LAS MUJERES COMO BOTÍN EN LA GUERRA CIVIL
«TIRARSE A LA CALLE»
Laura Vicente
«Y los libros que hablan de las guerras son
incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres,
eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz
masculina”. (…) Las mujeres mientras tanto guardan silencio. (…) Y si de pronto
se ponen a recordar, no relatan la guerra “femenina”, sino la “masculina”. Se
adaptan al canon».
Svetlana Alexiévich[1]
1-Las violencias contra
las mujeres en las guerras
Alexiévich escribió en su libro La
guerra no tiene rostro de mujer que las mujeres guardaban silencio sobre la
guerra, incluso las que estuvieron en ella. Sabemos que la guerra en el frente
oriental, contra la Alemania nazi, fue venerada en la URSS como un acto de gran
heroicidad por parte del pueblo soviético, pero en el relato épico apenas se incluía
a las mujeres. Sin embargo, miles de mujeres se incorporaron al ejército rojo, y no solo como personal sanitario o en otros
trabajos propios del reparto sexual patriarcal (lavanderas, cocineras, etc.), sino
en cualquier cuerpo del ejército (en escuadras de ametralladoras, pilotas de
avión, conductoras, gobernando las piezas antiaéreas, infantería, tiradoras, tanquistas, zapadoras,
etc.) o como partisanas.
Se sorprendió la escritora bielorrusa cuando
comprobó que los relatos de las mujeres eran diferentes a los de los hombres porque
hablaban de otras cosas. En las guerras relatadas por mujeres no había
heroicidad ni épica, «tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea
inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los
pájaros, los árboles» (Alexiévich, 2015: 14).
Y es que en el marco de un
reparto sexual de espacios que asignaba lo público a los varones y relegaba a
las mujeres a lo privado, el ejercicio de la violencia seguía siendo monopolio de los hombres y un territorio
prácticamente vetado a estas. La negación de la violencia física por parte de
las mujeres, con excepciones como su presencia en motines y protestas por la
carestía de las subsistencias, ha sido característica del proceso de
construcción de la identidad de género. Ese monopolio masculino, así como el
supuesto y secular binomio mujer pacífica/hombre violento, eran la mejor
muestra, la más palpable consecuencia, de ese reparto de funciones y espacios,
y con él de la dominación social y política del hombre[2].
Puesto que la violencia ha
sido un componente fundamental de cualquier guerra, analizar las experiencias y
vivencias de las mujeres en los conflictos bélicos tendría que estar vinculado
a las de las prácticas violentas que los acompañaban. En el caso de las guerras
civiles debería tenerse en cuenta tanto la violencia militar (batallas,
combates y bombardeos) como la violencia civil y política que se producía en el
frente, pero especialmente en la retaguardia, espacio fundamentalmente femenino
que reservaba a las mujeres una violencia específica vinculada al modelo
patriarcal de género.
Aunque han
existido muchos tipos de violencia específica contra las mujeres, infligir una violencia sexual extrema sobre ellas,
suponía que la batalla se perpetraba en el cuerpo de las mujeres, que eran el
botín de una guerra decidida, financiada y ejecutada por hombres. La violación ha acompañado a la guerra
en prácticamente todas las épocas históricas conocidas, ha sido utilizada como un arma
con la que se amenaza, como una forma de
extender el terror entre la población. Se ha
usado frecuentemente como guerra psicológica con el fin de humillar al bando
enemigo y minar su moral[3].
La violencia sexual en tiempos de guerra también ha
incluido la violación en grupo y la violación con objetos, igualmente se refiere
a las situaciones en las que las mujeres se han visto obligadas a ejercer la
prostitución o esclavitud sexual por una potencia ocupante, como fueron
los casos de las esclavas sexuales coreanas por parte de los japoneses o
las prostitutas de los campos de concentración nazis durante la II Guerra
Mundial.
