBRICAS

Como veremos a lo largo de esta exposición hay una idea que estaba siempre presente cuando se hablaba de mujeres y fábricas, esta idea era que la fábrica era cosa de hombres o lo que es lo mismo que el lugar de la mujer no era la fábrica. Hagamos una primera reflexión al respecto antes de entrar en el tema de las fábricas y la presencia femenina.

A través de leyes y de otros mecanismos culturales de control social informal se confinó a las mujeres al ámbito doméstico y se les dio una identidad única de madres y esposas. Las leyes que se aprobaron en Europa y EUA establecían el dominio masculino y la desigualdad femenina: las mujeres carecían de la ciudadanía (derechos políticos y civiles), tenían restricciones para acceder a la propiedad, la herencia, la educación, el trabajo, etc. y su presencia en los espacios públicos estaba limitada a la vez que se mantenía su dependencia del hombre (padre, marido, hijo).

La discriminación legal de las mujeres se garantizó, en la España de la Restauración, a través del Código Civil (1889), Penal (1870) y de Comercio (1885). La mujer casada no tenía autonomía personal; dependía económicamente de su marido, ni siquiera era dueña de los ingresos que generaba su propio trabajo. Además, debía obediencia a su marido y necesitaba su autorización para desempeñar actividades económicas y comerciales. El poder del marido sobre la mujer casada fue reforzado, además, con medidas penales que castigaban cualquier trasgresión de su autoridad. Discriminación legal, segregación laboral y desigualdad de oportunidades educativas, reforzaban las normas que eran básicas en el sistema de género. Las leyes y normativas oficiales contaban además con un conjunto de creencias, hábitos, valores y reglas de conducta acordes que se fundamentaban en el discurso de género vigente en esta época.

Entre otros mecanismos culturales de control social informal, más difíciles de detectar y de cuestionar, encontramos el modo en que se representaba la feminidad. Se construyeron imágenes de las mujeres de inferioridad (tanto intelectual como física) y de subordinación. La feminidad quedaba definida por la ternura, la abnegación y la dedicación a los demás, frente al raciocinio, el interés propio y el individualismo, que eran el epicentro de la masculinidad.

Así se creó un modelo de mujer que se generalizó en la sociedad occidental, evocado a través del arquetipo del «Ángel del Hogar». Este arquetipo burgués pero aceptado en el mundo obrero, difundido a través de la literatura de buen comportamiento y urbanidad, las novelas, e incluso textos de signo médico y científico, consideraba la maternidad como el destino «natural» de las mujeres. La identidad femenina no podía pensarse fuera del matrimonio y, por tanto, dentro del ámbito doméstico en el que la feminidad quedó definida por esa figura angelical y abnegada.

Pese a que las mujeres tenían que ser competentes en muchos campos para atender la casa, el discurso de la domesticidad les negaba su perfil de trabajadoras. Las tareas domésticas, los cuidados, no se valoraban como trabajo y pese a ser fundamentales para la economía capitalista era invisibilizado y gratuito, considerado como algo «natural» al hecho de ser mujeres. Pero, además, este mismo discurso influía en la consideración negativa del trabajo extradoméstico femenino y de ahí que podamos afirmar que las mujeres solo trabajaban por necesidad y como algo provisional (aunque ese estado se prolongara durante años): la fábrica (o cualquier lugar de trabajo) no era su lugar.

***

Dejando claro que las fábricas eran espacios masculinizados, veamos algunos aspectos relevantes del proceso industrializador para contextualizar la huelga de “La Constancia”.

Durante el siglo XIX, el sector que primero introdujo la máquina de vapor en Cataluña fue la industria textil del algodón como bien sabemos, fue en este sector en el que las mujeres se incorporaron a las fábricas. Es remarcable en el crecimiento de la industria textil del algodón la oleada de prosperidad y buenos negocios, conocida como la fiebre del oro, que se desarrolló a partir de 1871 y duró hasta 1883. En esta etapa se produjo la substitución de los telares manuales por los mecánicos entre 1870 y 1900, el aumento del número de unidades de funcionamiento y el uso creciente de la energía de vapor dio lugar a un importante incremento de la productividad. Los cambios en la organización del trabajo y la tecnología provocaron la preferencia de los fabricantes por la mano de obra más barata que representaban las mujeres y la población infantil.

