Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

sábado, 27 de septiembre de 2014

VIOLENCIA



La lectura de los periódicos, siempre penosa desde el punto de vista estético, lo es con frecuencia también desde el moral, incluso para quien tenga escasas preocupaciones morales.Las guerras y las revoluciones –hay siempre una u otra en curso- llegan, en la lectura sobre sus efectos, a causar no horror sino tedio. No es la crueldad de todos aquellos muertos y heridos, el sacrificio de todos los que mueren batiéndose, o son muertos sin haberse batido, lo que pesa duramente en el alma: es la estupidez que sacrifica vidas y haberes a cualquier cosa inevitablemente inútil. Todos los ideales y todas las ambiciones son un desvarío de comadres hombres. No hay imperio que merezca que por él se destroce una muñeca de niña. No hay ideal que valga el sacrificio de un tren de hojalata. ¿Qué imperio es útil o qué ideal proficuo? Todo es humanidad, y la humanidad es siempre la misma –variable pero imposible de perfeccionar, oscilante pero improgresiva. Ante el curso inimplorable de las cosas, la vida que tuvimos sin saber cómo y que perderemos sin saber cuándo, el juego de diez mil ajedreces que es la vida en común y en lucha, el tedio de contemplar sin utilidad lo que no se realiza nunca (…)- qué puede hacer el sabio sino pedir el reposo, el no tener que pensar en vivir, un poco de lugar al sol y al aire y al menos el sueño de que hay paz del otro lado de los montes.              
FERNANDO PESSOA, Libro del desasosiego. Fragmento nº 454, p. 461.
Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros de contabilidad en Lisboa, heterónimo de Pessoa, desgrana, fragmento tras fragmento con pesimismo, descreimiento y cavilaciones sin fin, su personalidad. No es un libro corriente, más bien, como dice su traductor (Perfecto E. Cuadrado) es su subversión y negación, el libro desasogante, el libro de la desesperación y de la incredulidad, el libro del desenmascaramiento de sueños y quimeras, el filo de la realidad, de la rutina, de la falta de salidas.

El rechazo de la violencia que hace en este fragmento nº 454 es, entre las muchas reflexiones que he ido guardando, la expresión de mi repudio a la violencia que la historia muestra, nunca sirvió para generar sociedades justas, igualitarias y libres. 
Siempre se puede encontrar un motivo para matar, pero siempre el resultado de tal decisión será insatisfactorio.

sábado, 20 de septiembre de 2014

HANNAH ARENDT, Eichmann en Jerusalén. Épilogo.





En el epílogo, Arendt escribe una especie de alegato que considera que es lo que los juzgadores de Jerusalén se debían haber atrevido a decir al acusado (pp. 405-406):
Has reconocido que el delito cometido contra el pueblo judío en el curso de la guerra es el más grave delito que consta en la historia, y también has reconocido tu participación en él. Pero has dicho que nunca actuaste impulsado por bajos motivos, que nunca tuviste inclinación a matar, que nunca odiaste a los judíos, y pese a esto, no pudiste comportarte de manera distinta y no te sientes culpable. Nos es muy difícil, aunque no imposible, creerte; existen pruebas, aunque escasas, que demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus motivos y tu conciencia. También has dicho que tu papel en la Solución Final fue de carácter accesorio, y que cualquier otra persona hubiera podido desempeñarlo, por lo que todos los alemanes son potencialmente culpables por igual. Con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es. Esta es una conclusión muy generalizada, pero nosotros no la aceptamos. Y si no comprendes las razones por las que nos negamos a aceptarla, te recomendamos que recuerdes la historia de Sodoma y Gomorra, dos vecinas ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego bajado del cielo porque todos sus habitantes eran culpables. Esto, dicho sea incidentalmente, ninguna relación guarda con la recién inventada teoría de la “culpabilidad colectiva”, según la cual hay gente que es culpable, o se cree culpable, de hechos realizados en su nombre, pero que dicha gente no ha realizado, es decir, de hechos en los que no participaron y de los que no se beneficiaron. En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad.Afortunadamente no se llegó tan lejos. Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible naturaleza inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento  de una organización de asesinato masivo todavía queda el hecho de haber tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado.


