Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

jueves, 23 de junio de 2022

IDENTIDAD, SEXO Y GÉNERO EN LOS FEMINISMOS ESTADO DE LA CUESTIÓN (I)

 

Anka Zhuravleva 


Conviene aclarar desde el principio que, aunque el tema de este monográfico se podría tocar desde otras perspectivas, quizás más generales, aquí se ha abordado desde el ámbito de los feminismos. Esta decisión viene justificada por el hecho de que no hay una perspectiva, tanto teórica como práctica, que le haya dedicado tanta atención, esfuerzos, debates y polémicas como la perspectiva feminista(s). Ojalá en el futuro, las reflexiones (y el activismo) sobre cómo afecta negativamente el sexismo a los hombres, la problematización del «género» masculino y las alternativas desde las nuevas masculinidades, aporten otros puntos de vistas sobre lo avanzado hasta ahora desde los feminismos (mayoritariamente protagonizados por mujeres).

Este monográfico se centra en la conflictiva relación entre identidades, sexo y género, cuestión que ha alcanzado una gran relevancia tanto en los espacios académicos como en los del activismo feminista en la actualidad. Este tema tiene importantes implicaciones en otros muchos: las visiones del sujeto en los diversos feminismos, qué es ser «mujer», los objetivos de los feminismos, etc. Nos centraremos en la segunda mitad del siglo XX y siglo XXI para ver cómo se están abordando en estos momentos, las diferentes posiciones y sus argumentos.

El punto de partida de este artículo son los años sesenta y setenta del pasado siglo, en esta fase[1] (algunas autoras la denominan como «segunda ola»[2] del feminismo por su falta de continuidad histórica con el movimiento sufragista) «la Mujer» se afirmó como colectivo por oposición a su «contrario». El movimiento feminista cuestionó de forma radical la universalidad del sujeto moderno que era «el Hombre» (en realidad, el hombre blanco, occidental y de clase media). Fue una fase que designamos hoy como de «reparación de ausencias» puesto que se empezó a nombrar a las mujeres a costa de subrayar siempre su diferencia con los hombres. Por ello, en cierta manera, se colaboró en mantener la distribución simbólica de los papeles de género.

En la década de 1970 se aspiró no solo a nombrar a las mujeres sino a explicar las razones de las presencias y de las ausencias femeninas. Para ello era preciso resignificar las categorías con las que éstas habían sido nombradas; explicar, más allá de la pura descripción positivista, que el binomio sexo-género había actuado como eje vertebrador de jerarquías entre lo masculino y lo femenino.

A partir de la década de 1980 estallaron las diferencias dando paso a una segunda fase («tercera ola» del feminismo). Muchas mujeres —negras, chicanas, lesbianas, transexuales, pobres, migrantes, trabajadoras precarias, etc.— manifestaron no sentirse representadas por el feminismo y hablaron de la diversidad de las mujeres. Desde esta perspectiva, se empezó a deconstruir la categoría de «la Mujer», que las invisibilizaba y excluía de los discursos, las imágenes, y las demandas feministas.

De esta manera, se fue construyendo un nuevo escenario, una tercera fase («cuarta ola» del feminismo) en la década de 1990 en que la teoría y la práctica política feminista se han tenido que enfrentar con la fragmentación de su propio sujeto político desde las críticas queer, decoloniales (también llamadas postcoloniales), o las políticas transgénero. Estos análisis diversos subrayaban que los géneros, los sexos y las sexualidades eran construcciones políticas y sociales, y, como tales, eran contingentes, parciales, y estaban sujetas a negociaciones y cambios.

Nos encontramos en un momento, por tanto, en que los feminismos, y sus diversas maneras de entender las identidades, el género, el sexo y la sexualidad, conviven con dificultad mientras se han convertido en un movimiento de masas con influencia en la calle, en las universidades, en el poder político y en otros ámbitos.

 

Primera fase: Diferencias de género

Durante los años sesenta del pasado siglo se reabrió el debate de la posición social de las mujeres.  En esta fase «la Mujer», como sujeto del feminismo, se afirmó como colectivo por oposición a su «contrario» en la lógica de la Otredad. En estos años, fue cuestionada de forma radical la supuesta universalidad del sujeto moderno que era «el Hombre»; se trataba, por tanto, de liberarse de la dominación masculina dentro de la lógica del sujeto autónomo, con igualdad de derechos y oportunidades. Además, se pretendía que «la Mujer» fuera reconocida como sujeto de la historia y para ello había que nombrar a las mujeres desarrollando estudios específicos que las tenían como objeto privilegiado de análisis.