Entre 1870 y 1890 el número de obreras en el sector textil aumentó y las cifras de mujeres que trabajaban en este sector iba en progresivo aumento con el nuevo siglo. Hacia 1900, las actividades textiles significaban el 28,14% de la población activa femenina del sector secundario y pasaron a ser el 32,66% en 1930. Por tanto, es una etapa de feminización de las plantillas en las industrias textiles para mantener los límites saláriales bajos. Este proceso de feminización fue muy notorio en las ramas fabriles (hilaturas y tejidos) y de géneros de punto, mientras la del agua (tintes y aprestos), con mejores condiciones laborales y salarios más elevados, mantuvo el predominio masculino. A finales del siglo XIX las mujeres recibían por el mismo trabajo un poco más de la mitad del salario que recibían los hombres y, por lo tanto, aunque fuese el mismo trabajo, siempre se apreciaba menos que el de los hombres.

Los empresarios no querían renunciar ni siquiera a la mano de obra infantil, en parte también femenina porque era muy barata. Incluso antes de conseguir el mínimo de edad fijado por la ley (10 años), las niñas acompañaban a sus padres a los talleres. Estas niñas se encargaban de escobar los locales y ayudar en ciertos trabajos a los obreros adultos por unos céntimos semanales. Eran las llamadas chinches de fábrica, niñas o jornaleras que hacían tareas inferiores y que constituían los sectores peor pagados.

Las condiciones de trabajo e higiene eran bastante lamentables. En los talleres, el espacio entre los telares era muy reducido y eran lugares mal iluminados y ventilados en los cuales, adolescentes y adultas, trabajaban durante once o doce horas adoptando posturas forzadas a que les obligaban ciertas tareas (caso de las tejedoras) y respirando el polvo que desprendían ciertos materiales con los que se trabajaba. Estas condiciones de trabajo provocaban en las trabajadoras del textil y, especialmente, en las de la regeneración de lanas, ciertas enfermedades como inflamaciones y ulceraciones de las mucosas pulmonares, que en ocasiones degeneraban en tuberculosis.

Era en la edad en que se hacía el aprendizaje industrial, de los quince a los diecinueve años, cuando el comportamiento de los salarios ponía en evidencia una clara segregación laboral por razón de sexo. El salario de los adolescentes se doblaba, en cambio el salario de las adolescentes permanecía estancado. Esta diferencia salarial estaba relacionada, entre otros aspectos, con el hecho de que la mayoría de las jóvenes no hacían el aprendizaje. Otras niñas, las menos, empezaban el aprendizaje y su habilidad determinaba el ascenso en la escala profesional dentro de los límites impuestos por su sexo.

La realidad era que las mismas familias transmitían el planteamiento, como ya hemos dicho, de que las mujeres debían vivir en el ámbito doméstico y, por tanto, no hacía falta una cualificación que después del matrimonio y, sobre todo, cuando tuviesen los primeros hijos, no les serviría de gran cosa. Como ya hemos dicho, el trabajo de las mujeres en las fábricas era transitorio. Únicamente se aceptaba el trabajo fuera de casa en determinadas circunstancias, como era la necesidad económica, pero esta necesidad sólo podía justificar el trabajo de las mujeres durante un tiempo y, por tanto, como un trabajo secundario a la espera de que un hombre, o el conjunto familiar cuando los hijos e hijas empezaban a trabajar, pudiesen encargarse de mantenerlas en casa.

Las mujeres, además, sufrían una doble explotación, como señalaba la obrera textil, Teresa Claramunt, cuando decía que: en «el taller se nos explota más que al hombre, en el hogar doméstico hemos de vivir sometidas al capricho del tiranuelo marido». Tras las largas jornadas laborales, superiores a veces a las de sus compañeros, a las mujeres les quedaban por realizar todas las tareas domésticas y los cuidados, trabajo que las mujeres asumían como algo «natural» y por ello gratuito. Esta doble explotación estuvo presente en el origen de la huelga de La Constancia en 1913.

Laura Vicente