Resulta
de gran importancia recurrir a las genealogías femeninas para
encontrar líneas de actuación que nos permitan estudiar los procesos de cambio desde
la perspectiva de las mujeres.
Estas genealogías contribuyen a esclarecer fenómenos sociales que han
transformado nuestras vidas en el momento actual y ayudan a reconstruir los
hitos y las mujeres que contribuyeron a ese cambio.
Es
fundamental nombrar a las mujeres, construir la genealogía en formas de hacer
y de estar a través de los textos fundacionales del movimiento feminista
y recuperar las voces históricas de mujeres para transmitirlas en la educación
formal e informal.
La actuación social-cultural de las
mujeres no siempre es el producto de la excepcionalidad, sino que arranca de
una trayectoria que conviene resaltar. Nos proponemos
reconstruir una parte de la genealogía del feminismo anarquista a través de
tres mujeres: Louise Michel, Teresa
Claramunt y Emma Goldman.
Louise
Michel (1830-1905) pertenecía a una generación anterior a Teresa
Claramunt (1862-1931) y
Emma Goldman (1869-1940). Las tres
se conocieron, aunque nunca coincidieron juntas. Teresa conoció a Louise en 1897, ambas habían
sido juzgadas por sendos Tribunales Militares y deportadas. La comunera
había regresado a Francia tras su deportación en 1880 y, finalmente, se exilió
a Inglaterra en 1890. Claramunt junto con veintisiete personas más, pese a ser
declaradas inocentes en el Proceso de Montjuïc, llegaron deportadas a
Inglaterra en 1897. Cuando llegaron a Londres, tras desembarcar en Liverpool,
les estaban esperando Louise Michel,
Fernando Tarrida y el Comité de protección a las víctimas de las atrocidades
españolas.
Teresa debía conocer a Louise porque su gran amiga Teresa Mañé (que se reunió
con las personas deportadas poco después) fue una de las divulgadoras de la
obra de Michel en España. Quizás por ese motivo, su hija Federica Montseny
conoció y tuvo interés en la Comuna y en Louise Michel.
Las
dos eran excelentes comunicadoras tanto en mítines como a través de artículos
en la prensa obrera. Ambas llevaron a cabo múltiples giras de propaganda
difundiendo la Idea y se vincularon a periódicos como El Productor en el
caso de Claramunt y Le Libertaire en el caso de Michel. Sus vidas
personales fueron difíciles, sobre todo cuando dejaron de ser jóvenes, por los
pocos ingresos de que disponían. El paralelismo de las historias de estas dos
mujeres podemos presuponer que debió vincularlas, pese a la brevedad del
encuentro, en un sentimiento de empatía y solidaridad, además de explicar
porqué Teresa fue llamada la Louise Michel española.
Emma y
Louise se conocieron también en Inglaterra en 1895. Emma viajó a Europa para
estudiar en Viena y su primera parada procedente de Estados Unidos fue en
Londres donde conoció a diversas personalidades anarquistas entre las cuales
estaba Louise (ese era su objetivo al visitar Inglaterra según dice ella
misma). También fue un encuentro breve puesto que Emma siguió viaje a Viena
donde estudio un curso de comadrona y otro de enfermedades infantiles. Las
impresiones de Emma en su autobiografía
dejan clara la gran admiración que sentía por ella y por su intervención en la
Comuna: «Louise Michel había destacado por su amor a la humanidad, por su gran
fervor y su valor». Su descripción física
dejaba claro que Michel era una mujer avejentada por todas las penurias vividas
(tenía sesenta cinco años y no sesenta y dos como señalaba Goldman): «Era
huesuda, estaba demacrada y parecía más vieja de lo que era en realidad (…);
pero sus ojos estaban llenos de juventud y ánimo, y su sonrisa era tan tierna
que ganó mi corazón inmediatamente».
Cuando
Emma conoció a Louise se preguntó: «cómo podría haber alguien que no viera su
encanto» pese a que no se preocupaba por su apariencia y mostraba un gran
desinterés por sí misma: «su vestido estaba raído, el gorro era viejísimo. Todo
lo que llevaba puesto le sentaba mal».