Podemos hablar de que en las guerras se hace más evidente la cultura de la
violación que, habitualmente, existe en cualquier sociedad en tiempos de paz y
es utilizada para modelar el comportamiento dentro de los grupos sociales,
consolidando una cultura en la cual la violación ha sido aceptada y
normalizada debido a actitudes sociales sobre el género, el sexo y la
sexualidad. Ejemplos de comportamientos comúnmente asociados con la cultura de
la violación incluían culpar a la víctima, la cosificación sexual, la trivialización
de la violación, la negación de la violación, etc. El silencio siempre acompaña a la violación en tiempos de guerra,
porque esta era un tabú social y la mujer prefiere negarla, evitando así su
estigmatización definitiva.
2- La violencia como atributo de la masculinidad
Como bien dice Alexiévich en
la cita que abre este artículo, en
los libros que hablan de las guerras, «siempre han sido hombres
escribiendo sobre hombres». La historia que trata de las violencias que se llevaron
a cabo durante la Guerra Civil española ha sido también una historia escrita en
masculino. Hombres fueron sus actores y ejecutantes, hombres la mayoría de sus
víctimas. Hombres quienes han historiado dichas violencias, o si fueron mujeres,
no hicieron una lectura sexuada de lo acontecido hasta hace muy pocos años.
Costó entender, como en otros muchos aspectos, que hubo prácticas de violencia diferenciadas.
Pese a ello, como señalaba Maud Joly[4], las violencias
perpetradas contra las mujeres siguen siendo un tema marginal y marginalizado.
Igualmente, la cuestión de las violencias sexuadas de la Guerra Civil
constituye, solo muy raramente, un objeto de historia en sí mismo.
Y es que la especificidad de las violencias
sexuadas cuenta con el problema de la fragmentación de las fuentes y los
silencios. No es fácil, y eso es común a la historia de las mujeres, escribir
cuando contamos con pocas huellas documentales de esas violencias diferenciadas.
Siguiendo a Foucault[5], deberíamos abordar los
documentos (u otras fuentes de información) desde su interior, más por lo que
no dicen que por lo que dicen, planteando una nueva semiología de documento,
valorándolo en su total integridad e instalándolo en el contexto relacional de
su tiempo. Se trata de descubrir las marcas sutiles, singulares,
subindividuales que pueden entrecruzarse en él y formar una red difícil de
desenmarañar. Solo así llegaremos a resolver los desafíos que nos ha planteado
el tema de las violencias específicas que sufrieron las mujeres en la Guerra Civil.
Por otro lado, como ya hemos señalado, el uso
de la violencia ha constituido siempre
un riguroso monopolio masculino, ni los espacios públicos abiertos por
la República, ni la Revolución social impulsada por el anarquismo, supusieron
una modificación fundamental en este terreno. Las mujeres tomando las armas
simbolizaban la transgresión última de las fronteras de los sexos. En realidad,
fue la rapidez de los acontecimientos, la ausencia de un ejército organizado,
el escaso tiempo para reflexionar sobre la irrupción de las mujeres en el
dominio masculino de la guerra, lo que permitió que estas cogieran las armas en
el bando republicano[6].
En el órgano de la FAI, Tierra y Libertad, se reflejó
muy pronto este mito movilizador en una portada del mes de agosto con una
composición de fotografías en la que aparecía una mujer con fusil refrendada
por la siguiente leyenda igualitaria: «La mujer con rifle y corazón, el compañero en lucha
con rifle y corazón también»[7].
El mito movilizador y heterodoxo de las milicianas,
que ponían en evidencia la masculinidad de los hombres, empezó a cuestionarse
muy pronto. En el periódico Solidaridad
Obrera, en agosto, se empezó a mostrar la preocupación por la prostitución ya
que se estaba poniendo en marcha una
campaña en la que las milicianas, y las mujeres que ejercían la prostitución en
el Rabal de Barcelona[8], eran acusadas de ser supuestas «mujeres públicas»,
culpables de llevar el caos al frente y a la retaguardia revolucionaria siendo
portadoras de todo tipo de enfermedades venéreas. Que la revolución no hubiera
cambiado las costumbres masculinas de hacer uso de la prostitución preocupaba a
sus actores masculinos. Tras esta estigmatización de las mujeres no había sino
un rechazo y negación de la violencia femenina, un castigo simbólico a las
mujeres que se habían saltado y amenazaban las fronteras de los roles sexuales
y, a la postre, un reforzamiento implícito de los mismos.