La idea clave en esta fase es la diferencia de género que partía del hecho de que la posición social y las constituciones subjetivas de hombres y mujeres eran diferentes. La categoría de género fue acuñada por Joan Scott como herramienta de análisis para indagar e interpretar las diferencias entre hombres y mujeres dentro de sus contextos sociales, económicos, culturales e históricos específicos. Este concepto generó un campo de pensamiento, un prisma desde el que abordar la cuestión de los sexos y sus relaciones, y tuvo la virtud de hacer reflexionar sobre la construcción de categorías sociales usadas con valor universal.

La propia Joan Scott avisó ya en la década de los noventa de los abusos del término género y las desviaciones en su utilización. No olvidemos, por otra parte, que el género no es solo una categoría de análisis, sino que también se usa para referirse al sistema de relaciones sociales que establece normas y prácticas para los hombres y las mujeres y un sistema de relaciones simbólicas que proporciona ideas y representaciones.

Pero no adelantemos acontecimientos, en esta primera fase fue muy relevante la capacidad del feminismo de conceptualizar, de dar nombre a realidades, procesos y situaciones hasta entonces inexistentes para la ciencia, lo que permitió incorporar al análisis científico, la vida y la experiencia histórica de las mujeres y de otros colectivos invisibles e infravalorados por los análisis tradicionales. Categorías conceptuales como «género», «identidad», «patriarcado» o «diferencia sexual» fueron fundamentales en orden a la recuperación de la memoria de las mujeres y enriquecieron el panorama de las investigaciones abriendo nuevos caminos.

Las diferencias de género que definieron esta primera fase se explicaron acudiendo en unos casos a la construcción social del género y en otros a planteamientos más próximos al determinismo biológico. La idea de la construcción social, ya presente en Simone de Beauvoir, se observó en el feminismo marxista (con autoras como Zillah Eisenstein,  Sheila Rowbotham o Heidi Hartmann) y el feminismo radical (con autoras como Kate Millet, Shulamith Firestone, Carla Lonzi, Germaine Greer, Evelyn Reed). Estas autoras, desde posiciones diferenciadas, defendieron la idea de la construcción social a partir de la división sexual del trabajo, tanto en su vertiente productiva como reproductiva y realizaron una denuncia global del patriarcado proponiendo una subversión de este.

El término «feminismo cultural» fue utilizado por primera vez en 1975 por Bernard Williams para describir una despolitización del feminismo radical. Es indudable que este feminismo surgió del radical. Su base teórica fue la existencia y la valoración positiva de la cultura femenina, llegando a equiparar la liberación de la mujer al desarrollo de una contracultura femenina que, según se esperaba, reemplazaría la cultura dominante. La polarización de la sexualidad masculina y femenina que hizo este feminismo, junto con la anatemización de la primera y la idealización de la segunda, se encarnó en el movimiento anti-pornografía (también ejerció gran influencia en el ecofeminismo y el pacifismo feminista).

Al contrario del feminismo radical, que se centró en las estructuras de dominación de la mujer, el feminismo cultural se centró exclusivamente en las mujeres como grupo, en su forma particular de desarrollar su existencia y en la construcción de su identidad cultural. El feminismo cultural planteó que eran las relaciones sexuales, y no las relaciones de producción o las de reproducción, las que marcaban las diferencias entre hombres y mujeres, dando a estas una posición subordinada. La sexualidad, por tanto, era el ámbito productor del ordenamiento y la jerarquización social.

Aun cuando las feministas radicales vieron en la biología femenina una desventaja, mostrando en algunos casos el menosprecio hacia el cuerpo femenino propio de la cultura dominante, las feministas culturales se mostraron contrarias a esta posición al considerar la biología femenina como un poderosos recurso[3].

Las corrientes que dieron mayor peso a la biología tuvieron enfoques diversos según plantearan las diferencias entre hombres y mujeres en la especificidad del cuerpo femenino (Luce Irigaray, Hélène Cixous, entre otras autoras), en la relación madre-hija (la corriente psicoanalítica de las relaciones objetales), o en el orden simbólico femenino derivado de una ontología radicalmente diferente de las mujeres (Luisa Muraro y las mujeres de la Librería de Milán, Julia Kristeva).

