Charles Fourier afirmó en una ocasión que cuando la gente
sentía, respiraba y desarrollaba su vida fuera del guion establecido, la
emancipación estaba materialmente en marcha. Fue el caso de hombres y mujeres
que, mucho antes del 19 de julio de 1936, ya sentían una «atracción pasional»
por organizar su vida social sobre la base del apoyo mutuo, la cooperación, la
libertad y la igualdad. En esa ocasión lo hicieron «a lo grande» y por ese
motivo nos atraen tanto los «momentos» revolucionarios vividos por miles y
miles de personas durante meses (e incluso años, por lo menos tres) en este
país.
Pero,
esa práctica emancipatoria no ha sido excepcional y se ha producido en otros
muchos lugares y en otros tiempos. Sin salir de Europa aún a riesgo de que nos
acusen de eurocéntricas: la revuelta de los esclavos de Espartaco, la
revolución francesa de 1789 (en sus experiencias populares), la comuna de
París, los soviets de la revolución rusa (1905 y 1917), los espartaquistas en la
Alemania de 1919, Nanterre durante Mayo de 1868, el 15 M en algunos países
europeos y en otros lugares del norte de África y EEUU, y tantas otras
experiencias que me dejo y que son igualmente destacables.
Hannah Arendt describe la importancia de rescatar ese
itinerario de los vencidos con la ayuda de una imagen magnífica, la del pescador
de perlas que va al fondo del mar para arrancar en la profundidad perlas y
corales y llevárselas, como fragmentos del mundo submarino, a la superficie del
día. Benjamin propone esa inmersión en las profundidades del pasado para traer
a la claridad del día, fragmentos y acontecimientos de tantos «momentos»
revolucionarios como se han producido y han sido negados por los vencedores.
Kristin
Ross identifica muchos de esos «momentos» con la forma-comuna, poniendo el foco
en el conflicto entre el Estado y las comunas, en realidad entre el Estado y
cualquier otro tipo de organización de la vida política, cualquier clase de
inteligencia política alternativa, cualquier modelo diferente de comunidad. Las
comunas y su forma de vida florecen en la medida en que retrocede el Estado,
cuyo papel es gestionar todas las esferas de las sociedades al tiempo que
mantienen su dominio y lo perpetua.
Algunos hilos recurrentes y reconocibles,
según Ross, de la forma-comuna son:
1. El
espacio-tiempo de la forma-comuna está anclado en el arte y la organización de
la vida cotidiana, y ligado íntimamente a la responsabilidad adquirida respecto
a los medios de subsistencia. Por ello requiere de una intervención pragmática
en el aquí y ahora, y un compromiso de trabajo con los ingredientes y elementos
del momento actual.
2. Un
entorno local, vecinal o delimitado. Las dimensiones espaciales y
temporalidades distintivas de la forma-comuna se despliegan junto con un Estado
distante, desmantelado o en desmantelamiento, cuyos servicios son considerados
superfluos por un grupo de personas, que han decidido hacerse cargo ellas
mismas de sus propios problemas.
Cuando las cuestiones que afectan a la existencia (la
crianza, los residuos, el combustible, los alimentos, etc.), y en especial a la
subsistencia, dejan de estar limitadas al plano individual o familiar, y cuando
el poder no emana de una ley, sino que proviene de la iniciativa directa de los
de abajo gestionando sus asuntos en común, estamos ante una «toma de la vida»,
descartando la tradicional «toma del poder» que tantas distopias ha provocado
en el pasado en nombre de la revolución y de la emancipación[1].
[1]
Sirva este texto, que pretendía ser reseña,
aunque no lo logre, para recomendar dos libros: Kristin Ross (2024): La
forma-comuna. La lucha como manera de habitar. Virus, Barcelona; y Michael
Löwy (2015): Judíos heterodoxos. Romanticismo, mesianismo, utopía. Anthropos
y Universidad Autónoma Metropolitana, Barcelona y Iztapalapa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios siempre aportarán otra visión y, por ello, me interesan.