Cuando
en Tierra y Libertad, también en
agosto, se hizo alusión a la necesidad de enfermeras (en femenino) en el
frente, se argumentó que estas debían tener
«la responsabilidad moral de sus actos, que sepan ser
madres, hermanas, hijas de los que lo dan todo por la libertad del pueblo (…)»[9].
La lucha armada de las mujeres nació del caos. En el momento en que los líderes
de las milicias, todos hombres, las organizaron y disciplinaron, las mujeres
empezaron a ser reenviadas a sus funciones tradicionales.
En Mujeres
Libres, el 21 de septiembre, 1936[10],
las mujeres aparecían en la portada sin armas, cabizbajas y con caras de
preocupación. El editorial no hacía referencia alguna a las milicianas y, por
si quedaba alguna duda, en la página segunda un pequeño artículo sin firma se
titulaba: «Los hombres, al frente. Las mujeres, al trabajo». La guerra
necesitaba la vuelta a una imagen femenina más tradicional, para lograr el
apoyo en el esfuerzo de la contienda y la solidaridad internacional. Lo más
importante era la resistencia civil, la acogida de los refugiados/as, la
atención a las criaturas en guarderías, albergues y colonias, la organización
de talleres de costura, y, como mucho, su presencia en el frente en tareas de cuidados como enfermeras, lavanderas, cantineras,
etc.
El mantenimiento de un modelo de feminidad que
consideraba a las mujeres como madres y amas de casa, marcó los límites de una
revolución que no estaba preparada para semejante trastoque de los papeles y
Mujeres Libres (organización y revista) no tuvieron capacidad para responder a
este retroceso. En este sentido se consideró que la imagen propagandista más
eficaz era la de la madre combatiente que participaba activamente en la
retaguardia (González Duro, 2012: 20-21). Otro tema fue que las mujeres en la
retaguardia trastocaran importantes aspectos de dicho modelo de feminidad al
participar, sobre todo en las ciudades, en el espacio público de la producción,
la cultura y la política y tener relaciones personales, y de pareja, mucho más
libres de lo que se consideraba aceptable.
Tanto fue así que las
violencias específicas contra las mujeres durante la Guerra Civil y el primer
franquismo (hasta la década de 1950) se llevaron a cabo para castigar a estas
mujeres por realizar actos que transgredían el modelo femenino tradicional, se
pretendía redibujar este modelo que, en opinión de los represores, la II
República había desdibujado[11].
En realidad, no fue solo la II República, el feminismo en España llevaba cien
años evolucionando y creciendo, especialmente en los núcleos urbanos. Desde la formación
de los primeros grupos de mujeres fourieristas en la década de 1830, pasando
por el republicanismo, mediada la centuria, que derivó hacia el
internacionalismo y el feminismo librepensador del último tercio del XIX, se
había construido una genealogía que había florecido especialmente durante la II
República. De hecho la Constitución republicana lo que hizo fue establecer la
igualdad jurídica entre hombres y mujeres dando carta de naturaleza a un
movimiento feminista que había ido tejiendo propuestas moderadas, radicales o
revolucionarias que lentamente iban calando en la sociedad urbana y con mucha
más dificultad en la rural.
Los
sublevados cortaron de tajo esta genealogía feminista conforme iban
ocupando el territorio, los tribunales
militares consideraron delitos: empuñar
una bandera, participar en una manifestación, expresar en público ideas
políticas o vestirse de milicianas.