No obstante, el debate más representativo en esta fase fue el que se produjo entre el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia[4]. Para entenderlos bien es preciso situarlos en el marco del papel que el concepto de «género» juega dentro de la teoría feminista contemporánea. Como ya hemos señalado, este concepto surgió en el feminismo radical de los años setenta a partir de la idea de que lo femenino y lo masculino eran construcciones culturales. El feminismo de la diferencia reclamaba esta división genérica de la humanidad entendiendo que no era algo construido por la cultura patriarcal y dándole un sentido positivo a la diferencia. En cambio, el feminismo de la igualdad abogaba por la superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo humano y, por tanto, en una sociedad no patriarcal de individuos.

Una vez establecido que las diferencias entre estas dos corrientes se pueden comprender mejor a la luz de una disputa sobre el género, veamos las características de estas dos corrientes.

El feminismo de la igualdad tenía (y tiene) sus bases en el modelo ilustrado y el socialismo, realizó una denuncia del género como creación patriarcal. La subordinación de las mujeres se explicaba por procesos socioculturales de constitución del género a partir de una matriz que se consideraba puramente biológica, el sexo. Su concepción del sujeto era moderna, se trataba de un sujeto puramente político que pretendía eliminar cualquier discriminación basada en el sexo para lograr la igualdad entre hombres y mujeres y profundizar en la consecución del ideal ilustrado, retomado posteriormente por el socialismo. Hombres y mujeres eran iguales, solo había que poner fin a la discriminación y la mejor manera para lograrlo era a través de la igualdad ante la ley y el ascenso de las mujeres a los centros de poder para conseguir mejoras legislativas, educativas, laborales, etc. En este feminismo primaba, por tanto, la reclamación de la equidad de género, lo que implicaba minimizar las diferencias de género. Este planteamiento dio lugar a un feminismo institucional, siendo una de sus reivindicaciones la paridad.  En el feminismo de la igualdad se han situado las feministas liberales, radicales y socialistas.

El feminismo de la diferencia reivindicaba (y reivindica) la existencia de la diferencia femenina frente a la identidad masculina a lo largo de la historia. La igualdad no era considerada un logro suficiente puesto que se hallaba trazada desde parámetros androcéntricos por lo que era necesario profundizar en la diferencia sexual, en la recuperación de un imaginario y un horizonte simbólico feminista. Hombres y mujeres eran diferentes y el objetivo no era la igualdad sino la eliminación del sistema de opresión que se había construido sobre esa distinción. En este feminismo primaba, por tanto, la diferencia de género, diferencia humana fundamental, que daba lugar a que todas las mujeres compartieran la misma «identidad de género».

En España, a partir de las Jornadas de Granada (1979) la división del movimiento se hizo evidente entre estas dos corrientes del feminismo. Existía, además, una diferencia no menor alrededor de lo organizativo: las feministas de la igualdad defendían la doble militancia en el feminismo y en los partidos, mientras las feministas de la diferencia eran partidarias de la autonomía del movimiento. Aunque la legalización/despenalización del aborto aunó a todo el movimiento feminista a principios de la década de los ochenta, los fuertes y agresivos enfrentamientos entre ambas corrientes se mantuvieron.

Sin embargo, las diferencias entre estas dos corrientes no eran totales ya que tenían aspectos comunes en su concepción del feminismo[5]. En primer lugar, ambas concepciones partían de la oposición binaria naturaleza-cultura, aunque en interpretaciones diferentes. El feminismo de la igualdad, como ya se ha señalado, se centraba en el género (construcción sociocultural) que se basaba en la «realidad» biológica producto de la naturaleza: el sexo. No cuestionaban la oposición binaria, sino que trataban de poner fin a la opresión que resultaba de ella. El cuerpo quedaba invisibilizado en su discurso. El feminismo de la diferencia reducía la importancia del género, no era más que el correlato bio-simbólico de la naturaleza. Según esta interpretación el problema era la negación del valor de lo femenino por el poder patriarcal, por ello, el cuerpo femenino tenía mucho protagonismo en su discurso.

En segundo lugar, ambos enfoques no tenían en cuenta las diferencias que existían entre las mujeres (clase, raza, edad, etc.). «La Mujer» era el universal equiparando a todas por su condición de género subordinado y discriminado.

En tercer lugar, existía un cierto determinismo en ambas corrientes, en el feminismo de la diferencia un determinismo biológico y en el caso del feminismo de la igualdad, un determinismo social puesto que presuponían que las estructuras socioculturales influían por igual en el colectivo de las mujeres.