Y para concluir una inquietante, y actual, pregunta: 
¿Cabe concebir que ni siquiera un judío alemán llegara a preguntarse cuántos individuos, entre los de su clase, hubieran actuado igual que los alemanes, si se hubieran hallado en sus circunstancias? (p. 430)

sábado, 13 de septiembre de 2014

HANNAH ARENDT, Eichmann en Jerusalén.

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, filósofa alemana judía exiliada en EUA. Se desplazó a Jerusalén y fue escribiendo artículos sobre el juicio al miembro de las SS involucrado en la solución final. Estos reportajes fueron publicados en forma de libro (440 pág.) en 1963. Ya en aquellos años esta obra provocó duras críticas y una fuerte animadversión contra ella que no ha desaparecido, pese a su prestigio, en la actualidad.

Hannah Arendt nació en Hannover en 1906 y murió en EUA en 1975. La privación de derechos y la persecución que empezó en Alemania contra los judíos en 1933, junto con un breve encarcelamiento ese mismo año, contribuyó a que emigrara a EUA. En 1937 Alemania le retiró la nacionalidad, como a tantos otros judíos, y quedo en  situación de apátrida hasta que en 1951 consiguió la nacionalidad norteamericana. Al quitarles a los judíos la nacionalidad alemana  dejaban a estos sin patria y con dos problemas importantes, por un lado evitaba que ningún país solicitara información sobre las víctimas del exterminio y, además, permitía al Estado en que la víctima residía confiscar sus bienes y enviarlos a Alemania. El Ministerio de Hacienda hizo preparativos para recibir el botín que les mandarían de todos los rincones de Europa.


 Se trata de una pensadora que siempre rechazó ser considerada filósofa y prefería que sus obras fueran clasificadas dentro de la teoría política. Además de  Eichmann en Jerusalén, escribió otras obras relevantes entre las que me parecen destacables: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Sobre la revolución (1963).


La obra objeto de esta reseña está estructurada en 15 capítulos que repasan el juicio a Eichmann con una minuciosidad extraordinaria, además hay una Advertencia preliminar, el Epílogo, un Post Scríptum y la Bibliografía.

El punto de partida para la redacción de los reportajes de Arendt es su actitud ante el tema: pudiendo haberse conformado con lo que se esperaba de ella y hacer la descripción de un monstruo antisemita que de forma sádica y asesina protagonizó la solución final contra los judíos, no lo hizo. Fue a Jerusalén con la mente abierta a interrogarse sobre la personalidad del acusado, era la primera vez que podía escuchar y observar a un nazi con responsabilidad en el exterminio, y los motivos que le habían llevado a su actividad criminal, pero no dejó fuera de su escrutinio a las autoridades y a la población de Alemania y del resto de la Europa ocupada por los nazis o por los fascistas italianos. No obvió analizar el comportamiento de la propia población judía y, especialmente, de sus autoridades. Cuestionó el trabajo del tribunal de Jerusalén porque nunca comprendió las diferencias entre expulsión, genocidio y discriminación, si lo hubieran sabido diferenciar hubiera quedado claro que el mayor crimen que ante sí tenía era el exterminio físico del pueblo judío, es decir, un delito contra la humanidad y que solo la elección de las víctimas, no la naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga historia de antisemitismo y odio hacia los judíos (pp. 391-392).

