El feminismo liberal, que se refleja
y se expresa en las cuatro revistas femeninas que se están analizando, desarrolló
una dura crítica a los planteamientos que defendían la inferioridad de las
mujeres. Esta crítica se completaba con el cuestionamiento de algunos aspectos
del discurso de la domesticidad que configuraban el prototipo de mujer, que se
ha denominado Ángel del Hogar o Perfecta Casada. Ya se ha explicado con
anterioridad que el rol social de la mujer se definía a partir de la maternidad
y que ese hecho provocaba que su función social y sus espacios de actuación
quedaran limitados al terreno doméstico de la familia y el hogar. La mujer era
el ángel del hogar que se dedicaba en
cuerpo y alma a la familia pero siempre con modestia y sumisión dada su
posición de inferioridad respecto al hombre.
LA ESCUELA DE LAS MUJERES. MOLIÈRE
Aún cuando los hombres reconocían la
valía social del papel femenino en la sociedad, este papel siempre se ejercía
desde una posición de inferioridad respecto a ellos. A pesar de que al
feminismo liberal le costaba mucho romper con el prototipo de mujer tradicional,
cuestionaron algunos aspectos visibles de la desigualdad como la institución del matrimonio, la coquetería
y la frivolidad, que se consideraban defectos femeninos y, sobre todo, la
ignorancia y el fanatismo. Resulta reveladora la aparición de artículos
críticos con la moda, de la que por otra parte estas revistas femeninas no se
acababan de desligar porque era uno de los atractivos con el que contaban para
vender las revistas. Conscientes de que esta posición crítica con el modelo de
la domesticidad les acarreaba el apelativo de marisabidillas, no dudaron en escribir al respecto.
La inferioridad e incapacidad de la
mujer era justificada por los hombres, que no eran sabios y sensatos,
con argumentos diversos, uno de los cuales era que el cerebro de la mujer
pesaba menos que el del hombre y por ese motivo tenía menor capacidad
intelectual.
Era mucho más habitual el argumento de que “la mujer solo sirve para el
sentimiento y (…) los instintos suplen en ella el conocimiento”, por tanto, no
era necesario proporcionarle una cultura completa que solo estaba reservada al
hombre. Fuera porque la mujer tenía, por naturaleza, una inteligencia pequeña,
o fuera por abandono de la parte racional de la mujer, la realidad era que se
había descuidado su educación hasta inutilizarla por completo, mutilando su
inteligencia y produciendo la mencionada inferioridad intelectual de la mujer.
La inferior inteligencia femenina
provocó que ésta fuera destinada “a insignificantes trabajos y recluida al
hogar doméstico para ejercer la labor mecánica de la casa”,
pero también “se le desconocieron (…) derechos” y se le impuso la obligación de
obedecer al marido”.
Tan larga había sido esta
incapacitación, “este abatimiento”, que
la mujer “apenas se atrevía a dar crédito a los que generosamente venían
a despertarla de su letargo”.
Los argumentos de la costumbre y la historia, como prueba de la inferioridad
femenina, eran invalidados entre otras cosas porque la mujer había “podido
luchar y aún vencerle en muchos casos en las ciencias, en las bellas artes, en
el gobierno de los pueblos y hasta en el campo de batalla”.
Otros argumentos contra la igualdad
de hombres y mujeres en el terreno de la política, la ciencia y la sociedad,
como los que daba Homo en una carta dirigida a la directora de La Muger,
eran su carácter antinatural e
ilógico, ya que:
Una
mujer graduada de Doctora en medicina y cirugía o en derecho civil y canónico,
es para nosotros, lo mismo que una mujer
sabia, y a éstas no las podemos ver. (…)
Nosotros,
amables lectoras, no acostumbramos a enamorarnos de mujeres sabias, ni mujeres
políticas (…), no es esa vuestra misión; dejad para los hombres tan rudas
tareas, tan escabrosas contiendas (…), vuestra misión, vuestro destino es algo
más elevado y útil; para algo más que para politiquillas
intrigantes o inconcientes (sic) marisabidillas
(…) os ha colocado Dios al lado y como compañera del hombre”.