En resumen, las dos corrientes reconocían el par sexo/género vinculado al binomio naturaleza/cultura. En base a dicho sistema todas las mujeres tenían intereses comunes frente a los hombres al considerar que la diferencia de género era la contradicción principal ya que las ponía en una situación de subordinación y marginación común.

 

Segunda fase: Diferencias entre mujeres

A partir de la década de los ochenta (principios de la década en EE. UU., finales en el caso de España) el discurso identitario construido sobre la base de las diferencias existentes entre mujeres y hombres, lo que se denominaba diferencia de género, empezó a ser cuestionado. Las diferencias empezaron a habitar en el interior de las mujeres. El debate igualdad/diferencia no se cerró, pero dejó paso a una nueva división: unidad/diversidad; y con ella si las mujeres debían poner el acento en lo que las unía o en lo que las separaba. En todo caso, las diferencias habían llegado para quedarse (y para ampliarse) y abrieron una importante brecha en ese Sujeto de carácter universal y homogéneo que había predominado en la fase anterior y que tenía el problema de negar la diferencia en nombre del ideal de comunidad.

Fueron voces diversas las que, «desde los márgenes» del feminismo, empezaron a hablar de la(s) realidad(es) de la diversidad de las mujeres. O, dicho con otras palabras, de la agencia(s) o capacidad de actuación en lo público-político, de unos sujetos autónomos. Las «otras» mujeres (negras, lesbianas, trans, prostitutas/trabajadoras del sexo, pobres, migrantes, ilegales, etc.) empezaron a reclamar que debían considerarse y nombrarse las diferencias entre las propias mujeres[6].

Gloria Anzaldúa, activista chicana y lesbiana[7], ya invocaba a la «nueva mestiza», un sujeto consciente de sus conflictos de identidad que retaba el pensamiento binario occidental desde un feminismo decolonial que destacaba la intersección de conflictos sexo/género, clase social y raza, estableciendo una relación con la cultura impuesta por el colonialismo. No hay, por tanto, una «contradicción principal», sino múltiples «sistemas de opresión» que actúan de manera simultánea, que se entrecruzan, afectándose unos a otros.

En EE. UU. fueron sobre todo las mujeres negras, más tarde las lesbianas y luego un sinfín de identidades «fronterizas» (trans, queers, prostitutas/trabajadoras sexuales, etc.) las que empezaron a cuestionar la identidad unitaria de «la Mujer». A esto se sumaron corrientes críticas de los discursos totalizantes que pretendían dar respuesta y solución a la opresión de todas las mujeres (también llamados metarelatos) y al concepto de Sujeto. Lecturas de postestructuralistas, del deconstruccionismo y del psicoanálisis se fueron abriendo camino en el espacio feminista[8].

En España, la identidad unitaria de «la Mujer» se empezó a fragmentar por la cuestión de la sexualidad. Los debates en torno a este tema, que se llevaron a cabo en el interior de los colectivos, fueron centrales en el feminismo español desde sus inicios (años setenta), pero fueron las activistas lesbianas las que protagonizaron, a finales de los años ochenta, uno de los puntos de fuga más importantes en el movimiento feminista al empezar a deconstruir la categoría de «la Mujer» para visibilizar e incluir en los discursos, imágenes y demandas feministas de las «otras» mujeres. Los debates en torno a los desplazamientos del sujeto político feminista no han sido fáciles (ni lo son en la actualidad) y han sido fruto «de rebeliones, escisiones, debates, conflictos y negociaciones»[9] en las organizaciones.

Este trasfondo generó un elemento de desunión muy fuerte pero no provocó la ruptura que se produjo en el movimiento feminista estadounidense. El factor clave para que no se produjera dicha ruptura fue la necesidad de acuerdo puesto que en los años ochenta en España había que recuperar el tiempo perdido provocado por casi cuarenta años de dictadura y conseguir los derechos que existían en otros países occidentales. Este consenso posibilitó la unidad del movimiento feminista español durante los años ochenta y no se llegó a la radicalización de otros países. Una vez conseguidos avances legales fundamentales como la Ley de Divorcio (1981) o la despenalización del aborto (1983) se produjo un proceso de institucionalización de una parte del movimiento feminista y la desmovilización que afectó a todos los movimientos sociales con el fin de la Transición y la llegada al poder del PSOE (1982).

