Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

domingo, 23 de junio de 2019

UNA VUELTA DE TUERCA AL ESTUDIO DEL EXTERMINIO JUDÍO EN POLONIA



Estamos ante un libro de historia especial [1]. Su contenido lo es: relata cómo fue exterminada la comunidad judía de una población polaca de nombre impronunciable, Jedwabne. La manera de plasmar los resultados de la investigación también es especial: un Índice sencillo que muestra los entresijos del estudio al dar a las fuentes la entidad de capítulo (de hecho dos capítulos), el planteamiento de un capítulo en forma de interrogación («¿Es posible ser a la vez víctima y verdugo?») que se acercan más al ensayo que a la historia o cuestionando la historiografía al uso en Polonia sobre el tema de la comunidad judía polaca.
El libro es breve: 158 páginas que alcanzan las 236 con fotografías, documentos, mapas y notas. En realidad el episodio histórico que relata es breve en el tiempo y localizado en una comunidad pequeña, sin embargo la dimensión de lo que revela es de una gravedad extraordinaria y sus dimensiones son mundiales. Lo sucedido en Jedwabne desvela algo terrorífico: que las diferencias de identidad pueden acabar en graves confrontaciones, en asesinatos colectivos y en exterminio.
El exterminio anida en comunidades que conviven con aparente normalidad, las personas que asesinan son gente corriente, personas normales, son tus vecinos y los míos. No son tropas especiales, ni grupos definidos y encuadrados ideológicamente, no, son gentes que nunca hubieran pensado seguramente en matar al vecino con el que hablaban cada día, con el que se cruzaban camino del mercado, al que le compraban el pan o al que le proporcionaba trabajo.
Jedwabne muestra cómo mil quinientas personas mataron, o vieron como lo hacían otros sin hacer nada, a otras mil quinientas personas en julio de 1941 durante la ocupación alemana. La matanza duró un día, no la hicieron con armas especiales que contuvieran gran capacidad para matar, lo hicieron con «armas» que tenían otros usos en una comunidad rural: palos, navajas, ganchos, hachas y fuego, especialmente, fuego. Los nazis no intervinieron, no ordenaron la matanza, solo la permitieron y la fotografiaron.
Lo único que diferenciaba a las víctimas de los verdugos era que las primeras eran judías y los verdugos, católicos. Todas las personas eran polacas y llevaban conviviendo cientos de años.
Esta localidad polaca quedó en la Alemania comunista durante la posguerra. La interpretación que se dio a los hechos de Jedwabne servían para todo el territorio: fue el nazismo hitleriano el culpable del exterminio, no solo contra personas de religión judía o etnia gitana sino contra la propia población polaca no judía ni gitana. La investigación de Jan T. Gross mostró que en Jedwabne los victimarios eran personas de la propia localidad, eran polacos, eran vecinos de las víctimas.
Solo una familia polaca católica ofreció asilo en su casa a siete vecinos/as judías. Arriesgaron sus vidas y mostraron que era posible pensar y salirse de la corriente mayoritaria que creyó justificado asesinar a sus vecinos. Los colectivos identitarios son capaces de las mayores atrocidades amparados en «sus» razones que creen a pies juntillas, en este caso por pensar que toda la comunidad judía era culpable de las desgracias de la otra parte de la comunidad. Los colectivos identitarios se definen tanto por lo que creen tener en común como por lo que creen que les diferencia de otros colectivos. El antisemitismo llevaba muchos años campando por Europa y justificando pogromos periódicos que causaban el terror entre los colectivos judíos.
La ética es una cualidad individual, los integrantes de la familia Wyrzykowski lo demostró al dar refugio a sus amigos y vecinos, no es una cualidad colectiva como se obstina en defender el nacionalismo de nuestro propio país. No hay naciones buenas y malas, no hay territorios superiores éticamente o víctimas de la historia. El libro de Gross demuestra que hay personas que tienen que tomar decisiones individuales cuando los colectivos identitarios se dejan arrastrar, en condiciones que lo facilitan, por la ira colectiva que lleva a cabo exterminios domésticos.
Cuando digo «en condiciones que lo facilitan», me refiero a sistemas o a ambientes totalitarios en que se justifica la violencia, no digamos en caso de guerra. En Jedwabne coincidían ambas circunstancias: un sistema y un ambiente totalitario propiciado por las ocupaciones, soviética primero y nazi después (el cambio se produjo en 1941 cuando Alemania rompió el pacto de no agresión con la URSS y la atacó), y un contexto de guerra que potenció los resentimientos e incitó a actuar bajo los peores instintos a la población polaca no judía. Estas situaciones nos advierten sobre la condición humana y hasta dónde pueden llegar los seres humanos en condiciones que facilitan lo peor.
Los estratos superiores de la sociedad polaca influyeron en las masas populares imbuidas de su tradicional antisemitismo, el clero reaccionario católico venía sembrado el odio a los judíos por haber crucificado a Jesucristo y, además, existía el deseo de apoderarse de la riqueza que tenían algunos judíos, tres aspectos que influyeron en el colaboracionismo que una parte importante de la población polaca prestó a los nazis. Fueron, en definitiva, incentivos que las personas encontraron en un régimen totalitario.
Es posible, por tanto, ser víctimas y verdugos. La población polaca no judía padeció la represión nazi, pero una parte importante de dicha población colaboró voluntariamente con los nazis y se convirtieron en verdugos de la población judía y gitana. Esa es la cruda realidad que hoy siguen sin querer aceptar. Este libro tiene el mérito de dejar al descubierto esa verdad tantos años ocultada para mayor gloria de los protagonistas de dicho colaboracionismo en el exterminio. La propia historiografía ha estado contaminada, según Gross, por el antisemitismo, convirtiendo temas de estudio relacionados con la historia de los judíos en Polonia en materias prohibidas.
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[1] JAN T. GROSS, Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne


jueves, 13 de junio de 2019

LAS MUJERES COMO BOTÍN EN LA GUERRA CIVIL


LAS MUJERES COMO BOTÍN EN LA GUERRA CIVIL
«TIRARSE A LA CALLE»
Laura Vicente

«Y los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz masculina”. (…) Las mujeres mientras tanto guardan silencio. (…) Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra “femenina”, sino la “masculina”. Se adaptan al canon».
Svetlana Alexiévich[1]


1-Las violencias contra las mujeres en las guerras

Alexiévich escribió en su libro La guerra no tiene rostro de mujer que las mujeres guardaban silencio sobre la guerra, incluso las que estuvieron en ella. Sabemos que la guerra en el frente oriental, contra la Alemania nazi, fue venerada en la URSS como un acto de gran heroicidad por parte del pueblo soviético, pero en el relato épico apenas se incluía a las mujeres. Sin embargo, miles de mujeres se incorporaron al ejército rojo, y no solo como personal sanitario o en otros trabajos propios del reparto sexual patriarcal (lavanderas, cocineras, etc.), sino en cualquier cuerpo del ejército (en escuadras de ametralladoras, pilotas de avión, conductoras, gobernando las piezas antiaéreas,  infantería, tiradoras, tanquistas, zapadoras, etc.) o como partisanas.
Se sorprendió la escritora bielorrusa cuando comprobó que los relatos de las mujeres eran diferentes a los de los hombres porque hablaban de otras cosas. En las guerras relatadas por mujeres no había heroicidad ni épica, «tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles» (Alexiévich, 2015: 14).
Y es que en el marco de un reparto sexual de espacios que asignaba lo público a los varones y relegaba a las mujeres a lo privado, el ejercicio de la violencia seguía siendo  monopolio de los hombres y un territorio prácticamente vetado a estas. La negación de la violencia física por parte de las mujeres, con excepciones como su presencia en motines y protestas por la carestía de las subsistencias, ha sido característica del proceso de construcción de la identidad de género. Ese monopolio masculino, así como el supuesto y secular binomio mujer pacífica/hombre violento, eran la mejor muestra, la más palpable consecuencia, de ese reparto de funciones y espacios, y con él de la dominación social y política del hombre[2].


