No es que sea una novedad, pero hoy, más que nunca, es
necesaria la desconfianza, incluso preventiva hacia el poder y sus detentadores
(sí, también respecto al llamado Gobierno progresista). Esta generalización
requeriría matizaciones, concreciones y detalles, pero sobre todo necesita
pensar qué pasa hoy en un mundo en el que la extrema derecha parece avanzar
imparable, mientras quienes tratamos de evitarlo parecemos instalados en la
confusión y, muchas veces, en la frustración y el desánimo.
Las fórmulas del pasado siglo parecen no servir, los
sujetos colectivos diferenciados (en especial la clase social) parecen haberse
disuelto o, por lo menos, carecen de la fuerza del pasado. Los partidos
ideológicos y los sindicatos de clase han llegado a su fin o forman parte del
propio orden establecido, los conflictos han cambiado de sentido excepto
algunos conflictos residuales que acaban en fracaso o con sindicalistas
encarcelados.
Hace tiempo que se ha impuesto una terminología que
implica pensar la sociedad según agendas genéricas e indiferenciadas: «los de
arriba» y «los de abajo», «el 1%» y «el 99%», «los pocos» y «los muchos».
Entre «los muchos, los de abajo, el 99%», priman los
movimientos espontáneos que parecen moverse por estallidos de descontento que
surgen aquí o allí de manera imprevisible (el Movimiento del 15 M, los chalecos
amarillos y tantos otros). Algunas los han llamado actos de «democracia
insurgente». Son, en todo caso, subjetividades horizontales que surgen al mismo
tiempo, movidas casi por una dirección invisible en reacción a un determinado
estado de cosas, que se representan a sí mismas a través de sus protestas, sin
una estrategia de lucha ni una voluntad explícita de mediación y negociación.
Se designan de acuerdo con las emociones que los movilizan: los «descontentos»,
los «indignados», los «frustrados», etc[1].
«Los pocos» son las élites que se ubican en dos
categorías: los ricos y poderosos (la oligarquía), y los dirigentes de los
partidos y los propios partidos (lo que se ha venido denominando el establishment).
«Los pocos» están llevando a cabo una verdadera revolución reaccionaria, no
quieren saber nada de la fiscalidad progresiva pese a lo poco que pagan si lo
comparamos con las clases medias y bajas. No salen a la calle, aunque cuentan
con una extrema derecha que cada vez está más presente, utilizan medios indirectos
a través de leyes o de los resquicios que deja la legalidad. Son «antisistema»
desde el sistema que pretenden endurecer para los más pobres y desarrollan una
oposición mucho más radical que «los muchos»: liberalización salvaje de la
economía y del trabajo, reducción del gasto social, arremeten y generan
alternativas falsas a las desigualdades sociales, raciales y de género,
desprestigian los organismos nacionales e internacionales para mejor expoliar a
los pobres, instigan a los sembradores de odio y miedo, y un largo etc.
La
mayoría de la población ya no confía en la representación a través de los
partidos, tampoco en los sindicatos, ambas estructuras tienen aparatos
cerrados, sedimentados en burocracias con intereses propios y centrados en sus
líderes y sus allegados dóciles, condiciones para el desarrollo de la
corrupción, el enchufismo y el privilegio. Los partidos y los sindicatos se han
convertido en máquinas electorales, con prácticas de control y medición a
través de los sondeos, que suponen un genérico «dentro» y «fuera».
Mientras tanto, la mayoría social se describe a sí
misma a través de las necesidades insatisfechas y la fatiga cotidiana de vivir:
empleos precarios y mal pagados, jornadas laborales largas sin horas
extraordinarias ni tope de jornada laboral (resulta grotesco el intento de la
ministra de reducir la jornada laboral en media hora tal y como lo ha mostrado
la indiferencia en el mundo del trabajo), viviendas caras y la cesta de la
compra que no encaja con los precios que dice el gobierno progresista. Este panorama
desmoraliza y enferma, impide proyectos de vida, incluso a corto plazo.
Las ideologías no consiguen traducir la representación
emocional en una representación política ni social. La élite se atrinchera en
el Estado, separándose de la ciudadanía, cuerpo externo que se ha de controlar,
conquistar y embaucar. Sí, embaucar, lo que importa ya no es la naturaleza
estructural del conflicto sino la manifestación visual de dos bandos
enfrentados, todo ello teñido de mensajes y símbolos identitarios y racistas
que cuajan en «los de abajo». El sector oligárquico desplaza con éxito la atención
de «los muchos» a otros «muchos (inmigrantes, nacionales o no)».
Sé que donde hay poder y dominación hay resistencia,
podría decir algunas cosas al respecto, pero hoy lo dejo aquí. Lo siento.
[1]
Esta reflexión debe mucho a un librito de Nadia Urbinati
(2023): Pocos contra muchos. El conflicto político en el siglo XXI. Katz,
Buenos Aires/Madrid, p. 16.
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