En una palabra, era delito que hubieran salido a la calle (tirarse a la calle dirán los jueces en
las sentencias), abandonando el espacio doméstico y privado que les era propio
y haciéndose visibles en el espacio público (Sánchez, 2012: 108). De todas
ellas, las milicianas, las «mujeres en armas», fueron condenadas a muerte por
considerarlas irrecuperables. Como hemos señalado, la violencia era monopolio
masculino, admitir mujeres en el ejército era inconcebible para el pensamiento
falangista, después franquista. Las mujeres que transgredían esa frontera
confirmaban que iban contra su propia naturaleza, por tanto, eran algo más que
malas mujeres, eran no-mujeres situadas del lado de la animalidad: fieras, hienas, rabiosas, perversas…
A través de las sentencias y los informes de
conducta se fue configurando otro
instrumento represivo: un lenguaje, connotativo y eufemístico, que
creaba y nombraba las realidades del nuevo régimen, imponiendo su uso a la
población y obligando a vivir a las vencidas en una realidad hostil y
deshumanizada: rojas, individuas,
sujetas, mujeres de dudosa moral… Los vencedores utilizaban con las mujeres
un lenguaje más despectivo que con los hombres. La expresión «mujeres de dudosa moral» era un juicio moral, que se convertía en
juicio penal, con su correspondiente castigo público y ejemplarizante. En la roja, la transgresión moral (el
amancebamiento, el atentado contra la Iglesia católica, etc.) se unía a la
política-social, agravando el delito supuestamente cometido. La mujer
revolucionaria era brutalizada y, por tanto, tras la victoria franquista, podía
y debía ser represaliada con total impunidad (González, 2012: 120-121).
3- Los cuerpos femeninos como auténticos campos de
batalla
En las dos retaguardias hubo prácticas
específicas de violencia sobre las mujeres que introdujeron elementos
simbólicos-sexuales ausentes en las violencias ejercidas contra los hombres.
Pero para los sublevados contra la
República en julio del 36 no solo había numerosas mujeres opuestas a su
propósito de «salvar España» y, más o menos, movilizadas a favor del proyecto
republicano. Ocurría también que, con su actitud y su mensaje emancipatorio, se
habían tirado a la calle, invadiendo
un territorio (el de la política) secularmente vetado para ellas, poniendo en
entredicho el orden social y político existente y, lo que quizá era más grave,
el sistema de dominación patriarcal. Demasiado atrevimiento para que, en medio
de una cruzada que pretendía hacer limpieza,
no se vieran alcanzadas por una marea depuradora que, entre otras cosas,
rezumaba una profunda misoginia
Como
hemos dicho, en ambas retaguardias hubo violencias específicas para ellas, pero
más allá del similar carácter masculino de la
represión, la retaguardia republicana ofrece, respecto a la franquista,
notorias diferencias cualitativas y cuantitativas.
Murieron menos mujeres que en la zona insurgente y, por lo general, la persecución
de familiares de las víctimas masculinas, que en la otra retaguardia adquirió
tintes dramáticos, apenas se dio. Tampoco tenían mucho en común con lo sucedido
en las violencias contra las mujeres. Si en ambos bandos, en primer lugar, las
mujeres sufrieron casos de trabajos domésticos forzados, amenazas, malos
tratos, encarcelamientos e incluso violaciones, todo indica que nunca
adquirieron en el campo republicano las dimensiones y ensañamiento con que se
produjeron en el otro al amparo de militares, falangistas y católicos. Por otro
lado, y más importante, lo que nunca se dio en el campo republicano fueron las
procesiones en las que las mujeres debían «pasear su indignidad», las ingestas
obligatorias de aceite de ricino o los afeitados de cabeza, que tan
generosamente se prodigaron en el otro campo. Prácticas que mostraban la
conexión entre las políticas de género y el conflicto político que se estaba
resolviendo por las armas, y que venían investidas de una función pública que
no solo era la humillación ritual[12].
Nos vamos a centrar, por tanto, en las violencias contra las mujeres en el
bando sublevado. Fue en esa retaguardia donde los cuerpos de las víctimas
fueron castigados por haber faltado a su papel de género en una sociedad
tradicional y de orden, fue donde se produjo una negación simbólica de la
feminidad y donde se buscó su redención en actos pensados para purificar los
cuerpos pecaminosos de esas no-mujeres. En definitiva, fue en la retaguardia
sublevada y, posteriormente, victoriosa donde los cuerpos violentados de las
mujeres castigadas se convirtieron en auténticos «campos de batalla».
La construcción de la figura de la enemiga, como ya hemos señalado, se
fundamentó en que estas mujeres se desviaron del rol de género, del rol natural
y tradicional de esposa y madre cristiana según la mentalidad de los sublevados.