Puesto que la violencia ha sido un componente fundamental de cualquier guerra, analizar las experiencias y vivencias de las mujeres en los conflictos bélicos tendría que estar vinculado a las de las prácticas violentas que los acompañaban. En el caso de las guerras civiles debería tenerse en cuenta tanto la violencia militar (batallas, combates y bombardeos) como la violencia civil y política que se producía en el frente, pero especialmente en la retaguardia, espacio fundamentalmente femenino que reservaba a las mujeres una violencia específica vinculada al modelo patriarcal de género.
Aunque han existido muchos tipos de violencia específica contra las mujeres, infligir una violencia sexual extrema sobre ellas, suponía que la batalla se perpetraba en el cuerpo de las mujeres, que eran el botín de una guerra decidida, financiada y ejecutada por hombres. La violación ha acompañado a la guerra en prácticamente todas las épocas históricas conocidas, ha sido utilizada como un arma con la que se amenaza,  como una forma de extender el terror entre la población. Se ha usado frecuentemente como guerra psicológica con el fin de humillar al bando enemigo y minar su moral[3].
La violencia sexual en tiempos de guerra también ha incluido la violación en grupo y la violación con objetos, igualmente se refiere a las situaciones en las que las mujeres se han visto obligadas a ejercer la prostitución o esclavitud sexual por una potencia ocupante, como fueron los casos de las esclavas sexuales coreanas por parte de los japoneses o las prostitutas de los campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial.
Podemos hablar de que en las guerras se hace más evidente la cultura de la violación que, habitualmente, existe en cualquier sociedad en tiempos de paz y es utilizada para modelar el comportamiento dentro de los grupos sociales, consolidando una cultura en la cual la violación ha sido aceptada y normalizada debido a actitudes sociales sobre el género, el sexo y la sexualidad. Ejemplos de comportamientos comúnmente asociados con la cultura de la violación incluían culpar a la víctima, la cosificación sexual, la trivialización de la violación, la negación de la violación, etc. El silencio siempre acompaña a la violación en tiempos de guerra, porque esta era un tabú social y la mujer prefiere negarla, evitando así su estigmatización definitiva.

