El libro de Enzo Traverso[1]
que nos sirve de base para esta reflexión pivota sobre dos pilares: la figura
del intelectual y la necesidad de pensar sobre Auschwitz.
Entonces, como ahora, la intelectualidad debería
partir de una posición crítica para encarnar la heterodoxia, la disidencia y el
pensar sin ataduras. El anticonformismo, la inquietud existencial y la mente
abierta, son el punto de partida imprescindible para “alertar del incendio”, es
decir, dar la alarma, reconocer la catástrofe, nombrarla y analizarla.
Hoy muy pocos intelectuales son capaces de mantener
estas posiciones críticas e inconformistas que nos alerten del incendio. Algo
parecido ocurrió en el contexto del nazismo y la II GM, solo una minoría fue
capaz de mantener la mente abierta y alertar de la catástrofe que se estaba
fraguando. Muchos intelectuales fueron colaboracionistas o formaron parte de la
multitud de cegados, que no vieron
nada de lo que ocurría a su alrededor.
Como señala Dasa Drndic en su
excelente novela Trieste:
Los observadores ciegos, la gente “normal”, son los que hacen apuestas seguras, son los que no arriesgan. Ellos quieren vivir sus vidas sin interrupciones. En la guerra, e ignorando la guerra, esos observadores ciegos giran la cabeza con indiferencia y rehúsan activamente saber nada. Su autodefensa consiste en un escudo duro. Encerrados en su cápsula, se regocijan como larvas.
Los hay en todos los sitios. En los gobiernos neutrales de los países neutrales, entre los aliados, en los países ocupados, entre la mayoría, entre la minoría, entre nosotros. Somos nosotros, los bystanders.
Traverso considera que hubo cuatro grandes grupos de
intelectuales:
*Los colaboracionistas,
que no se tratan en el libro.
*Los no traidores sino trágicamente cegados ante el genocidio.
*Los llamados “alertadores de incendio”:
intelectuales judíos exiliados que ven e
intentan pensar Auschwitz, desarraigados en el aspecto social y
anticonformistas en el cultural.
*Los supervivientes:
especialmente quienes convirtieron Auschwitz en la fuente inspiradora de su obra y, por tanto, plantearon la
imposibilidad de pensar la vida y la cultura al margen de esa ruptura.
El libro recoge la huida de algunos intelectuales
que no vieron la importancia de la
catástrofe y las de aquellos que reflexionaron y pensaron sobre ella para
analizarla, bien desde sus propias vivencias o bien por percibir enseguida la
magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Auschwitz aparece en estas páginas como el producto
legítimo y auténtico de la civilización occidental y, por ese motivo, la
intelectualidad tenía la obligación de reflexionar sobre los Lager para comprender una sociedad
contaminada por la barbarie. La Solución final hundía sus raíces en el seno de las
sociedades del siglo XX, aparecía como un test de las posibilidades ocultas de
la sociedad moderna. En este proyecto fatal se unió la monopolización estatal
de la violencia con la producción adecuada de indiferencia moral.
Auschwitz fue también el resultado de la fusión de
la biología racial con la técnica y las fuerzas de destrucción de las
sociedades industriales. Este genocidio partió del encuentro fatal del
antisemitismo moderno, biológico y
racial, con el fascismo, dos polos oscuros y siniestros de la modernidad que
encontraron una síntesis en Alemania, pero que por separado ya estaban
ampliamente difundidos en la Europa de entreguerras (pp. 248-249). Los campos
de exterminio no representan una “regresión” hacia el pasado sino un fenómeno
histórico radicalmente nuevo: uno de los rostros de nuestra civilización.
Al sacar a la luz la dialéctica profunda del proceso
de civilización, con todo el potencial de violencia e inhumanidad que implicaba,
Auschwitz supuso una ruptura de civilización. La Solución final constituyó una
cesura histórica porque el judaísmo era una de las fuentes del mundo
occidental. Exterminar a los judíos significaba socavar las bases de nuestra
civilización. Con los campos de exterminio se cuestionó radicalmente el
fundamento mismo de la existencia
humana. En este sentido Auschwitz constituyó un “eclipse de lo humano” (pp. 251-252).
Para concluir, una reflexión de Primo Levi que
consideraba que pese a la importancia de la reflexión, las palabras nunca
podían estar a la altura de la herida que designaban. Sería vano buscar en
ellas un refugio o un consuelo e ilusorio confiarles la tarea de una
comprensión definitiva (p. 189).
[1]
Enzo Traverso (2001): La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales.
Herder, Barcelona.
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