La lectura de esta obra nos pone delante de una terrible realidad, la capacidad del ser humano normal y corriente de causar daño a sus congéneres por ideales, lo pernicioso que es dejarse arrastrar por las ideas dominantes en un momento histórico determinado y abandonar la capacidad en manos de las leyes de un Estado totalitario, refugiándose en su cumplimiento necesario. El colapso moral general que fue capaz de provocar el nazismo en toda una nación como la culta Alemania y otros muchos países europeos ocupados por ellos en los que el colaboracionismo predominó. E incluso el colapso moral que produjo entre las víctimas para salvarse del exterminio incluso negociando con los criminales. ¿Quién puede saber lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho en esas circunstancias? Sí sabemos que hubo seres excepcionales que, perdidos en un océano de confusión, de muerte y de terror, supieron discernir lo más elemental del comportamiento humano y se mantuvieron internamente libres para discernir lo que estaba bien y lo que estaba mal. Seres excepcionales para actuar con normalidad en momentos excepcionales. Su existencia nos regala la esperanza en el género humano, ayer y hoy.

Arendt se decantó por arriesgar al reflexionar e investigar, sacando conclusiones con una libertad de criterio que nunca es fácil puesto que muchos prefieren las explicaciones simples de blanco o negro y no de una variada gama de grises. Sus ideas disgustaron a muchos, incluida la comunidad judía estadounidense e israelí, respecto a cuatro temas, el primero el concepto de la banalidad del mal, por el que Arendt señaló que Eichmann era un hombre común que carecía de motivos para matar a los judíos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso y que tal diligencia no era criminal. Este alto funcionario de las SS se marcó una línea de actuación de obediencia ciega a las leyes y la pura irreflexión le predispuso a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo y a convertirse en uno de los mayores criminales. Este comportamiento lo clasificó  como banal, e incluso cómico, pero no diabólico aunque tampoco era común. En el juicio quedó claro para ella que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana (p. 418). El fiscal y los jueces no podían creer que Eichmann fuera una persona “normal”, para ellos era un ser diabólico, un monstruo antisemita que odiaba a los judíos. Sin embargo Arendt vio en Eichmann a un ciudadano fiel cumplidor de la ley que pudo dejar de “sentir” y eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico (p. 156) por esa obediencia ciega de funcionario que anulaba la facultad humana de juzgar. Es propio de todo gobierno totalitario, decía Arendt, transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedas de la maquinaria administrativa y deshumanizarlos. El contexto legal del nazismo daba cobertura a estas actitudes y, por ello, tan solo los seres “excepcionales” podían reaccionar “normalmente”, es decir, desde criterios morales (p. 47).


La crítica que Arendt realizó a los líderes de las asociaciones judías que ayudaron en las tareas administrativas y policiales a los nazis fue el tema que provocó más indignación. Según sus investigaciones, la formación de gobiernos títere  en los territorios ocupados iba siempre acompañada de la organización de una oficina central judía, los  integrantes de los consejos judíos eran por lo general los más destacados dirigentes judíos del país de que se tratara, y a estos los nazis confirieron extraordinarios poderes (…). Estos consejos judíos elaboraban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a los nazis su confiscación (pp. 172-174). Incluso el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuvo a cargo de comandos judíos (p. 181).

El pueblo judío, decía Arendt, tenía muy difícil organizar una resistencia al exterminio ya que no poseía territorio, no disponía de gobierno, ni de ejército y tampoco tuvo un gobierno en el exilio que le representara ante los aliados. Pero sí existían organizaciones comunales judías y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como internacional. Allí donde había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los nazis (…). Sin estos dirigentes, el número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado a una suma que oscila entre los cuatro millones y medio y los seis millones (p. 184).

Este tema tan sensible muestra la objetividad de la que Arendt hacía gala, de ahí posiblemente la afirmación del novelista judío Saul Bellow que señalo que era una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resultaba limitadísima. Metió el dedo en una llaga peligrosa puesto que señaló el colapso moral generalizado que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los países, no solo entre los victimarios, sino también entre las víctimas (p. 185). Y dentro de las víctimas, no se detuvo ante el colapso moral que se dio en la respetable sociedad judía que colaboró con sus victimarios y que  aceptaron sin protestar la clasificación en categorías y, por tanto, la existencia de judíos prominentes con privilegios que suponía la aceptación de la norma general que significaba la muerte de cuantos no fueran casos especiales, la mayoría (pp. 194-195).