La unidad en torno al sujeto político «la Mujer» empezó a romperse, como ya hemos dicho, a finales de la década de los ochenta, cuando algunos grupos feministas empezaron a orientar su actividad hacia aspectos concretos relacionados con las «otras» mujeres. En los grupos de feministas lesbianas, los temas de debate principales fueron las relaciones butch (marimacho)/femme entre lesbianas, el sadomasoquismo y la pornografía, temas que dieron lugar a controversias y conflictos[10]. Las diferencias se manifestaron entre quienes consideraban que la sexualidad era el elemento central de la opresión y quienes no consideraban que fuera la causa de la subordinación de las mujeres, aunque reconocían que existía una opresión sexual específica. Los debates en torno a la pornografía y la prostitución centraron los principales conflictos en el seno del movimiento feminista.

Este artículo, que aquí aparecerá dividido en dos partes, ha sido publicado en la revista Diálogo Filosófico, nº 113, Mayo/Agosto 2022

[1] En la configuración de las fases hemos utilizado diversas fuentes, siendo la más relevante la que desarrolla CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo», en Política y Sociedad, 30 (1999), pp. 73-91.

[2] Utiliza la terminología en «olas» RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M.ª Introducción en VARIAS AUTORAS: Sin género de dudas. Logros y desafíos del feminismo hoy. Biblioteca Nueva, Madrid, 2015, pp. 16-18.

[3] Cf. ECHOLS, Alice: «El ello domado: la política sexual feminista entre 1968-1983» en VANCE, C.S. (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina. Revolución, Madrid, 1989. Consultado en pdf, (pp. 2-4). file:///C:/Users/Laura/Desktop/Documents/2021%20CONFERENCIAS,%20PRESENTACIONES,%20ART%C3%8DCULOS/ART%C3%8DCULOS,%20ESCRITOS/REV.%20DI%C3%81LOGO%20FILOS%C3%93FICO/INFORMACI%C3%93N%20Art%C3%ADculos%20y%20res%C3%BAmenes%20m%C3%ADos/echols-el-ello-domado.pdf

[4] Cf. CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo». RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M.ª: Introducción en VARIAS AUTORAS: Sin género de dudas. POSADA KUBISSA, Luisa: Sexo Vindicación y pensamiento. Estudios de teoría feminista. Hurga y Fierro editores, Madrid, 2012.

 

[5] Cf. CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo» (pp. 75-78).

[6] Cf. TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer a la agencia de las (otras) mujeres: el impacto de la crítica queer en el feminismo del Estado español», en Política y Sociedad, Vol. 46, Núm. 1 y 2 (2009), p. 162.

[7] Cf. ANZALDÚA, Gloria: Borderlands. La frontera. La nueva mestiza. Capitán Swing, Madrid, 2016.

[8] Cf. CASADO APARICIO, Elena: «A vueltas con el sujeto del feminismo» (p. 78).

[9] Cf. TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…» (pp. 163).

[10] Cf. TRUJILLO BARBADILLO, Gracia: «Del sujeto político La Mujer…» (pp. 165-166).

lunes, 13 de junio de 2022

LA REVOLUCIÓN FEMINISTA DE MUJERES LIBRES. BREVES APUNTES

 



Resulta sorprendente el olvido, o quizás borrado, que los feminismos actuales han llevado a cabo de una revolución feminista como la que llevaron a cabo Mujeres Libres entre 1936 y 1939. Es posible que alguien mencione alguna vez a Mujeres Libres, pero se hace como si fuera una naturaleza muerta que se rememora puntualmente sin encontrar genealogía en su agencia y en su pensamiento.

Su revolución, planteada desde un feminismo obrerista y anarquista, tiene diferencias respecto a la revolución modelizada que se llevó a cabo desde el Movimiento Libertario a través de los tres pilares (Comités, Milicias y Colectivizaciones) que consideraron necesarios para acercarse al modelo de sociedad al que aspiraban: el Comunismo Libertario.

No es extraño que las mujeres fueran excluidas por sus propios compañeros de dicha revolución modelizada. No hay mujeres en los comités centrales (algunas encontramos en los comités de barriada), fueron expulsadas de las milicias al poco de empezar la guerra (se han documentado novecientas milicianas que combatieron en el frente de Aragón entre julio y diciembre de 1936, después disminuyeron drásticamente) y solo en las colectividades encontramos más mujeres sin que parezca que tuvieran posiciones de protagonismo o liderazgo hasta donde sabemos en la actualidad.