No olvidemos que Emma era una joven de veintiséis años que miraba con
admiración a Louise pero que debía verla como una mujer mayor. Era su
admiración hacia la vieja comunera la que transformó su impresión realista
en una sensación completamente diferente, casi mística:
«(…)
todo su ser estaba iluminado por una luz interior. Se sucumbía rápidamente al
encanto de su radiante personalidad, tan irresistible por su fuerza, tan
conmovedora por su sencillez infantil. La tarde que pasé con Louise fue una
experiencia no comparable a nada de lo que me había sucedido hasta entonces en
mi vida. Su mano en la mía, el tierno roce de su mano sobre mi cabeza, sus
palabras de cariño e íntima camaradería hicieron que mi alma se expandiera,
ascendiera hacia las esferas de belleza donde moraba ella».
Emma y
Teresa se conocieron en España en una breve visita que hizo Emma entre
diciembre de 1928 y enero de 1929,
para recoger información. Fue el historiador austriaco Max Nettlau
(1865-1944), intelectual anarquista de cultura enciclopédica, entregado al
estudio de la historia del anarquismo y de la vida de Bakunin, quien animó a su
amiga Emma, con quien mantenía asidua correspondencia desde que se conocieron
en Londres en 1900, a visitar un país que a él le había cautivado.
España no era para ella un país
desconocido. Su internacionalismo anarquista la había llevado desde muy joven a
querer conocer la situación de sus camaradas del resto del mundo. En Estados
Unidos participó en diversas campañas contra la política represiva de los
gobiernos de la monarquía de Alfonso XIII, en concreto a raíz de las brutales
torturas a los presos/as de Montjuic (probablemente conocía a Claramunt como
consecuencia de esta campaña), y a raíz de la ejecución del pedagogo Ferrer y
Guardia tras la Semana Trágica de Barcelona de 1909.
Louise, Teresa y Emma, tres mujeres
que pese al poco tiempo que compartieron estaban unidas por fuertes lazos de
cordialidad. Las tres activistas eran mujeres fuertes, vigorosas, enérgicas y
vitales; eran excelentes oradoras y propagandistas, se embarcaron en múltiples
giras de conferencias y de mítines. Las
tres eran mujeres independientes, que valoraban mucho su autonomía, las tres
sufrieron la represión, la cárcel y las deportaciones. Vivieron huelgas,
revueltas y revoluciones sobre las que pensaron y escribieron. El anarquismo y
el feminismo fueron sólidos hilos que tejieron la genealogía en la que estas
tres mujeres ocupan un lugar destacado.
Louise Michel desarrolló un feminismo
que se inscribía en el conjunto de su lucha a favor de la libertad y la
igualdad desde el punto de vista social y político. Se trata de un feminismo
republicano y librepensador que evolucionó, tras la Comuna, hacia un incipiente
feminismo anarquista. Diversos aspectos indican que Michel estaba configurando
un feminismo proletario de influencia anarquista. En primer lugar, las formas organizativas horizontales y anti jerárquicas que defendió en su
activismo posterior a la Comuna. En segundo lugar, la interseccionalidad
de la emancipación femenina y la emancipación de clase, llegando a ambas desde
la experiencia vivida más que desde la teoría. Michel insistió siempre sobre el
hecho de que la Revolución no se podía hacer sin las mujeres, pero también que
la emancipación de las mujeres no podía hacerse sin Revolución. También destaca
la defensa de la libertad personal y social y su afán de autonomía que se
manifestaron en la práctica del amor libre y en el hecho de que su última
compañera fuera una mujer. En cuarto lugar, cuestionó los
antagonismos entre los sexos por ser una de las bases del poder de las clases dominantes,
pero consideró importante que el hombre no fuera el propietario de la mujer[9].
Otro elemento destacado fue que quiso ser tratada siempre en igualdad de
condiciones a sus compañeros, despreciaba profundamente los pocos privilegios
que le otorgaba su condición de mujer. Esa fue la razón de ser de su famosa
intervención ante el consejo de Guerra tras los sucesos de la Comuna:
Pertenezco enteramente a la
revolución social y declaro asumir la responsabilidad de mis actos. Lo que
reclamo de vosotros… que os pretendéis jueces… es el campo de Satory donde ya
han caído mis hermanos. Puesto que, al parecer, todo corazón que lucha por la
libertad no tiene derecho más que a un poco de plomo, yo reclamo mi parte. Si
me dejáis con vida, no cesaré de gritar venganza.