2- La violencia como atributo de la masculinidad
Como bien dice Alexiévich en la cita que abre este artículo, en los libros que hablan de las guerras, «siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres». La historia que trata de las violencias que se llevaron a cabo durante la Guerra Civil española ha sido también una historia escrita en masculino. Hombres fueron sus actores y ejecutantes, hombres la mayoría de sus víctimas. Hombres quienes han historiado dichas violencias, o si fueron mujeres, no hicieron una lectura sexuada de lo acontecido hasta hace muy pocos años. Costó entender, como en otros muchos aspectos, que  hubo prácticas de violencia diferenciadas. Pese a ello, como señalaba Maud Joly[4], las violencias perpetradas contra las mujeres siguen siendo un tema marginal y marginalizado. Igualmente, la cuestión de las violencias sexuadas de la Guerra Civil constituye, solo muy raramente, un objeto de historia en sí mismo.
Y es que la especificidad de las violencias sexuadas cuenta con el problema de la fragmentación de las fuentes y los silencios. No es fácil, y eso es común a la historia de las mujeres, escribir cuando contamos con pocas huellas documentales de esas violencias diferenciadas. Siguiendo a Foucault[5], deberíamos abordar los documentos (u otras fuentes de información) desde su interior, más por lo que no dicen que por lo que dicen, planteando una nueva semiología de documento, valorándolo en su total integridad e instalándolo en el contexto relacional de su tiempo. Se trata de descubrir las marcas sutiles, singulares, subindividuales que pueden entrecruzarse en él y formar una red difícil de desenmarañar. Solo así llegaremos a resolver los desafíos que nos ha planteado el tema de las violencias específicas que sufrieron las mujeres en la Guerra Civil.
Por otro lado, como ya hemos señalado, el uso de la violencia ha constituido siempre  un riguroso monopolio masculino, ni los espacios públicos abiertos por la República, ni la Revolución social impulsada por el anarquismo, supusieron una modificación fundamental en este terreno. Las mujeres tomando las armas simbolizaban la transgresión última de las fronteras de los sexos. En realidad, fue la rapidez de los acontecimientos, la ausencia de un ejército organizado, el escaso tiempo para reflexionar sobre la irrupción de las mujeres en el dominio masculino de la guerra, lo que permitió que estas cogieran las armas en el bando republicano[6].
En el órgano de la FAI, Tierra y Libertad, se reflejó muy pronto este mito movilizador en una portada del mes de agosto con una composición de fotografías en la que aparecía una mujer con fusil refrendada por la siguiente leyenda igualitaria: «La mujer con rifle y corazón, el compañero en lucha con rifle y corazón también»[7].
El mito movilizador y heterodoxo de las milicianas, que ponían en evidencia la masculinidad de los hombres, empezó a cuestionarse muy pronto. En el periódico Solidaridad Obrera, en agosto, se empezó a mostrar la preocupación por la prostitución ya que se estaba poniendo en marcha una campaña en la que las milicianas, y las mujeres que ejercían la prostitución en el Rabal de Barcelona[8], eran acusadas de ser supuestas «mujeres públicas», culpables de llevar el caos al frente y a la retaguardia revolucionaria siendo portadoras de todo tipo de enfermedades venéreas. Que la revolución no hubiera cambiado las costumbres masculinas de hacer uso de la prostitución preocupaba a sus actores masculinos. Tras esta estigmatización de las mujeres no había sino un rechazo y negación de la violencia femenina, un castigo simbólico a las mujeres que se habían saltado y amenazaban las fronteras de los roles sexuales y, a la postre, un reforzamiento implícito de los mismos.
Cuando en Tierra y Libertad, también en agosto, se hizo alusión a la necesidad de enfermeras (en femenino) en el frente, se argumentó que estas debían tener «la responsabilidad moral de sus actos, que sepan ser madres, hermanas, hijas de los que lo dan todo por la libertad del pueblo (…)»[9]. La lucha armada de las mujeres nació del caos. En el momento en que los líderes de las milicias, todos hombres, las organizaron y disciplinaron, las mujeres empezaron a ser reenviadas a sus funciones tradicionales.
En Mujeres Libres, el 21 de septiembre, 1936[10], las mujeres aparecían en la portada sin armas, cabizbajas y con caras de preocupación. El editorial no hacía referencia alguna a las milicianas y, por si quedaba alguna duda, en la página segunda un pequeño artículo sin firma se titulaba: «Los hombres, al frente. Las mujeres, al trabajo». La guerra necesitaba la vuelta a una imagen femenina más tradicional, para lograr el apoyo en el esfuerzo de la contienda y la solidaridad internacional. Lo más importante era la resistencia civil, la acogida de los refugiados/as, la atención a las criaturas en guarderías, albergues y colonias, la organización de talleres de costura, y, como mucho, su presencia en el frente en tareas de cuidados como enfermeras, lavanderas, cantineras, etc.
El mantenimiento de un modelo de feminidad que consideraba a las mujeres como madres y amas de casa, marcó los límites de una revolución que no estaba preparada para semejante trastoque de los papeles y Mujeres Libres (organización y revista) no tuvieron capacidad para responder a este retroceso. En este sentido se consideró que la imagen propagandista más eficaz era la de la madre combatiente que participaba activamente en la retaguardia (González Duro, 2012: 20-21). Otro tema fue que las mujeres en la retaguardia trastocaran importantes aspectos de dicho modelo de feminidad al participar, sobre todo en las ciudades, en el espacio público de la producción, la cultura y la política y tener relaciones personales, y de pareja, mucho más libres de lo que se consideraba aceptable.
Tanto fue así que las violencias específicas contra las mujeres durante la Guerra Civil y el primer franquismo (hasta la década de 1950) se llevaron a cabo para castigar a estas mujeres por realizar actos que transgredían el modelo femenino tradicional, se pretendía redibujar este modelo que, en opinión de los represores, la II República había desdibujado[11]. En realidad, no fue solo la II República, el feminismo en España llevaba cien años evolucionando y creciendo, especialmente en los núcleos urbanos. Desde la formación de los primeros grupos de mujeres fourieristas en la década de 1830, pasando por el republicanismo, mediada la centuria, que derivó hacia el internacionalismo y el feminismo librepensador del último tercio del XIX, se había construido una genealogía que había florecido especialmente durante la II República. De hecho la Constitución republicana lo que hizo fue establecer la igualdad jurídica entre hombres y mujeres dando carta de naturaleza a un movimiento feminista que había ido tejiendo propuestas moderadas, radicales o revolucionarias que lentamente iban calando en la sociedad urbana y con mucha más dificultad en la rural.
Los sublevados cortaron de tajo esta genealogía feminista conforme iban ocupando  el territorio, los tribunales militares  consideraron delitos: empuñar una bandera, participar en una manifestación, expresar en público ideas políticas o vestirse de milicianas. En una palabra, era delito que hubieran salido a la calle (tirarse a la calle dirán los jueces en las sentencias), abandonando el espacio doméstico y privado que les era propio y haciéndose visibles en el espacio público (Sánchez, 2012: 108). De todas ellas, las milicianas, las «mujeres en armas», fueron condenadas a muerte por considerarlas irrecuperables. Como hemos señalado, la violencia era monopolio masculino, admitir mujeres en el ejército era inconcebible para el pensamiento falangista, después franquista. Las mujeres que transgredían esa frontera confirmaban que iban contra su propia naturaleza, por tanto, eran algo más que malas mujeres, eran no-mujeres situadas del lado de la animalidad: fieras, hienas, rabiosas, perversas…
A través de las sentencias y los informes de conducta se fue configurando otro  instrumento represivo: un lenguaje, connotativo y eufemístico, que creaba y nombraba las realidades del nuevo régimen, imponiendo su uso a la población y obligando a vivir a las vencidas en una realidad hostil y deshumanizada: rojas, individuas, sujetas, mujeres de dudosa moral… Los vencedores utilizaban con las mujeres un lenguaje más despectivo que con los hombres. La expresión «mujeres de dudosa moral»  era un juicio moral, que se convertía en juicio penal, con su correspondiente castigo público y ejemplarizante. En la roja, la transgresión moral (el amancebamiento, el atentado contra la Iglesia católica, etc.) se unía a la política-social, agravando el delito supuestamente cometido. La mujer revolucionaria era brutalizada y, por tanto, tras la victoria franquista, podía y debía ser represaliada con total impunidad (González, 2012: 120-121).