Enseguida
se percataron de que lo más vulnerable de aquellas mujeres eran sus cuerpos,
unos cuerpos que podían degradar y deformar, quitándoles cualquier atractivo. Sus cuerpos se convirtieron,
por tanto, en el lugar del castigo de
sus delitos que, además, permitía humillarlas y aniquilar al grupo enemigo en
su conjunto, especialmente cuando el hombre estaba ausente. Se trataba, pues,
de una violencia sexuada que reservaba a las mujeres dos tratamientos
específicos: el rapado del pelo y la violación. En ambos casos se invadía la
feminidad, su apariencia en el primer caso y su intimidad, en el segundo (Ripa,
1997: 133).
Rapar los cabellos de las mujeres era un acto que
atravesaba siglos, pero en la Guerra Civil afectó a miles de mujeres en todo el
territorio sublevado. Cuando eran detenidas se las golpeaba y
se las pelaba (a veces
se acompañaba con el rapado de las cejas), se las hacía ingerir
aceite de ricino y eran paseadas bajo los efectos purgantes de dicho aceite por
la vía pública, teniendo que entrar, incluso, en alguna misa. El espectáculo buscaba la humillación
pública y el escarnio de las mujeres castigadas ante los vecinos/as y ser
diferenciadas del resto de la población (González, 2012: 27). El rapado proclamaba la vergüenza del comportamiento
pasado y la aceptación (forzada) del retorno a la moral, todo pasaba por la
expiación y la reeducación de las mujeres.
Era
una manera de implantar el terror en la comunidad. La degradación de los
cuerpos femeninos se entendía como una deshumanización y una anomia asociada a
las prácticas de guerra (González, 2012: 189).
¿Quién rapa a las mujeres? Son
patrullas paramilitares formadas por falangistas, requetés, guardias civiles,
guardias cívicos, etc. Pese a que lo contempló mucha gente, no se ha hablado
apenas de ello. La amnesia histórica funcionó perfectamente y desde el
principio.
La
violación fue el segundo tipo de violencia sexuada que se reservó a las
mujeres; las frecuentes violaciones que ocurrieron sobre todo en los primeros
meses de guerra, (en Cádiz y otras provincias andaluzas) no salían por lo
general a la luz pública. En sus inicios, la violación formaba parte de la
cultura de la guerra, siendo permitida a las tropas mercenarias del norte de
África, en lo que se ha denominado como «violación por persona interpuesta», ya que les fueron prometidas las mujeres como botín
para estimularlos en el combate. Las «violaciones biológicas», eran un tipo de
violencia que jugaba la carta de la victoria póstuma ya que las mujeres
republicanas parirían hijos fascistas. Y por último, las «violaciones-placer»
que fueron agresiones sexuales negadas como tales por los sublevados y
saludadas como la revelación del placer de las republicanas pese a su
resistencia (Ripa, 1997: 135).
Se
violó a las rojas como método de
castigo, tratando de demostrar el desposeimiento al que había que someter a la
enemiga, considerándola un instrumento de goce, un botín de guerra, un delito
de derecho común tolerado en el curso del enfrentamiento. La violación se
utilizó, por tanto, como método de reeducación a las «desafectas» y dejó pocas
huellas documentales. Fue la afirmación violenta del control de los cuerpos.
Junto con los dos tipos de violencia sexuada
mencionados se produjeron también marcaciones de los cuerpos: cuerpos tatuados
con mensajes en la cara y otras partes del cuerpo, insignias colgadas en una
cresta de pelo que se les dejaba en la parte alta de la cabeza, etc. Todo ello
conformaba la deshumanización y el desprecio por la enemiga que portaba la
falta que se les reprochaba (Joly, 2008: 103-104).
4- Conclusiones
Las
mujeres durante la Guerra Civil, y posterior franquismo, fueron sometidas a
rituales de humillación. Se pretendía la ofensa visual de las víctimas,
privándolas de un símbolo de belleza y
cuidado personal, y marcándolas emocionalmente a ellas y, por extensión, a sus
familias. Al rapado se añadía la insidia sobre la inmoralidad de aquellas
mujeres a las que se forzaba a la introspección y al silencio para sí y para
sus hijos e hijas. Ellas eran la imagen de una desoladora tristeza y de la
desmoralización del bando vencido.