Interrumpida
por el presidente, Luisa Michel replica: Si
no sois unos cobardes, matadme.
Teresa
Claramunt y Emma Goldman conocían a Louise Michel como ya hemos dicho y podían
conocer sus planteamientos anarquistas y feministas, de hecho, compartían un
feminismo muy parecido. Claramunt y Goldman por pertenecer a la misma
generación compartían un feminismo anarquista más similar, aunque también tenían
diferencias puesto que el lugar de nacimiento (España y Rusia respectivamente)
y de vida (Goldman emigró a Estados Unidos) influyen en que sus trayectorias,
cultura y vivencias sean diferentes, algo que se reflejó en su pensamiento. Sin
embargo, hay muchos puntos en común y a ambas podemos considerarlas claramente
como feministas anarquistas. Nos centraremos en esas coincidencias que, a
veces, muestran su sintonía con Michel.
Las dos percibieron, desde muy jóvenes (de
veinteañeras), que las mujeres vivían marginadas, discriminadas y subordinadas
por los hombres. Claramunt lo entendió primero desde lo social y Goldman desde
lo personal, ambas acabaron entendiendo que la situación de las mujeres tenía
esa doble dimensión: social (su condición de trabajadoras textiles) y personal
(sus relaciones de pareja). Goldman se lo explicaba a Max Nettlau
en 1935:
«La
condición femenina me toca profundamente. He visto muchas tragedias en las
relaciones entre hombres y mujeres; he visto demasiados cuerpos devastados y
espíritus destruidos por la esclavitud sexual de la mujer por no sentir con
profundidad la importancia de la cuestión o por no expresar mi indignación
hacia el comportamiento de la mayor parte de ustedes, estimados señores»[10].
La propia
Goldman tuvo que sufrir la actitud superior y desdeñosa de sus «estimados
señores», compañeros de lucha que ninguneaban la cuestión femenina como algo
intrascendente y a ella como «hembra» que debía dedicarse a las tareas propias
de su sexo y a la maternidad. Se negó en rotundo a perder su autonomía y su
personalidad a costa de muchas renuncias que nos indican el valor que para ella
tenía este asunto. El recorrido de Claramunt fue muy similar.
Ambas
alimentaron sus ideas con la experiencia vivida ya que eran
dos mujeres muy arraigadas a la realidad más que a la ideología. Además, eran
conscientes de su falta de instrucción, pero daban valor a la experiencia como
método de conocimiento válido. Las dos recurrieron al autodidactismo, a
formarse por sí mismas, aunque Goldman, gracias a los recursos económicos de
amigos acomodados pudo acceder a una educación académica.
Las dos se
resistieron a definirse como feministas porque lo identificaban con el
sufragismo. Claramunt, desde su feminismo obrerista lo rechazaba porqué lo
consideraba burgués, por eso afirmaba: que había «muchos entusiastas de la
emancipación de la mujer, pero pocos de su dignificación». Consideraba que el
feminismo burgués entendía la emancipación de la mujer como «libertad relativa,
ficticia», sin ocuparse de:
«(…)
emanciparla de la tutela que en ella ejerce el tutor ambicioso y explotador,
como también darle rudimentarias nociones científicas que nada dan de por sí,
puesto que no alcanza a todas las clases de la sociedad, ya que solo sirve para
la clase ALTA y aun la MEDIA…».