3- Los cuerpos femeninos como auténticos campos de batalla
En las dos retaguardias hubo prácticas específicas de violencia sobre las mujeres que introdujeron elementos simbólicos-sexuales ausentes en las violencias ejercidas contra los hombres. Pero para los sublevados contra la República en julio del 36 no solo había numerosas mujeres opuestas a su propósito de «salvar España» y, más o menos, movilizadas a favor del proyecto republicano. Ocurría también que, con su actitud y su mensaje emancipatorio, se habían tirado a la calle, invadiendo un territorio (el de la política) secularmente vetado para ellas, poniendo en entredicho el orden social y político existente y, lo que quizá era más grave, el sistema de dominación patriarcal. Demasiado atrevimiento para que, en medio de una cruzada que pretendía hacer limpieza, no se vieran alcanzadas por una marea depuradora que, entre otras cosas, rezumaba una profunda misoginia
Como hemos dicho, en ambas retaguardias hubo violencias específicas para ellas, pero más allá del similar carácter masculino de la represión, la retaguardia republicana ofrece, respecto a la franquista, notorias diferencias cualitativas y cuantitativas.
Murieron menos mujeres que en la zona insurgente y, por lo general, la persecución de familiares de las víctimas masculinas, que en la otra retaguardia adquirió tintes dramáticos, apenas se dio. Tampoco tenían mucho en común con lo sucedido en las violencias contra las mujeres. Si en ambos bandos, en primer lugar, las mujeres sufrieron casos de trabajos domésticos forzados, amenazas, malos tratos, encarcelamientos e incluso violaciones, todo indica que nunca adquirieron en el campo republicano las dimensiones y ensañamiento con que se produjeron en el otro al amparo de militares, falangistas y católicos. Por otro lado, y más importante, lo que nunca se dio en el campo republicano fueron las procesiones en las que las mujeres debían «pasear su indignidad», las ingestas obligatorias de aceite de ricino o los afeitados de cabeza, que tan generosamente se prodigaron en el otro campo. Prácticas que mostraban la conexión entre las políticas de género y el conflicto político que se estaba resolviendo por las armas, y que venían investidas de una función pública que no solo era la humillación ritual[12].
Nos vamos a centrar, por tanto, en las violencias contra las mujeres en el bando sublevado. Fue en esa retaguardia donde los cuerpos de las víctimas fueron castigados por haber faltado a su papel de género en una sociedad tradicional y de orden, fue donde se produjo una negación simbólica de la feminidad y donde se buscó su redención en actos pensados para purificar los cuerpos pecaminosos de esas no-mujeres. En definitiva, fue en la retaguardia sublevada y, posteriormente, victoriosa donde los cuerpos violentados de las mujeres castigadas se convirtieron en auténticos «campos de batalla».
La construcción de la figura de la enemiga, como ya hemos señalado, se fundamentó en que estas mujeres se desviaron del rol de género, del rol natural y tradicional de esposa y madre cristiana según la mentalidad de los sublevados. Enseguida se percataron de que lo más vulnerable de aquellas mujeres eran sus cuerpos, unos cuerpos que podían degradar y deformar, quitándoles cualquier atractivo. Sus cuerpos se convirtieron, por tanto, en el lugar del castigo de sus delitos que, además, permitía humillarlas y aniquilar al grupo enemigo en su conjunto, especialmente cuando el hombre estaba ausente. Se trataba, pues, de una violencia sexuada que reservaba a las mujeres dos tratamientos específicos: el rapado del pelo y la violación. En ambos casos se invadía la feminidad, su apariencia en el primer caso y su intimidad, en el segundo (Ripa, 1997: 133).
Rapar los cabellos de las mujeres era un acto que atravesaba siglos, pero en la Guerra Civil afectó a miles de mujeres en todo el territorio sublevado. Cuando eran detenidas se las golpeaba y se las pelaba (a veces se acompañaba con el rapado de las cejas), se las hacía ingerir aceite de ricino y eran paseadas bajo los efectos purgantes de dicho aceite por la vía pública, teniendo que entrar, incluso, en alguna misa. El espectáculo buscaba la humillación pública y el escarnio de las mujeres castigadas ante los vecinos/as y ser diferenciadas del resto de la población (González, 2012: 27). El rapado proclamaba la vergüenza del comportamiento pasado y la aceptación (forzada) del retorno a la moral, todo pasaba por la expiación y la reeducación de las mujeres. Era una manera de implantar el terror en la comunidad. La degradación de los cuerpos femeninos se entendía como una deshumanización y una anomia asociada a las prácticas de guerra (González, 2012: 189).
¿Quién rapa a las mujeres? Son patrullas paramilitares formadas por falangistas, requetés, guardias civiles, guardias cívicos, etc. Pese a que lo contempló mucha gente, no se ha hablado apenas de ello. La amnesia histórica funcionó perfectamente y desde el principio.
La violación fue el segundo tipo de violencia sexuada que se reservó a las mujeres; las frecuentes violaciones que ocurrieron sobre todo en los primeros meses de guerra, (en Cádiz y otras provincias andaluzas) no salían por lo general a la luz pública. En sus inicios, la violación formaba parte de la cultura de la guerra, siendo permitida a las tropas mercenarias del norte de África, en lo que se ha denominado como «violación por persona interpuesta», ya que les fueron prometidas las mujeres como botín para estimularlos en el combate. Las «violaciones biológicas», eran un tipo de violencia que jugaba la carta de la victoria póstuma ya que las mujeres republicanas parirían hijos fascistas. Y por último, las «violaciones-placer» que fueron agresiones sexuales negadas como tales por los sublevados y saludadas como la revelación del placer de las republicanas pese a su resistencia (Ripa, 1997: 135).
Se violó a las rojas como método de castigo, tratando de demostrar el desposeimiento al que había que someter a la enemiga, considerándola un instrumento de goce, un botín de guerra, un delito de derecho común tolerado en el curso del enfrentamiento. La violación se utilizó, por tanto, como método de reeducación a las «desafectas» y dejó pocas huellas documentales. Fue la afirmación violenta del control de los cuerpos.
Junto con los dos tipos de violencia sexuada mencionados se produjeron también marcaciones de los cuerpos: cuerpos tatuados con mensajes en la cara y otras partes del cuerpo, insignias colgadas en una cresta de pelo que se les dejaba en la parte alta de la cabeza, etc. Todo ello conformaba la deshumanización y el desprecio por la enemiga que portaba la falta que se les reprochaba (Joly, 2008: 103-104).