Las
rojas eran el eje central para la
desprogramación política de la nación. Tenían que callar, olvidar su identidad
política anterior, someterse a las arbitrariedades del nuevo régimen y trabajar
en lo que fuera y como fuera, lo que las llevaba a la despolitización completa.
Estas mujeres estaban vencidas definitivamente. Servían como primer escalón
para la desmemoria, llevando a sus hogares al silencio, la pérdida de identidad
y la vergüenza (Gonzalez, 2012: 51).
Con
la violencia sexual se evidenciaba que los vencedores podían y debían
enseñorearse del cuerpo de las mujeres «desafectas» al nuevo régimen. Era una
demostración del poder del macho vencedor. Formaba parte del desposeimiento de
los hombres vencidos, de su humillación permanente y de su progresiva despersonalización.
Sorprende,
sin embargo, que haya habido momentos muy posteriores a la Guerra Civil y el
primer franquismo en que se volvió a rapar a mujeres para castigar su
heterodoxia, una fue con ocasión de las huelgas mineras en Asturias de 1962. El 2 de septiembre de 1963, Ana Sirgo
y Constantina Pérez fueron detenidas mientras intentaban movilizar a un grupo
de mujeres para bloquear el acceso al Pozo Fondón. En los calabozos de la
policía en Sama, ante las protestas de las detenidas, los funcionarios, «respondieron
golpeando a las detenidas, a las que acabaron rapándoles el pelo»[13].
Mar Cambrollé, activista
trans, afirmó también recientemente que en aplicación de la Ley de peligrosidad
social, abolida en 1979, en Andalucía «a las mujeres transexuales las rapaban,
las despojaban de sus ropas femeninas y sufrían todo tipo de vejaciones»[14].
Un arma de humillación y
violencia contra las mujeres cuyas dimensiones están todavía por descubrir.
[1]
Svetlana
Alexiévich (2015): La guerra no tiene
rostro de mujer. Barcelona, Debate, p. 13.
[2] Estas reflexiones en el artículo de Ledesma,
José Luis (2003), “Las
mujeres en la represión republicana: apuntes sobre un "ángulo muerto"
de la guerra civil española”. En Mary Nash y Susanna Tavera (eds.), Las
Mujeres y las Guerras. El papel de las mujeres en las guerras de la Edad
Antigua a la Contemporánea, Icaria, Barcelona, pp. 441-458.
[3]
González Duro, Enrique (2012): Las rapadas. El franquismo contra la mujer. Siglo
XXI, Madrid, p. 45.
[4]
Joly, Maud (2008): “Las
violencias sexuadas de la guerra civil española: paradigma para una lectura
cultural del conflicto”, Historia Social,
nº 61, p. 93.
[5] Michel Foucault (1997): Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos, Valencia, p. 25.
[6]
Ripa, Yannick
(1997): “Armes d’hommes contre femmes désarmées: de la dimensioén sexuée de la
violence dans la guerre civile espagnole”. En Dauphin, Cécile et Farge, Arlette
(dir.): De la violence et des femmes. Paris,
Albin Michel, p. 139.
[7] Tierra y Libertad, 7 agosto, 1936, nº
29. El «uniforme»
de la miliciana aparecía en un artículo titulado: “Las mujeres de la
expedición”.
[8] Solidaridad Obrera, 2, 16 y 20 de agosto
1936, nº 1342, 1354, 1357.
[9] Tierra y Libertad, 27 agosto, 1936, nº
29, “Enfermeras”.
[10] Mujeres Libres, día 65 de la Revolución,
nº5.
[11]
Sánchez, Pura (2012): “Individuas de dudosa moral”. En
Osborne, Raquel (ed.) (2012): Mujeres
bajo sospecha. (Memoria y sexualidad 1930-1980). Madrid, Fundamentos, p.
108.
[12] Es el
mencionado trabajo de Ledesma (2003) el que desarrolla la represión republicana
contra las mujeres.
[13] Claudia Cabrero Blanco “Las mujeres y las huelgas de 1962”. Asturias social, enero de 2010. Fundación Juan Muñiz Zapico. http://www.fundacionjuanmunizzapico.org/huelgas1962/huelgas1962_prensa_2003-2011.htm?IdNoticia=as_201001 (Consultado 09-02-2019).
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