Resulta llamativo que muchas autoras que se inscriben dentro del feminismo antipunitivista ignoren, dentro de las trayectorias que analizan el aparato represivo del Estado, la cultura del castigo y la utilidad de las cárceles, al anarquismo.[1] No pretendo realizar una reflexión sobre cómo entiendo la anarquía y los anarquismos, pero voy a adentrarme en un tema, el del castigo de las violencias de género, especialmente a través de los dispositivos penales y coercitivos del Estado (policía, derecho penal, sistema judicial, cárcel, frontera, etc.), y quiero dejar clara la mirada desde la que lo haremos: el feminismo anarquista.
Dice Catherine Malabou[2] que el anarquismo «es ante
todo un combate contra los mecanismos de dominación, que desborda la esfera
estatal (…) para abarcar todos los ámbitos de la vida (…)»; la lucha contra la
subordinación ha sido (y es) una constante dentro de los anarquismos, tanto
históricos como actuales. Si la
dominación desborda el Estado, el anarquismo no es solo lucha contra el Estado,
pero su lucha lleva implícita la resistencia al Estado, puesto que es un
elemento que está presente en dicha subordinación.
El anarquismo es incompatible con el Derecho entendido
al modo del positivismo legalista y estatista, así como con las leyes por ser
mandatos del Estado. No confunde justicia con Derecho, puesto
que las leyes son expresión de la autoridad de unas personas sobre otras y no
pueden aceptarse como justas.[3] En la medida en que unas personas
amenazan a otras con el castigo de la cárcel o incluso con privarlas de la vida
para que lleven a cabo ciertos comportamientos y se abstengan de otros, las
leyes niegan la libertad. Por lo mismo, atentan contra la igualdad al
establecer una jerarquía intolerable: la desigualdad entre quienes mandan y
quienes obedecen, dialéctica de la que las leyes no se pueden librar. Por mucho
que se diga que defiende los intereses generales, las leyes son la protección
expresa de los privilegios. Por otro lado, los dogmas del positivismo
estatalista, a saber: la omnipotencia del legislador y el culto legal,
significan una fe en la capacidad de las leyes para resolver todos los
problemas sociales[4]
que no podemos compartir.
La cultura del castigo, intrínseca al sistema penal,
siempre es selectiva, por lo que uno de los objetivos del anarquismo es
desmontar la naturalización del Derecho que la Modernidad ha generalizado para
proteger al capitalismo.
1-Identidad femenina, sexualidad y
violencia
Los feminismos
de los primeros ochenta años del siglo XX se centraron en consolidar una
identidad y un discurso identitario construido sobre la base de las diferencias
existentes entre mujeres y hombres, lo que se denominó diferencia de género.
Pero esa identidad trabaja con la lógica de la taxonomía de la Modernidad.
Hemos sido subjetivadas y excluidas (mujeres, gays, trans, lesbianas, etc.) y,
al mismo tiempo, hemos utilizado ese lugar para producir una forma de identidad
que interpela al poder que nos subjetiva. Esa interpelación puede llevarnos a
cambios que se pueden considerar positivos como es el caso de leyes nuevas,
reconocimiento social, acceso a derechos antes inexistentes, etc.
Ese discurso identitario que ha logrado avances en el
camino de la igualdad legal con los hombres ha llevado a algunos sectores del
feminismo a naturalizar la categoría «mujer» pensada como privilegio,
desarrollando una política
de identidad normativa y excluyente. Las identidades sexuales y de género han
sido tratadas por ese sector del feminismo como elementos fijos, reforzando las
divisiones binarias (hombres-mujeres, heterosexuales-homosexuales), que regulan
los deseos, las prácticas sexuales y las relaciones sociales en general.