4- Conclusiones
Las mujeres durante la Guerra Civil, y posterior franquismo, fueron sometidas a rituales de humillación. Se pretendía la ofensa visual de las víctimas, privándolas de un   símbolo de belleza y cuidado personal, y marcándolas emocionalmente a ellas y, por extensión, a sus familias. Al rapado se añadía la insidia sobre la inmoralidad de aquellas mujeres a las que se forzaba a la introspección y al silencio para sí y para sus hijos e hijas. Ellas eran la imagen de una desoladora tristeza y de la desmoralización del bando vencido.
Las rojas eran el eje central para la desprogramación política de la nación. Tenían que callar, olvidar su identidad política anterior, someterse a las arbitrariedades del nuevo régimen y trabajar en lo que fuera y como fuera, lo que las llevaba a la despolitización completa. Estas mujeres estaban vencidas definitivamente. Servían como primer escalón para la desmemoria, llevando a sus hogares al silencio, la pérdida de identidad y la vergüenza (Gonzalez, 2012: 51).
Con la violencia sexual se evidenciaba que los vencedores podían y debían enseñorearse del cuerpo de las mujeres «desafectas» al nuevo régimen. Era una demostración del poder del macho vencedor. Formaba parte del desposeimiento de los hombres vencidos, de su humillación permanente y de su progresiva despersonalización.
Sorprende, sin embargo, que haya habido momentos muy posteriores a la Guerra Civil y el primer franquismo en que se volvió a rapar a mujeres para castigar su heterodoxia, una fue con ocasión de las huelgas mineras en Asturias de 1962. El 2 de septiembre de 1963, Ana Sirgo y Constantina Pérez fueron detenidas mientras intentaban movilizar a un grupo de mujeres para bloquear el acceso al Pozo Fondón. En los calabozos de la policía en Sama, ante las protestas de las detenidas, los funcionarios, «respondieron golpeando a las detenidas, a las que acabaron rapándoles el pelo»[13]
Mar Cambrollé, activista trans, afirmó también recientemente que en aplicación de la Ley de peligrosidad social, abolida en 1979, en Andalucía «a las mujeres transexuales las rapaban, las despojaban de sus ropas femeninas y sufrían todo tipo de vejaciones»[14].
Un arma de humillación y violencia contra las mujeres cuyas dimensiones están todavía por descubrir.
  