Resulta muy interesante el repaso que realiza Arendt a las deportaciones en cada país europeo y las diversas actitudes ante el tema que provocaron una menor o mayor mortalidad de los judíos, en este sentido llama la atención el rechazo al exterminio judío por parte de la Italia de Mussolini o la postura más antisemita entre todos los países europeos de Rumania.

El tercer aspecto que provocó polémica, y en el que no nos vamos a detener por su carácter más jurídico, fueron las dudas sobre la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann, además, según Arendt, el tribunal de Jerusalén fracasó al no abordar tres problemas: el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores, el de una justa definición de “delito contra la humanidad”, y el de establecer claramente el perfil del nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito (p. 400). El mayor defecto fue, según la filósofa, que  la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos y no en los actos de Eichmann (p. 18).

Por último, el escrutinio que realizó de las autoridades, de la población alemana, y del resto de la Europa ocupada por los nazis, incluso en el momento del juicio a Eichmann, también generó detractores. Afirmaba con rotundidad que La abrumadora mayoría del pueblo alemán creía en Hitler (…). Contra esta ciclópea mayoría se alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. No se olvidó de mencionar a los conspiradores, como los de julio de 1944, para afirmar que eran en realidad antiguos nazis o individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich y que, en realidad nunca se opusieron a Hitler por el problema judío. Para Arendt en Alemania se produjo la debacle moral de toda una nación (p. 163). El colaboracionismo generalizado de gran parte de las autoridades y de la población, en el resto de Europa, especialmente en su parte oriental, extiende dicho colapso moral a casi todo el continente. Los movimientos de resistencia, que Arendt no trata por no ser el objeto de su libro, son esa parte excepcional que reaccionó contra la barbarie.

sábado, 6 de septiembre de 2014

JOSEPH ROTH, El busto del Emperador.

Este autor ha sido uno de mis descubrimientos de este año, así que la lectura de este pequeño relato de 59 páginas entra dentro de mi proyecto de leer su obra. El busto del Emperador es el símbolo del desaparecido Imperio Austro-Húngaro tras la Iª Guerra Mundial y la extrañeza que siente el conde Morstin al perder su patria.
Sobre Joseph Roth ya se ha hablado aquí y se puede leer una referencia a su biografía en la etiqueta que lleva su nombre.


Morstin vive con perplejidad una realidad nacional en completa transformación que rompe su deseo de permanencia. El Imperio Austro-Húngaro, como cualquier imperio, unía en sus fronteras un buen número de naciones, trece naciones actuales contando con que algunas de ellas solo tenían una parte de su territorio integrado en el Imperio. Este era el caso de Galitzia, donde nació el escritor y  escenario de este relato, que ahora pertenece a Polonia.
En el relato hay un alegato contra el nacionalismo al que acusa de provocar un efecto negativo sobre la conciencia europea y conflictos que se podían desencadenar con la ruptura de una patria multinacional. Por otro lado llora también la ruptura del respeto a la jerarquía tanto familiar como política. La crítica a la modernidad y a sus secuelas en Europa es clarividente.
Destaca su visión de que los cambios políticos son más rápidos que los cambios en la mentalidad de las personas que por costumbre siguen respetando las tradiciones y el orden jerárquico anterior pese a su desaparición.
Uno de esos hombres es indudablemente este peculiar conde que decide expatriarse voluntariamente de su nueva patria y vivir en la Riviera escribiendo sus memorias de las que el narrador entresaca este interesante fragmento:
He visto –escribe el conde- cómo los listos pueden volvernos tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción. La fe no puede decepcionarnos, puesto que no nos promete nada en la tierra. La verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos (págs. 58-59).


El relato, que por momentos se convierte en una parodia, está escrito con la calidad literaria que caracteriza a este autor.