GUERRA DE TROYA
Oigo
voces que dicen que lo que sucede en Gaza no es guerra porque no hay dos bandos
enfrentados, como por ejemplo sucede en Ucrania. Sin embargo, esa afirmación
nos conduciría a «sacar» de la IIª Guerra Mundial a pueblos o etnias que no
formaban parte de un bando (supongo que ser bando significa tener
Estado) como la población judía o gitana y que sufrieron la persecución y
muerte en un genocidio tan rápido que no tiene comparación posible con ningún
otro. Estas personas no decidieron ser bando, lo decidió el gobierno de Alemania,
igual que el pueblo de Gaza es bando por decisión del gobierno de
Israel.
Utilizar el «hambre» en una guerra, declarada o no, tampoco es nuevo. Los asedios o sitios tienen una larga historia: Troya, Cartago, Numancia, Breda; más cercanos los de Leningrado, Stalingrado, Varsovia o Budapest; el de Sarajevo en la guerra de la antigua Yugoslavia duró cuatro años y Gaza entra en esta pequeña lista con derecho propio. Lo habitual es que sean bloqueos militares prolongados de una posición, usualmente una ciudad, con el objetivo de conquistarla a través de la fuerza o el desgaste. El asedio implica rodear la posición y cortar sus líneas de abastecimiento. Pero también se ha utilizado el hambre en guerras no declaradas, de eso sabe mucho Ucrania que sufrió el Holodomor («matar de hambre») por parte del gobierno de Stalin en el contexto de la colectivización de la tierra entre 1932-1933 y en el que murieron millones de personas.
La guerra moderna, dice Glucksmann en El
discurso de la guerra, se define por arrasar completamente lo que hay para
construir lo que «debe» haber, por ejemplo, Trump considera que en Gaza debería
haber resorts y playas para turistas. Estas guerras son una maquinaria de hacer
el vacío en nombre del supuesto progreso, la libertad y la felicidad para
todos.
Por supuesto, estas guerras que los nazis y
soviéticos llevaron a cabo en la IIª Guerra Mundial en lo que Timothy Snyder
denominó tierras de sangre (su libro con ese título es magnífico),
aplican la fuerza bruta de manera descomunal. Hay que destruir totalmente,
despoblar, inmolar todo lo que estorba, lo que es un lastre. Es un plan de desposesión
de largo alcance porque conlleva arrebatar la lengua, la cultura, los bienes
materiales (la tierra, el agua, las casas por miserables que sean). Todo se
puede sacrificar en este plan perverso.
Dice Amador Fernández Savater[1] que
el racismo puede pensarse desde ahí: hay sujetos que estorban. Esto
significa que la violencia de las guerras se cocina en tiempos de paz y en
sistemas democráticos. Nunca debemos pensar que aquí (me refiero en los países occidentales)
estamos libres de esa violencia y de la posibilidad de guerra porque ya ha
sucedido y porque se percibe la violencia en Europa. No podemos afrontar a la
extrema derecha como una deformidad de la democracia, la violencia implícita en
el odio a las mujeres, en el racismo, en la precariedad y en tantos otros
aspectos, están presentes en la defensa a ultranza del orden y la seguridad
máxima, en la defensa de la productividad y el capital, en el rechazo de lo
marginal (que cada vez lo componen más y más personas) y en tantos otros
aspectos aparentemente poco relevantes.
La guerra, la violencia, el odio no son
rarezas, deformidades, están entre nosotras, en nuestra cotidianidad y van
configurando un caldo de cultivo en el que se va diferenciando entre
poblaciones de las que depende nuestra vida y nuestra existencia y las que
representan una amenaza directa a nuestra vida y a nuestra existencia. Las
poblaciones que parecen constituir una amenaza directa a nuestras vidas, tal y
como explica Judith Butler en Marcos de guerra, no aparecen como «vidas»
sino como una amenaza a la vida, por tanto, no sentimos el mismo horror y la
misma indignación ante la pérdida de sus vidas.
Nadie está libre de convertir la destructividad
en algo justificable. La posición de una parte de la izquierda española
de no considerar la guerra de invasión de Rusia sobre Ucrania como rechazable y
combatible como ocurre con otras guerras (apenas se ha producido movilización
en contra de dicha invasión expansionista) resulta como mínimo preocupante.
Es evidente que las escasas respuestas a las
guerras actuales, la de Gaza es muy clara, tienen un componente afectivo y, por
ello, son difíciles de explicar. El afecto del horror se experimenta de manera
diferencial según las poblaciones, por unas sentimos una urgente y no razonada
preocupación y por otras sentimos que no nos afectan, o, como dice Butler, no
aparecen como vidas en primer lugar.
Lógicamente, nuestro afecto no es solamente
nuestro, nos viene comunicado de otras partes, nos predispone a oponer
resistencia a ciertas dimensiones del mundo y a abrirnos a otras.
Es urgente que nos preguntemos qué nos impide
ver ciertas vidas en su precariedad y en su necesidad de apoyo y considerarlas
vidas dignas de ser contempladas como tales.
Laura Vicente
[1]
Fernández Savater, Amador (Edición y Prólogo) (1922): «Tabula
Rasa: La lógica de la Modernidad y sus resistencias). En André
Glucksmann. La religión de la guerra. Textos e intervenciones libertarias
(1975-1980). Madrid, Arena, p. 17.
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