Goldman escribió
varios ensayos dedicados a la situación de las mujeres[11] en los que se aprecia que su
manera de entender el feminismo poco tenía que ver con el sufragismo y su
feminismo igualitario que consideraba que la igualdad de las mujeres ante las
leyes resolvería la discriminación que estas sufrían. Su manera de entender las
leyes y el sufragio, su conciencia de clase como trabajadora que era y su
manera de entender la transformación social, ponían en evidencia el abismo que
la separaba de las sufragistas. Este fragmento muestra este «abismo»[12]:
«El desarrollo de la mujer, su libertad, su independencia,
debe provenir de ella misma. Primero, a través de su reafirmación como persona,
y no como objeto sexual. Segundo, mediante el rechazo de cualquier derecho que
se pretenda imponer sobre su cuerpo; rechazando el tener hijos a no ser que los
desee; rechazando ser una sierva de Dios, del estado, de la sociedad, del
marido, de la familia, etc. haciendo su vida más simple, aunque profunda y
rica. Esto es, tratando de aprender el significado y el sentido de la vida en
todas sus complejidades, liberándose del temor a la opinión pública»
Goldman y Claramunt interseccionaron el género con
la clase social como ya había hecho Michel y resaltaron otras formas de
dominación masculina más allá de las leyes y el derecho al voto. Goldman tuvo
una intuición brillante, vio algo inaudito a principios del siglo XX en el
feminismo, a saber, que las mujeres, dominadas por los hombres,
aplicaban a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el
punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como
naturales (la familia, el tipo de sexualidad, la maternidad, etc.). Esta manera
de entender la dominación de que eran objeto las mujeres desvelaba las
dificultades con que contaba la rebelión contra los dominadores.
En
efecto, ella supo ver que el acceso al trabajo y al voto no suponía la
emancipación de las mujeres, que el hecho de que las mujeres hubieran accedido
a la independencia de los «tiranos exteriores» no les hizo entender que los
«tiranos internos» (los convencionalismos éticos y sociales) eran mucho más
peligrosos para sus vidas[13].
Claramunt compartía con ella el rechazo a la vía electoral, pero
daba una importancia capital al acceso al trabajo y a la educación, base del
feminismo social que sintetizó en su
folleto La mujer (1905),
verdadero texto fundacional del feminismo anarquista español. Para ella, la
mayoría de las mujeres trabajaban en trabajos sin cualificación y mal
remunerados (sufriendo abusos sexuales). El reconocimiento de que la esclavitud
de la mujer venía de la dependencia económica respecto al hombre llevaron a
Teresa a señalar que la autonomía
femenina pasaba por la autonomía económica y además a cuestionar la explotación que sufría la obrera.
Las mujeres debían liberarse de cualquier proceso de
dominio, de las servidumbres externas e internas, y esto exigía que se
rompieran las barreras de la dependencia para poder manifestar sus deseos e
inclinaciones. En este proceso, la concepción de la sexualidad y el amor tenían
gran importancia. Goldman veía en la sexualidad y el amor una fuente de energía
creativa, una fuerza vital en el proceso de transformación. Era partidaria de
vivir la revolución en la vida cotidiana partiendo de las relaciones íntimas. Las uniones
libres, que también defendía Michel, eran la alternativa a las familias basadas
en matrimonios desiguales. Claramunt consideraba que las mujeres asociadas y
conscientes debían poner en marcha una revolución
de los cuidados, una «revolución de las costumbres, empezando por nuestros
hogares»[14]. Esta revolución doméstica se basaba en una
dura crítica al matrimonio y la familia burguesa y en la defensa de las uniones
libres basadas en «la libertad vivificadora [y] la igualdad de condiciones en todos
los seres humanos». La dominación de las mujeres no sólo se daba en el espacio
del taller o la fábrica sino también en la familia. Claramunt afirmaba que
tenía que cambiar la opinión general de que «ser buena mujer, consiste en
resignarse a ser la esclava del marido, aplaudir sus sandeces y someterse a ser
mueble de lujo o bestia de carga». Y añadía:
«El vulgo, el necio vulgo, puede seguir dispensando el dictado de
buenas mujeres a las que esperan resignadas el regreso del marido hastiado de
sus vicios y que luego le reciben con el halago servil al amo, al dueño, al
señor, más yo no puedo ocultar el enojo que me produce esta conducta, porque,
con ella sólo se demuestra capacidad para ser siervas, no compañeras del
hombre»[15].