[1] Svetlana Alexiévich (2015): La guerra no tiene rostro de mujer. Barcelona, Debate, p. 13.

[2] Estas reflexiones en el artículo de Ledesma,  José Luis (2003), “Las mujeres en la represión republicana: apuntes sobre un "ángulo muerto" de la guerra civil española”. En Mary Nash y Susanna Tavera (eds.), Las Mujeres y las Guerras. El papel de las mujeres en las guerras de la Edad Antigua a la Contemporánea, Icaria, Barcelona, pp. 441-458.
[3] González Duro, Enrique (2012): Las rapadas. El franquismo contra la mujer. Siglo XXI, Madrid, p. 45.

[4] Joly, Maud (2008): “Las violencias sexuadas de la guerra civil española: paradigma para una lectura cultural del conflicto”, Historia Social, nº 61,  p. 93.
[5] Michel Foucault (1997): Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos, Valencia, p. 25.

[6] Ripa, Yannick (1997): “Armes d’hommes contre femmes désarmées: de la dimensioén sexuée de la violence dans la guerre civile espagnole”. En Dauphin, Cécile et Farge, Arlette (dir.): De la violence et des femmes. Paris, Albin Michel, p. 139.
[7] Tierra y Libertad, 7 agosto, 1936, nº 29. El «uniforme» de la miliciana aparecía en un artículo titulado: “Las mujeres de la expedición”.
[8] Solidaridad Obrera, 2, 16 y 20 de agosto 1936, nº 1342, 1354, 1357.
[9] Tierra y Libertad, 27 agosto, 1936, nº 29, “Enfermeras”.
[10] Mujeres Libres, día 65 de la Revolución, nº5.
[11] Sánchez, Pura  (2012): “Individuas de dudosa moral”. En Osborne, Raquel (ed.) (2012): Mujeres bajo sospecha. (Memoria y sexualidad 1930-1980). Madrid, Fundamentos, p. 108.

[12] Es el mencionado trabajo de Ledesma (2003) el que desarrolla la represión republicana contra las mujeres.
[13] Claudia Cabrero Blanco “Las mujeres y las huelgas de 1962”. Asturias social, enero de 2010. Fundación Juan Muñiz Zapico. http://www.fundacionjuanmunizzapico.org/huelgas1962/huelgas1962_prensa_2003-2011.htm?IdNoticia=as_201001 (Consultado 09-02-2019).

[14] El Salto, Febrero 2019, nº 22, “Las personas trans somos el verbo de la disidencia”.

lunes, 3 de junio de 2019

IDENTIDAD ES UNA PALABRA PELIGROSA



La identidad personal es única e irreemplazable para cada persona puesto que se va construyendo y transformando a lo largo de nuestra existencia. En ese camino de construcción de nuestra identidad personal influyen las circunstancias de nuestra vida y la relación con los demás. Como identidad compleja no hay dos iguales y eso no tendría interés alguno para definir a un colectivo puesto que habría puntos en común pero también múltiples diferencias. Dada la imposibilidad de generar una identidad común en miles (o millones) de personas, siempre habrá quien nos quiera convencer de que hay una identidad primordial (superior a las demás), simplificando la complejidad de nuestra identidad personal, para construir movimientos colectivos movidos exclusivamente por esa única identidad (religiosa, nacional, étnica, lingüística, de clase, de género, etc.).

