Hay
términos que para la izquierda son intocables, uno de ellos es el de
antifascismo. Os preguntaréis porqué vengo a sembrar dudas sobre este término,
¿quién no se siente bien bajo el paraguas del antifascismo? ¿quién no comparte
su carácter mítico y heroico que procede del siglo XX?
Hace
tiempo que empezaron mis dudas, pero sabedora del «jardín» en el que me iba a
meter, preferí mirar hacia otro lado.
Deje
de ir a algunas manifestaciones «antifascistas» cuando la mutante Convergència
i Unió, hoy Junts per Catalunya, partido de derechas con largo recorrido y apoyo
del gobierno progresista actual, se presentaba en estas manifestaciones durante
el llamado «proceso» (alguien se acuerda a estas alturas ¿proceso, de qué?).
Pero no es este el tema del que quiero hablar, lo saco a colación por las dudas
que me asaltaron cuando la derecha catalana apareció en las manifestaciones
antifascistas.
Las
dudas llovían sobre mojado si me remontaba a la II República y a la Guerra
Civil. Los sectores republicanos eran mayoritariamente burgueses, aunque
algunos tenían apoyo popular y desarrollaron políticas que buscaron mejoras
para estos sectores (hoy los llamaríamos «fuerzas progresistas»). La coyuntura
no les favoreció demasiado porque los años treinta fueron años de crisis
económica grave y el auge de las dictaduras en Europa, algunas fascistas, era
preocupante. Quizás por ese motivo la URSS decidió abandonar la posibilidad de
extender la revolución para impulsar el frentepopulismo y asociarse con
partidos burgueses, pero democráticos, para luchar unidos contra el fascismo.
Entonces nos enteramos de que a través de las urnas no se derrota al fascismo pese
al empeño de la III Internacional y del Partido Comunista soviético por
convencer a los sectores populares de que sí era posible (de poco sirvió
aquella experiencia puesto que hoy siguen con la martingala de que votemos para
derrotar a la extrema derecha).
Pero
el movimiento libertario no acepto esta estrategia del frentepopulismo porque
no confiaba en que el voto derrotara al fascismo (aunque pudieron votar en 1936
para sacar de las cárceles a los miles de presos que tenían), ni pudiera lograr
la soñada revolución de la que llevaban mucho tiempo sentando las bases, para
aprovechar la primera oportunidad que se produjera.
La
revolución que estalló el 19 de julio de 1936, como consecuencia del golpe de
Estado de una parte del ejército contra la II República, tuvo una peculiaridad
destacada respecto a otras revoluciones del primer tercio del siglo XX: la
encabezó el movimiento libertario que agrupaba a anarquistas,
anarcosindicalistas y sectores libertarios.
Durante
el verano de 1936 esa revolución pareció posible allí donde el movimiento
libertario era mayoritario: se formaron Comités de Milicias, se produjeron
expropiaciones y se formaron las primeras colectividades, las milicias eran la
plasmación del «pueblo en armas» y se produjo una profunda transformación de la
vida, es decir de los cuidados, en los que las mujeres tuvieron un papel
fundamental.
El
enemigo a batir era poderoso y estaba bien armado por las potencias fascistas y
el abandono de las democracias europeas que se declararon neutrales. Pero los
enemigos de la revolución eran transversales, no los constituían solo el bando
insurrecto apoyado por las derechas. Dentro del bando republicano había
sectores que estaban dispuestos a todo para hacerla fracasar. El
cuestionamiento del Estado, del Ejército, de la propiedad privada, del
patriarcado, de la Iglesia católica y de tantos otros aspectos de la dominación
disgustó hasta tal punto a republicanos, comunistas guiados por el estalinismo
soviético, y gran parte del socialismo, que se unieron para derrocar la
revolución. ¿Y qué mejor planteamiento que el de la «unidad sagrada»,
prolongación del Frente Popular, que el paraguas de la unidad antifascista?
Las
campañas de prensa que se fueron construyendo por parte de los sectores
republicanos contra la revolución para «poner orden» son dignos de estudio y de
que sean recogidos en la selectiva «memoria democrática». Todos los males que
provocaban las derrotas en la guerra eran por culpa de los descontrolados
anarquistas (en especial de los «faistas») y de su revolución inoportuna, se
desviaban armas del frente, las milicias no tenían disciplina, subían los
precios de los productos de primera necesidad en la retaguardia, había
ejecuciones sin control judicial, no se obedecía a las maltrechas estructuras
del Estado, etc. etc. Las falsas noticias, los bulos y mentiras (fake news)
ya estaban inventados por estas fechas.
La
solución era evidente: unidad antifascista para la reconstrucción del Estado,
de los tribunales, del ejército regular, para el retorno de la propiedad
privada y la devolución de los bienes expropiados y así liquidar las empresas y
tierras colectivizadas. En definitiva, la liquidación de la revolución y la
vuelta a la normalidad ya que no era el momento de la revolución.
Y
sí, la revolución la liquidaron las fuerzas antifascistas (ser antifascista no
implica ser mucho más que liberal, demócrata, republicano o socialdemócrata, es
decir, respetuosos del sistema capitalista), miles de libertarios y anarquistas
(también del POUM) fueron detenidos por las fuerzas antifascistas, centenares
murieron en los «Hechos de Mayo de 1937», las colectividades en Aragón fueron
desmanteladas a golpe de fusil comunista y todo se «normalizó» y pese a ello la
guerra se perdió.
Sería
de agradecer que la «memoria democrática» no olvidara sistemáticamente todo
esto, y mucho más, que sucedió en el interior del bando republicano.
Sería
de agradecer que pensáramos cómo el antifascismo acabó con la revolución
libertaria y anarquista. Hubo otros factores, incluso internos, pero de eso
hablaremos otro día.
Laura Vicente