La misión y el destino de la mujer eran, según Homo,
“los deberes maternales o filiales”, que quedaban desatendidos si la mujer se
dedicaba al estudio o a la política. Homo, sin embargo, afirmaba que no estaba
en contra de la mujer instruida, estudiosa, poetisa o literata, siempre y
cuando la educación de la mujer sirviera como base de la familia y de la
sociedad, al tiempo que “garantía de estabilidad para el hogar doméstico”. Si
no era así y la mujer acababa siendo una marisabidilla
inconsciente, que entraba en el terreno del hombre, vendría el castigo:
“nosotros (…) no nos enamoramos de mujeres sabias, ni mujeres políticas”. La
acusación de marisabidilla era “el
sambenito de todas las mujeres que se atrevían a salir de las grandes
ocupaciones del puchero y la calceta”. La marisabidilla
era pedante e inmodesta por el mero hecho de ser instruida.
Homo defendía un discurso de la domesticidad sin fisuras con una encendida
defensa del prototipo de mujer ideal que era el ángel del hogar, la marisabidilla
era una clara fisura que se intentaba ridiculizar y a la vez amedrentar.
Therese Coudray, a quien le dirigió
Homo su carta, arremetió contra el publicista Joaquín Galdieri que había
afirmado: “Nosotros queremos pocas doctoras y muchas buenas madres de familia”.
La respuesta de Coudray fue: “¿cómo educará a los hijos la mujer si es frívola
o está saturada de absurdas creencias?”. Coudray
no tuvo problema en hacer suyo el término marisabidilla, “como nos califican
los tontos presumidos”.
El
feminismo liberal, a pesar de algunos llamamientos a que las mujeres no
abandonaran su esfera, su función social, defendían la educación de la mujer
como objetivo irrenunciable. Si se
educaba a la mujer, “con conocimientos útiles”, desaparecían sus peores defectos: la mentira,
el fingimiento, la coquetería, la excesiva sensibilidad, la
frivolidad y la candidez ante la seducción masculina, así “el
interior doméstico de sus familias es más ordenado y dichoso” y “desaparece la
presunción ridícula de las antiguas Marisabidillas”.
A pesar de la solidez del discurso
de la domesticidad fueron apareciendo, como señala Mª Dolores Ramos, en los pliegues
ideológicos, líneas de fuga, desvíos o, incluso, significativas rupturas en
dicho discurso.
En estas revistas se empezó a criticar el prototipo del ángel del hogar y la dedicación de la mujer en cuerpo y alma a la
familia. El prototipo de mujer, la “sacerdotisa del hogar”, fingía muchas veces
una ternura, una dicha y un optimismo en beneficio de su familia, que no sentía por estar triste o sufrir.
El hogar
se convertía en muchas ocasiones en un espacio de tiranía:
“(…)
nuestra dignidad nos obliga a defendernos contra nuestro tirano que es el
hombre. ¡El
hombre! Ese pequeño tiranuelo, símbolo del despotismo, que se constituye en
pequeño monarca absoluto del hogar doméstico, con todas las formas y
procedimientos de un dictador omnipotente, sumergiendo a la fiel compañera de
sus días en el abismo profundo de la humillación más baja (…)”.
El matrimonio se podía convertir en
una trampa porque el hombre, “infame seductor o (…) ente estúpido”, subyugaba a
la mujer con “el pretendido poder que cree le reviste la circunstancia de ser
el esposo”.
Por tanto, llamar a la mujer casada, compañera, era un “sarcasmo disimulado” ya
que la realidad no respondía a ese ideal:
“Jurídicamente, la mujer no puede negociar,
contratar ni realizar una porción de actos, que son permitidos a su compañero.
Socialmente no puede moverse ni ejercer ciertas libertades concedidas a su
socio. La milicia, la magistratura y otras profesiones (…) están cerradas para
la mujer, de modo que en la parte civil es una especie de nulidad”.
Mientras el marido “vive en la
calle”, la mujer “vive en la casa”. El hombre no se ocupaba ni de la casa ni de
los hijos y cumplía con “acercarse al lecho, y retirarse deseando el alivio”.
La propia maternidad se convertía en
una mixtificación bajo la que se escondía que el hombre:
“(…) ha considerado siempre a la mujer por
su debilidad física, como una fábrica destinada a la producción de la
multiplicación humana, como esclava servil de sus necesidades físicas y
morales…”.
Las faenas domésticas se observaban
también con otra mirada y no eran otra cosa que insignificantes y mecánicos quehaceres que el hombre había
destinado a la mujer por considerar que, por naturaleza, disponía de poca inteligencia.