De hecho, la construcción de la identidad femenina
ha estado basada en la sacralización de la sexualidad de las mujeres y del
cuerpo femenino que solo se entrega en contextos de seguridad y afecto. En la
misma línea, la normativa de género ha vinculado la feminidad con una
emocionalidad frágil necesitada siempre de protección. Estas ideas construyen
un imaginario perjudicial para las mujeres, puesto que la sacralización de la sexualidad
femenina tiene como contrapartida la concepción de la sexualidad masculina
como intrínsecamente violenta e irrefrenable. Desmontar la pureza de la
sexualidad femenina supone desmontar en paralelo la idea de la intrínseca
violencia sexual masculina. Como señala L. Macaya,[5]
los efectos de la violencia sexual dependen de los significados que concedamos
a la sexualidad y al cuerpo femenino y no inspira confianza precisamente el
hecho de que la creación de estos significados haya estado en manos del sistema
heteropatriarcal y sus normativas de género.
Nos parece de gran
relevancia, para enfocar mejor las luchas del feminismo anarquista, no
naturalizar la sexualidad y entender que sus pautas hegemónicas son un producto
cultural derivado de una construcción de género binaria, sexista y
heteronormativa.
Por otro lado, esa
misma sacralización de la sexualidad femenina y, por ende, de la vagina, ha
llevado aparejada la consideración de que los ataques a nuestra sexualidad tengan
repercusiones gravísimas y patológicas en nuestra psique. Este planteamiento
patriarcal convierte la violación en un mal tan temido que alimenta el miedo y
la indefensión de las mujeres o de aquellas personas percibidas como mujeres.
El miedo acaba convirtiendo la sexualidad en una fuente de peligro que puede
privar a las mujeres de explorar con libertad la propia forma de existencia, de
disfrutar libremente y de divertirse. El afán de seguridad y de protección
puede acabar situando a las mujeres en la pasividad y la sumisión, necesitando
amparo siempre por su incapacidad para tomar decisiones y enfrentarse a una
situación percibida como peligrosa.
Esta manera de enfocar
la violencia contra las mujeres, particularmente la violencia sexual, es fácil
que nos conduzca a adoptar posturas individualizantes que sitúan a la categoría
«hombre» y a los hombres bajo sospecha permanente, situándolos como enemigos y,
por tanto, favoreciendo perspectivas punitivas y castigadoras. Como
señala L. Macaya, culpabilizar al individuo concreto y desresponsabilizar de la
violencia a las instancias e instituciones que sostienen el sistema
heteropatriarcal causante de las violencias suele ser la solución
que promueve el Estado (no quitamos, por ello, la responsabilidad de los
comportamientos agresivos a los hombres concretos). Si no indagamos en lo que
hay detrás de la violencia, será difícil buscar posibles soluciones ajenas a la
lógica del castigo, que de poco sirve para acabar con dichas violencias.
[Continuación el día 13 de agosto]
Publicado en la revista Redes Libertarias, nº 1
[1]
Este
artículo forma parte de una serie de textos iniciada con Laura, Vicente, “Construyamos el
anarcofeminismo del siglo XXI”, Libre Pensamiento 102 (primavera
2020), pp. 63-69; “A vueltas con ‘lo trans’ desde el anarcofeminismo” Acracia,
(5 marzo 2022) https://acracia.org/a-vueltas-con-lo-trans-desde-el-anarcofeminismo/ y Kaos
en la red, (8 de marzo 2022), https://kaosenlared.net/a-vueltas-con-lo-trans-desde-el-anarcofeminismo/ ; “Anarcofeminismo para el siglo XXI:
Genealogía”, Acracia, (4 abril 2023), https://acracia.org/anarcofeminismo-para-el-siglo-xxi-genealogia/ y Kaos en la red (5 de abril 2023), https://kaosenlared.net/anarcofeminismo-para-el-siglo-xxi-genealogia/
[2] Malabou,
Catherine, ¡Al ladrón! Anarquismo y filosofía. Santiago de Chile y
Donostia, La Cebra, Palinodia, Kasilda, 2023, p. 28.
[3] Ribaya, Benjamín, «Anarquismo
y Derecho».
Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), Núm. 112, Abril-Junio 2001,
p. 90.
[4] Ribaya, «Anarquismo
y Derecho»,
p. 92.
[5]
Macaya Andrés, Laura, «Contra el feminismo punitivo: herramientas para destruir la casa del amo», 11/06/2018. https://catalunyaplural.cat/es/contra-el-feminismo-punitivo-herramientas-para-destruir-la-casa-del-amo/
GRACIAS
ResponderEliminarA ti por leerlo.
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