Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

miércoles, 13 de noviembre de 2024

ERREJÓN Y LA DOBLE MORAL

 




La doble moral ha sido un comportamiento netamente masculino desde tiempos inmemoriales, ya que a las mujeres no se les ha permitido más que una versión de la moral, la del sistema heteropatriarcal. Las mujeres han sido vigiladas, maltratadas, encerradas, para que su comportamiento respondiera a la normatividad estricta, lo contrario implicaba, entre otras cosas, un peligro para la paternidad legítima de los hombres que han castigado siempre, incluso con la muerte. Pero las normas elaboradas por los hombres permiten un comportamiento masculino laxo, aceptable y bien visto (en todo caso, los hombres nunca han sido censurados por vivir en la doble moral).


Pero el «caso Errejón» resulta llamativo porque la doble moral parece que no va con los hombres «progresistas» o de izquierdas, ellos se las han apañado para hacernos creer que no hacen esas «cosas», que eso es propio de la derecha, del conservadurismo casposo. Los hombres de izquierdas se han situado en un nivel de superioridad moral, también en los comportamientos sexuales, puesto que son feministas y han logrado una nueva masculinidad que les exime del machismo, del deseo de dominio y del abuso de poder. El «caso Errejón» demuestra que las cosas no son tan sencillas y que algunos viven esa doble moral de forma extrema.


El «caso Errejón» pone de manifiesto otros aspectos dignos de reflexión. El discurso identitario construido sobre las diferencias entre hombres y mujeres, que los feminismos han consolidado y, en algunos casos, han naturalizado como elementos fijos, han servido para regular los deseos, la sexualidad y las relaciones sociales. Las identidades femeninas y masculinas se han basado en un contraste binario entre una sexualidad femenina sacralizada (necesitada de seguridad y afecto) y una sexualidad masculina irrefrenable y, en ocasiones, agresiva y violenta. El «caso Errejón» parece responder a ese prototipo de mal masculino peligroso.


Pero sin entrar en detalles del «caso Errejón» que está en fase de investigación, individualizar el peligro de las agresiones sexuales, nos apartan de responsabilizar a las instancias e instituciones que sostienen el sistema heteropatriarcal y que son el fundamento de las violencias. Errejón conoce tan bien el discurso feminista que él mismo utilizó este argumento en su carta de dimisión para justificar su comportamiento culpando al patriarcado. Esto no funciona así: tú debes responsabilizarte de tu comportamiento agresor y abusador y nosotras nos encargaremos de indagar el aspecto estructural del sistema heteropatriarcal que hay tras tu violencia contra las mujeres.


El «caso Errejón» ha puesto en evidencia la facilidad con la que los feminismos y otras instancias políticas caen en el punitivismo, en la necesidad de poner en la picota al agresor y castigarle. Comprendemos que las víctimas puedan necesitar el castigo, pero desde un punto de vista feminista y anarquista debemos preguntarnos: ¿Para qué sirve el castigo, la pena? ¿Qué aporta a la solución de la violencia de género una política restrictiva y regulacionista? ¿Consideramos que el feminismo anarquista debe apostar por una justicia basada en la venganza? En ningún caso podemos apoyar la necesidad de que el Estado aparezca como la instancia protectora de las víctimas y que estas queden como seres necesitados de protección e incapaces de autoprotegerse.


No resulta, por último, menos relevante que hayan sido en gran parte mujeres de las formaciones políticas en que estaba encuadrado Errejón quienes han ocultado su conducta sexual agresiva y maltratadora en aras de la defensa de un fin superior: la defensa del proyecto político que compartían. Tanta importancia se concede a este fin superior que para muchos el «caso Errejón» tendrá graves consecuencias para la izquierda en su proyecto electoral.


Al margen de ser de izquierdas o de derechas, la vida cotidiana de los hombres está, como mínimo, salpicada de machismo (y eso no depende de quién gobierna), es un mal estructural que conviene enfocar de modo adecuado para avanzar en el debilitamiento del sistema heteropatriarcal.


Laura Vicente

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