Sin embargo ni la mujer era menos inteligente, ni los hombres realizaban
trabajos que precisaran un entendimiento
privilegiado. Por tanto:
“(…)
también el hombre debe ocuparse en aquellos trabajos que por capricho y no por
razón fundada se han pensado de la exclusiva competencia de la mujer…”. [Sería
una puerilidad decir que el hombre] “desmerecería si descendiera de su pedestal
para ejercer a la vez las funciones mecánicas y modestas de la mujer (…)”.
Si la
mujer en casa sólo se dedicaba a ocupaciones “aprendidas con el mover de los
pies en una cuna, el manejo de la sartén y las calcetas”, nunca sería capaz de
desarrollar valores como la discreción, la dignidad y el sentido del deber. Estas ocupaciones manuales tradicionales de las mujeres hacendosas, de las
que se podía librar por los adelantos de la industria moderna:
“(…)
además de consumir tiempo valioso, empobrecen la inteligencia, matan la
energía, degradan el carácter y, lo que es peor, aumentan a la larga el
presupuesto de gastos de la familia. ¡Dios nos libre de estas mujeres
hacendosas!”.
La mujer perfecta era puesta en cuestión desde el punto de vista
social:
“(…)
porque no comprende su significación en la sociedad, no se toma interés por
ésta, no ejerce directamente la influencia benéfica que puede proporcionar y la
indirecta que tiene por mediación de sus hijos o del esposo: es corruptora y
dañina”.
[Muchas
mujeres] “(…) cuando dirigen sus miradas a los acontecimientos sociales, esas
miradas son vagas e indiferentes y si alguna vez fijan su atención y se les
nota interés por ellos, es por lo que se relacionan con la felicidad o
desgracia, en la vida del hermano, del esposo o del hijo”.
[Miran]
“(…) todo bajo el prisma de ese egoísmo sublime para el hogar, pero dañino a la
sociedad, ya que impiden que sus hijos y maridos hagan efectivo con actos el
alto sentido social que en muchos de ellos se ve”.
“(…)
el hogar es un centro de abnegación para la familia, pero un núcleo de egoísmo
para la sociedad”.
Si había un aspecto que reflejaba la
desigualdad, y era especialmente cuestionado por el feminismo liberal, era la
ignorancia y el fanatismo de las mujeres. En La Muger se criticaba que hubiera:
“(…) almas tan cándidas, que creen que la
ignorancia y el fanatismo debe ser la base sobre la cual debe descansar el
sacrosanto templo de la familia; sin hacerse cargo que esa teoría
antiprogresiva, es la causa principal de las calamidades domésticas (…)”.
Criticaba, Amparo, la educación para
el mal que recibía la mujer, ya que desde pequeñas se educaba a las mujeres
para que fueran orgullosas, derrochonas
y coquetas, en cambio se las educaba para que nunca dijeran ni demostraran lo
que sienten.
Las supersticiones eran consideradas
como “rémora del progreso” y causantes de la esclavitud del hombre. Si en los
tiempos primitivos era lógico que cualquier cosa que no se explicaba provocara
miedo y terror, resultaba grave que en el siglo XIX se siguiera creyendo
en supercherías como la adivinación, las
hechicerías y los sortilegios.
La ignorancia y el fanatismo se
debían a que el hombre había acaparado siempre los medios de educación y de
progreso que a la mujer negó:
“Queréis
la mujer apartada de las aulas y la vida activa; que sepa pocas filosofías;
tímida, modesta, inocente, candorosa, que se inflame sin saber cómo y cual la
mariposa perezca en la llama sin saber porqué (…)”.
Por último eran llamativas algunas
críticas esporádicas que se llevaron acabo contra la moda. Llamativas porque
estas revistas vivían en parte de la atracción que ejercía sobre la mujer, la
moda. La Ilustración de la Mujer, presentó
a partir del nº 5, su suplemento, Revista
de modas y salones, que justificaba su existencia señalando la importancia
de “ese código no escrito del buen gusto, de la decencia y de las formas
(…)”, aunque para otros las modas eran
“una de las grandes flaquezas del sexo femenino”.
Por esta razón, Nicolás Díaz de Benjumea, consideraba absurda la existencia de
una asociación, aparecida en Inglaterra, que estaba preocupada por los trajes
femeninos “racionales e higiénicos” y consideraba que la variedad de trajes era
positiva,
al igual que el interés de la moda por parte de los hombres.
El Álbum del Bello Sexo fue radical en las críticas a las modas, como
el uso de los tacones altos y ajustarse
la cintura extremadamente, afirmaba que era una moda ridícula y que debía
“combatirse sin descanso por dar origen a varias enfermedades peligrosas y
graves”.