El
auge de la extrema derecha y del totalitarismo están poniendo en peligro los
derechos humanos, los derechos constitucionales y las legislaciones sobre derechos
de las mujeres. Sin embargo, esta seria amenaza no es por donde encaminaremos
este texto. Los derechos hace tiempo que hacen aguas por otros motivos que nada
tienen que ver con las posiciones políticas de la extrema derecha, sino con su
propia naturaleza.
Esta
reflexión no se posiciona contra los derechos y sabemos que algunas de las
mayores atrocidades de los Estados modernos se han realizado como violación de
los derechos humanos y que estos pueden ser considerados una barrera defensiva contra
el poder. Pese a ello, no se pueden ignorar aspectos relevantes que han
influido en la situación de crisis que atraviesan en la actualidad.
Los
derechos en crisis
Empezaremos
por señalar que los derechos no son principios absolutos, sino que están
relacionados con las circunstancias históricas contingentes. No compartimos el
esencialismo que sostiene que los derechos humanos son inherentes a la
naturaleza humana, es decir, que son preexistentes a cualquier reconocimiento
formal por parte de los Estados o instituciones.
Los
derechos son instituciones creadas por los seres humanos, resultado de un
proceso inacabado y en permanente transformación. Como señala J.M. Bermudo[1], cuando emergen nuevas
necesidades y nuevos compromisos, derivados de cambios objetivos, puede
producirse la necesidad de nuevos derechos. O, simplemente, cuando la voluntad
de los gobernantes, como ocurre en la actualidad, considera necesario suprimir
unos e instaurar otros. Quienes luchan por derechos legales deben asumir que
estos no son para siempre, los feminismos deben tener clara esa contingencia.
Los derechos se enmarcan en el Estado y, por ello, están
sometidos a los objetivos políticos de quienes gobiernan. Retrocedamos a su
origen, el liberalismo ilustrado[2] consideró que el Estado se
tenía que diseñar conforme al ideal de los derechos de primera generación[3], eliminando la hegemonía
de los privilegios del Antiguo Régimen. La emancipación de súbdito equivalía a
conquistar la ciudadanía e instituir el Estado racional, es decir, el
reinado del derecho.
Giorgio Agamben[4] señala una contradicción en
dicha lógica, puesto que para tener derechos no basta con nacer humano como se
proclama, sino que hay que pertenecer a una comunidad, es decir, tener la ciudadanía.
Una cosa son los derechos humanos y otra los del ciudadano o ciudadana, los
primeros son papel mojado, los que valen son los segundos, que los tenemos
porque nos los da el Estado al nacer en su territorio (inicialmente sectores
nacidos en el territorio no accedieron a la ciudadanía: mujeres y personas
racializadas). Una vez que están incluidas todas las personas nacidas en el
territorio, ¿qué pasa cuando hay un desajuste entre los que están ahí y los
nacidos allí? Pues que aparecen reivindicaciones xenófobas de que la nación es
para los de la misma sangre y tierra.
Quedó claro también que los derechos legales no implicaban
un cambio social puesto que por sí mismos no suponían el fin de la explotación
ni de las diversas formas de dominación. Existía la dificultad de compatibilizar
la idea racional y universalista del derecho y la fuerza de la particularidad
expresada en la voluntad de los representantes de la sociedad civil y sus intereses
de clase, patriarcales y de raza. Por tanto, los derechos son compatibles con
la presencia de la dominación y deberíamos preguntarnos por la complicidad
misma entre derechos y dominación[5].
Walter Benjamin[6] fue muy consciente de esta
complicidad puesto que se detuvo en la paradoja de que, aunque digamos que el
ser humano nace igual y libre, la realidad es que la mayoría nace pobre y
condenada a la opresión; ni libres ni iguales. Si a pesar de todo, decía
Benjamin, nos obstinamos en decir que nacemos iguales y libres es porque
hacemos abstracción de la realidad cayendo en el idealismo y confundiendo el
ideal con la triste realidad. Quienes siguen la estela de los derechos tienen
el problema de suplantar la realidad por la ficción o, mejor, de preferir una
imagen presentable del ser humano a su triste realidad. Esto no solo sucede con
los derechos de primera generación sino con los de segunda que comenzaron a ser reconocidos en
el siglo XX. Son fundamentalmente sociales, económicos y culturales en su
naturaleza. Aseguran a los diferentes miembros de la ciudadanía igualdad de
condiciones y de trato, sin lograrlo. Y, si no que se lo digan a la ciudadanía
en la actualidad con el derecho a una vivienda digna, por poner un ejemplo.