Postergadas a la retaguardia reinterpretaron su papel y pusieron en marcha una revolución entendida como mutación cultural partiendo de la esfera que siempre había estado en sus manos, lo que llamamos hoy «cuidados», entendido como gestión de la vida en sentido amplio y desde ahí pusieron en marcha una auténtica revolución de la existencia. Una revolución con enfoques prácticos y eficaces, poniendo el cuerpo en las cosas para solucionar problemas (guarderías y comedores colectivos, maternidades, subsistencia doméstica, trabajo, atención a los refugiados/as, huérfanos/as, sexualidad, higiene, el amplio campo de las relaciones personales y familiares, etc.).

Su revolución fue más silenciosa, menos épica, menos heroica, que la que impulsaron los hombres, trataron de comprender las potencias (cualidades de todo lo vivo) de la situación para impulsarlas. Practicaron «la escucha» de lo que estaba pasando, no de lo que debería pasar atendiendo a un modelo de sociedad previamente diseñado que a ellas no les guiaba ni les condicionaba. De esta manera descubrieron que las potencias estaban en el encaje entre la existencia y la lucha poniendo la revolución en el centro de la vida para entenderla y vivir de acuerdo con el movimiento de transformación que llevaron a cabo.

Para los feminismos más radicales esta experiencia debería ser un referente actual. Solo quienes conciben la historia como algo vivo unido al presente pueden revivir una época y se pueden abrir posibilidades a través de las cuales se pueden perseguir diversos futuros. Eso, y no otra cosa, es la genealogía, un campo de aperturas que traza historias discontinuas pero ininterrumpidas.

 

viernes, 3 de junio de 2022

«A mi aire»

 



«A mi aire» (3 febrero)

Me desagrada el ruido (especialmente de las motos), las multitudes, los cotilleos maledicentes, la comida preparada, el calor, quienes se sienten superiores, la playa en verano, las sillas incómodas, el color amarillo, la ropa estrecha, la corbata, la resignación, la basura en la montaña, la gente que grita, los chistosos y la indiferencia.  

«A mi aire» (10 febrero)

Cuando fui consciente de la gravedad de la pandemia de covid que aun sufrimos, mi imaginación voló a qué ocurriría en el momento en que me contagiara. Así que cuando ha ocurrido, mil temores me han rondado por la cabeza, especialmente los primeros días. ¿Cómo los he afrontado? Pues «a mi aire», claro, no compartiendo los miedos y dándole vueltas y más vueltas a la cabeza hasta que todo fue pasando. No es el mejor método y lo sé, pero es el mío.

«A mi aire» (17 febrero)

Vivir «a mi aire» es vivir acorde a mi manera de pensar, sentir, gozar… Pero como ya estoy escuchando la palabra «individualista», debo aclarar y matizar. Vivir «a mi aire» significa que todas las personas puedan vivir «a su aire», sino la cosa no funciona.

«A mi aire» (24 febrero)

Hay palabras que se ponen de moda y otras que decaen, no suelo apuntarme a las últimas novedades en el hit de los vocablos, pero alguna me cala. Entre estas últimas hay una que vengo utilizando y que me resulta de gran utilidad: «problematizar». Cuestionar palabras, rutinas, planteamientos, actitudes, con la idea de analizarlas en profundidad.

«Problematizar» me sienta como un guante (igual hasta me paso).

«A mi aire» (3 marzo)

Soy antimilitarista por convicción, no solo porque sin ejércitos las guerras perderían su carácter letal sino porque el ejército es una institución vertical, basada en la obediencia y la disciplina, además de otros valores con los que soy incompatible (patria, nación, honor, masculinidad, heroísmo, etc.).

Dicho esto, estoy contra todas las guerras y contra todos los afanes imperialistas de usar la fuerza armada para imponerse a la población. Hoy todo eso lo representa la Rusia de Putin, ayer o mañana otras potencias como Estados Unidos o los propios países de Europa.

«A mi aire» (10 marzo)

¿No os da la impresión, a veces, de que una situación ya la habéis vivido?

El famoso déjà vu. Esa incordiante sensación de haber pasado con anterioridad por una situación que se está produciendo por primera vez. Que sabiendo que es nueva, la música os «suena».

«A mi aire» (17 marzo)

Cuando se acumulan los acontecimientos que no me cuadran, llegan momentos de decisiones difíciles.

«A mi aire» (24 marzo)

Para Benjamin el pasado no es en absoluto una versión inferior del presente, sino un depósito de escenas tan traumáticas como utópicas que se puede aprovechar.

«A mi aire» (30 marzo)

Una de las cosas que me enternece más en esta vida, llena de malestares y de problemas, es ver cómo aparecen los primeros brotes en los árboles, esos brotes atrevidos que afrontan posibles fríos que los pueden herir de muerte.