Ambas pensaban que las mujeres no eran tratadas de
acuerdo con el mérito de su trabajo, sino más bien por su sexo. Por tanto,
afirmaba Goldman: «es casi inevitable que deba pagar por su derecho a existir,
por su situación, con favores sexuales. Así, es simplemente una cuestión de
grado el que se venda a un hombre, dentro o fuera del matrimonio, o a muchos
hombres. (…) la inferioridad económica y social de la mujer es la responsable
de la prostitución»[16].
Para ambas, como anarquistas que eran, el centro de
gravedad de la sociedad era la persona, así lo explicaba Goldman:
«Comenzaré
admitiendo que, sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que
tratan de las diferencias fundamentales entre los varios grupos humanos, de las
distinciones de clase y raza, dejando de lado todas las separaciones
artificiales entre los derechos masculinos y femeninos, mantengo que existe un
punto donde estas diferenciaciones coinciden y se desarrollan en un todo
perfecto.
(…)
La
paz o la armonía entre los sexos y los individuos no depende necesariamente de
una superficial igualación entre los seres humanos; ni tampoco supone la
eliminación de los rasgos y peculiaridades individuales. El problema al cual
tenemos que hacer frente actualmente, y que en un futuro cercano se resolverá,
es cómo ser una misma al tiempo que una unidad con los demás, sentirse unida
profundamente con todos los seres humanos y aun así mantener nuestras propias
cualidades características»[17].
Por
ello, ambas, coincidiendo con Michel, eran contrarias a «la absurda noción del
dualismo de los sexos o que el hombre y la mujer representan dos mundos
antagónicos»[18].
Se confiaba
en una especie de equilibrio entre hombres y mujeres que pondría en marcha el
proceso revolucionario en el cual la mujer sería una compañera y no una
subordinada. Las
mujeres si se emancipaban lograrían ser seres humanos en el verdadero sentido.
Para que las mujeres lleven a cabo la verdadera
emancipación tenían que mirar de frente a la libertad, para ello debían desarrollar
una regeneración interna y aprender a mantenerse firmemente defendiendo su
libertad sin restricciones, en definitiva, debían tener personalidad: capacidad
para pensar independientemente.
Concluyendo, no entendemos la genealogía
con una visión lineal que camina por la línea de Cronos de causa a consecuencia
indefinidamente. Entendemos la genealogía como una figura nodal en la que
confluyen acontecimientos, personas con vivencias encarnadas, agencias
inauditas, espacios que se convulsionan, mundos inesperadamente posibles. La
genealogía se alimenta y crece arraigada a la realidad, redefiniéndola y
enriqueciendo posibilidades cuando se logra impulsar hacia la visibilidad
aquello «incontado», escurrido del relato.
La Comuna fue un legado que se expandió como polvo de estrellas dándose a
conocer y generando posibilidades para que otras mujeres, en otros países,
construyeran un feminismo vinculado al anarquismo. Un feminismo que ni siquiera
reclamaba el término desconfiando de su apariencia de orden, de clase media, de
mujeres blancas leídas que buscaban su espacio en la sociedad en la que habían
nacido. Ahí no cabía un feminismo proletario, de obreras analfabetas, de
mujeres autodidactas, de rebeldes fabriles, de activistas defensoras del amor
libre, de mujeres agnósticas y ateas. Decididas a redefinir
la realidad, a transformar su existencia, a gestionar de otro modo su
cotidianidad se embarcaron en huelgas, protestas, manifestaciones, revueltas y
revoluciones.
Luchadoras incansables, altruistas,
dedicadas a la causa de los más desvalidos, sus personalidades exhibían un
profundo coraje, una inteligencia despierta y una dedicación a tiempo completo.
Las tres murieron pobres en lo material, pero ricas en experiencias habiendo
transitado por un feminismo obrerista y anarquista cuyo eco llega hasta hoy
gracias a esa genealogía que hemos dibujado en breves pinceladas.
Emma Goldman (1996): Viviendo mi vida (Tomo I). Madrid,
Fundación Anselmo Lorenzo, pp. 196-198.
Emma Goldman, “El sufragio
femenino” (1911), en Emma Goldman. La palabra como arma, pp. 143-144.
Emma Goldman, “La tragedia de la emancipación de la mujer”
(1906), en Emma Goldman. La palabra como arma, pp. 98-99.