Estas
contradicciones fueron constatadas por el socialismo del siglo XIX que pronto advirtió
que la emancipación social no se encontraba en el discurso de los
derechos; que la realización de los derechos no incluía por sí misma el fin de
la explotación y, por tanto, de las diversas formas de dominación. La función
de los derechos era la de reproducir el modelo particular de sociedad donde
nacen, en nuestro caso la sociedad capitalista[7].
Los
derechos no son algo que tenemos, sino que hacemos
Los derechos
de las mujeres forman parte de la tercera generación de derechos, surgida en el
último cuarto del siglo XX, vinculados
con la solidaridad. Estos derechos incluyen las luchas de descolonización y
feministas; los ambientales, que se definen como derechos de las generaciones
futuras; y los relativos al control del cuerpo y la organización genética de una
misma, enfrentados a la mercantilización de la vida. Como
ocurre con los derechos de primera y segunda generación, más que cuestionar su
existencia, queremos centrarnos en los aspectos críticos que observamos en su
naturaleza.
El anarquismo, posición desde la que escribo, acostumbra a
ser más partidario de la despenalización, dejar de tipificar como delito una
conducta o acción (por ejemplo, la reivindicación histórica del aborto, hoy en
peligro de ser penalizado de nuevo) que de la regulación a través de leyes. Ya
lo dijo Hobbes (poco sospechoso de anarquista): «Las leyes [son] limitaciones
de la libertad».
Pese a ello y puesto que estamos hablando de derechos
legales, compartimos con Linda M.G. Zerilli[8] que estos solo importan
cuando los reclamamos, los usamos y los superamos en busca de nuevas reclamaciones
y libertades; solo importan si nos instan a seguir adelante. Los derechos solo tienen
sentido si las personas involucradas están en posición de reclamarlos y
defenderlos. Esta es la pregunta que debemos hacernos: ¿los derechos que
consideramos en peligro, estamos en disposición de defenderlos? No pensemos
solo en quienes los amenazan sino en cómo vamos a luchar por mantenerlos.
Los derechos no son «cosas» para distribuir desde arriba, desde
el Estado, sino demandas de algo más que surgen desde abajo. No son «cosas»
sino relaciones sociales y como tales no son algo que tenemos, sino que hacemos
cada día en nuestras prácticas feministas, sin ellas los derechos siempre
son frágiles y al albur de los cambios de gobiernos o de la voluntad de la
justicia patriarcal. La libertad, como los derechos, es algo que solo
puede ser garantizado por las mismas personas que los reclaman.
Las prácticas feministas de lucha política no se pueden
confundir con la institucionalización de los derechos o la igualdad formal, por
ello «la política de proclamar los propios derechos, por muy justa u hondamente
sentida que sea, es una clase subordinada de política»[9]. Las prácticas de libertad
política crean, mediante el discurso y, especialmente, mediante la acción, un
espacio subjetivo intermedio que, en ocasiones, excede el espacio
institucional. Solo cuando se produce esa situación de fuertes movilizaciones y
luchas se consiguen ampliar los espacios de libertad y autonomía de las mujeres
que, a veces, quedan regulados en forma de derechos.
Un rasgo de los derechos legales es su tendencia a
deteriorarse en artefactos legales muertos y hasta en instrumentos políticos
peligrosos cuando pierden conexión con las prácticas de libertad feministas. No
podemos compartir, como ya hemos explicado, las posiciones de un sector del feminismo
que ha aceptado la estrategia de que un cambio social se basa en los derechos
legales. Estos por «progresistas» que nos puedan parecer no logran por sí
mismos acercarnos al fin de la dominación patriarcal a la que aspiramos y es
compatible con su existencia.
Así mismo, no podemos dejarnos cegar por las respuestas
jurídicas y centradas en el Estado a las preguntas políticas y sociales que nos
hacemos como feministas y haríamos bien en dar protagonismo a lo que las
mujeres podemos y no podemos lograr en nuestras luchas que, a veces, pueden
tomar la forma de derechos.
[1]
J.M. Bermudo, «El discurso de los derechos: carencias y
confusiones», p. 3. Conferencia impartida
en México en el Seminario de Política y Antropología de la UAM, en Diciembre de
2010.
[3]
Estos tratan esencialmente de la libertad y
la participación en la vida política. Son derechos civiles y políticos, y
sirven para proteger al individuo de los excesos del Estado.
[4] Reyes
Mate Rupérez (2018): El tiempo, tribunal de la historia. Madrid, Trotta,
p. 107.
[5] Bermudo, «El discurso de los derechos», pp.
18-19.
[6] Mate
Rupérez, El tiempo, pp. 108 y 110.
[7] Bermudo, «El discurso de los derechos», p.
32.
[8] Linda M.
G. Zerilli (2008): El feminismo y el abismo de la
libertad. Buenos Aires, FCE, pp. 234-236.
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