FRANCINE VAN HOVE

Partiendo de esta constatación, desconfío de palabras que bajo una apariencia sencilla son tramposas, identidad lo es puesto que su significado es ambiguo. He observado con aprensión, en diversos momentos de mi vida, cómo las personas que comparten una identidad primordial se sienten solidarias, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí. Con el tiempo, las lealtades primordiales, fieramente incondicionales –a un país, a un dios, a una idea, a un género-, han llegado a aterrorizarme.
El terror nace de que esas identidades primordiales construyen un «nosotros/nosotras» que recuerdan con precisión agravios, incluso históricos, y un «los otros/las otras» que se perciben como extrañas y peligrosas. La identidad primordial provoca el crecimiento peligroso de una concepción tribal de la identidad que puede suponer un rechazo y una reprobación de aquellas a las que esta excluya.
La identidad primordial alimenta una verdad única que destruye a las personas concretas (figuradamente a través de amenazas o físicamente cuando el odio lleva a la guerra) para superar el pluralismo de sus valores, ideas y fines. En Europa, y en nuestro país, estamos asistiendo al crecimiento de diversos movimientos que alimentan esa verdad única de una identidad primordial.
Puedo entender que alguien ame a su país, su paisaje, su folclore, su cocina, pero no comparto esos sentimientos, no me siento vinculada emocionalmente a esos  particularismos que, si rascamos un poco, son muy similares más allá de las fronteras del amado país. La identidad nacional se expande por Europa, crece en España y, se entroniza en Cataluña. Todo me es ajeno porque descarto la empatía hacia una identidad nacional que suponga un rechazo, una reprobación de aquellas personas a las que esta excluya. El nacionalismo es una de las ideologías interesada en uniformizar y desterrar las identidades plurales que son líneas que fracturan la verdad monolítica de la “unión sagrada” de la nación, llamando al sacrificio de la pluralidad en aras de un ideal abstracto (nación).
Los «lazos amarillos», pancartas, banderas nacionales y otros símbolos pretenden construir una escena, que implica una imagen como demostración de poder, que transmite el sentido de unidad y de disciplina bajo una autoridad única y decidida. Todo se realiza con la sublime seriedad típica de la mayoría de los ritos estatales (Generalitat y TV3 por medio, impulsoras de estos ritos). Ocasionales rebeldías dentro del grupo patriótico son castigadas con la exclusión, traición es la palabra, el resto de las personas que no portamos lazos ni participamos en sus ritos disciplinados y únicos, no existimos, no formamos parte de Cataluña, somos bestias, sin duda alguna inferiores a los patriotas, la verdadera esencia de la nación. Es muy importante que los grupos de poder amarillos no den pistas  a los subordinados de debilidades o divisiones. El poder quiere dar la imagen de un frente unido para asombrar e intimidar a los subordinados.
Pero no es el único movimiento que crece en base a alimentar una identidad primordial, en este caso quiero hacer alusión a un peligro que oteo en el horizonte y que me duele en especial. El feminismo ha crecido súbitamente al menos en momentos puntuales, y yo que me considero feminista miro con preocupación argumentos y actitudes totalitarias (una prueba es el debate, por llamarlo de alguna manera, sobre la prostitución voluntaria) que dan miedo y que indican que puede instalarse esa identidad primordial en el feminismo, que se están construyendo mitos asentados en la supuesta superioridad moral de las mujeres, agravios históricos que acaban en censura, por ejemplo de la ficción (novelas, cuentos, películas, teatro, etc.).
Estemos alertas y huyamos del victimismo, de lo emocional, de los mitos, de las creencias irreductibles, de convocar fantasmas de los que luego resulta difícil desprenderse. La lógica de la identidad primordial es muy peligrosa llevada a sus últimas consecuencias.
El pluralismo de identidades me parece un ideal más verdadero porque reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, son en parte inconmensurables y están permanentemente en conflicto. La fina capa de la civilización reposa sobre lo que bien puede ser una fe ilusoria en nuestra humanidad compartida y común.
Goethe replicó a un joven contertulio inflamado de pasión patriótica:
«Yo sé que usted tiene las mejores intenciones, pero intenciones buenas y puras no bastan; uno debe calcular también las consecuencias de sus esfuerzos. Yo tengo horror de los suyos, porque son la preforma noble, y todavía inocente, de algo terrible que se manifestará un día entre los alemanes como una de las locuras más crasas, y ante la que usted se revolvería en su tumba si un día llegara hasta allí»[1].
Prefiero instalarme en los márgenes, el lugar en el que las identidades se topan incómodamente entre sí, y donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad sino la condición normal de la vida. El cambio, si es posible, solo podrá nacer del reconocimiento de las identidades múltiples, de su convivencia, del respeto que merecen  y de la aceptación procurando, desde lo próximo, cambiar las relaciones de dominación que nos aplastan.


[1] José Luis Gómez Toré (2015): El roble de Goethe en Buchenwald. Libros de la resistencia, Madrid, p. 28.