Cuando Tony Judt conoció su
enfermedad (ELA) supo que tenía que abandonar la idea de escribir el libro que
tenía in mente: una historia
intelectual y cultural del pensamiento del siglo XX. El libro estaba en su
cabeza, dice él mismo en el Epílogo, incluso en sus notas, pero era difícil que
pudiera realizarlo por su enfermedad. En esa situación, Timothy Snyder le
propuso, en diciembre de 2008, realizar una serie de conversaciones que tenían
como punto de partida los intereses históricos y políticos de Judt (en gran
parte coincidentes con los de Snyder) al compás de su evolución personal.
Y de eso trata este estupendo
libro, de una interesante conversación sobre el siglo XX desde el punto de
vista histórico, político y cultural. Tony Judt introduce cada capítulo
vinculado a su evolución personal y después se produce la conversación. De esta
manera, aparentemente fácil, se van desgranando numerosos temas que van
definiendo lo sucedido en el siglo XX con un estilo ágil y entretenido.
Resulta imposible sintetizar
todos los temas tratados en este auténtico libro-río dividido en nueve
capítulos, un Prólogo de Snyder y un Epílogo de Judt. Por tanto, resaltaré
aquellos aspectos que me interesan a mí, recomendando su lectura a partir de
ellos.
Nacionalismo
Los dos son muy críticos con el
nacionalismo y con los peligros que entraña en la actualidad, igual que los
supuso en el pasado. Leyendo sus reflexiones es fácil apreciar mucho de lo que
se dice al respecto en este libro y aplicarlo en España al hilo del auge del
nacionalismo, especialmente español y catalán (el vasco, tras tantos muertos,
está en fase moderada pero con los mismos planteamientos que los dos
anteriores).
Snyder afirma algo de gran
actualidad en Cataluña, respecto a la mitad de la población, puesto que lo
llevan a cabo quienes tienen mayoría en el Parlament y gobiernan en la
Generalitat. Para el sector nacionalista catalán, unido por el objetivo de la
independencia, «la nación de uno no es el pueblo que vive en su país, sino
más bien los que hablan un mismo idioma, o están asociados con una tradición (…)» (p.
169), idea que se deriva directamente de los románticos y puede apreciarse
fácilmente en el nacionalismo actual. Cuando Torra habla de Cataluña como un
todo unánime, no se equivoca, puesto que para él y el resto del nacionalismo
que lo mantiene en el poder, la mitad de la población que no es partidaria de
su opción política, simplemente no son catalanes/as.
Habitualmente los nacionalismos acostumbran
a empezar como celebración de una identidad universal, pero ese planteamiento
inclusivo va desapareciendo y se va convirtiendo en poco más que una defensa
territorial. Que la izquierda quede atrapada en ese bucle es decepcionante.
La historia puesta al servicio de
la nación suele empezar por el victimismo: cuando «una comunidad habla de “contar
la verdad” no solo pretende maximizar con su versión su propio sufrimiento,
sino que a la vez minimiza implícitamente el sufrimiento de otros» (p. 56).
Las historias y los mitos
nacionales son el subproducto necesario e inevitable de las naciones. Las
naciones llegan con mucha facilidad a la conclusión de que tienen derechos qua naciones, de forma análoga a los
derechos que los individuos reclaman para sí mismos (280).
No hay nacionalismo que se
precie, y en este país estamos bien servidos de ellos, que no amañe el pasado, «es
la forma más antigua de control del conocimiento: si tienes en tus manos el
poder de la interpretación de lo que pasó antes (o simplemente puedes mentir
acerca de ello), el presente y el futuro están a tu disposición»
(256). Por eso, la historia ha sido, y es, tan importante para el nacionalismo,
por desgracia siempre hay historiadores/as dispuestos a ponerse al servicio de
la nación.
Marxismo
Los dos historiadores son muy críticos
con el marxismo y con su idea de la historia que acaba siendo un proyecto que
tiene un objetivo de progreso claro hacia la emancipación de la clase
trabajadora. Es por ello que ven el marxismo como una religión secular que
tiene mucho de la escatología tradicional cristiana: la caída del hombre, el
Mesías, su sufrimiento y la redención vicaria de la humanidad, la salvación, la
ascensión, etc. Este planteamiento provocó que durante décadas «a la
“revolución” se le asoció un misterio y un significado que podía justificar, y
de hecho justificaba, todos los sacrificios, especialmente los de los demás, y
cuanto más sangrientos, mejor» (p. 101).
Cuando los seguidores de esta
religión secular perdían la fe (en Stalin, por ejemplo), se daban cuenta que
esta pérdida no era tan atractiva como la fe: de modo que aunque podía ser racional
distanciarse, se perdía más de lo que se gana (se perdía, entre otras cosas, el
intenso sentimiento de comunidad) (p. 104). Algo similar ocurre con la creencia
en el nacionalismo y su proyecto, muy similar también en sus planteamientos a
una religión, a veces no tan secular, porque muchas veces va asociada a las
creencias religiosas, algo comprobable entre los y las líderes del nacionalismo
catalán, vasco y español.
Como era de prever ninguno de
los dos tiene ni idea del anarquismo ni de la Guerra Civil española, lo que
provoca afirmaciones endebles, disparatadas o simplemente falsas, os sugiero
que prestéis atención a lo que se dice en las pp. 90, 182, 183.
Historia
También resultan muy interesantes las
reflexiones de Judt y Snyder sobre historia. Judt concede mucha
importancia a la plausibilidad del relato histórico. Comparten ambos que un
libro de historia triunfa o fracasa por la convicción con la que cuenta su
relato. Debe sonar cierta. El trabajo del historiador consiste, por tanto, en «establecer
que cierto hecho ocurrió» para transmitir cómo fue lo que les ocurrió a las
personas, cuándo y dónde ocurrió, y con qué consecuencias (p. 258).
Historia y memoria
Judt considera que historia y
memoria se odian mutuamente y que esta segunda es más joven, más atractiva que la
historia, más adusta, poco atractiva y seria (p. 266). Judt cree en la diferencia
entre memoria e historia y afirma que permitir que la memoria sustituya a la
historia es peligroso. Mientras la historia
adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y
reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a
unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un
museo, un edificio, un programa de TV, un acontecimiento, un día, una bandera.
Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales,
insuficientes, selectivas. Sin la historia, la memoria es susceptible de un mal
uso (p. 267).
Snyder afirma que hay otra diferencia
entre ambas: la memoria existe en primera persona. Si no hay persona, no hay
recuerdo. Es más personal con el tiempo. Mientras que la historia existe sobre
todo en la segunda o tercera persona, lo que permite la perspectiva de terceros,
y la hace potencialmente universal (p. 268). El historiador debe escribir sobre
las cosas dentro de su contexto. Contextualizar es parte de la explicación y,
por tanto, distanciarse de la materia de estudio a fin de contextualizar es lo
que distingue a la historia de otras formas alternativas e igualmente legítimas de explicar la
conducta humana (p. 274).
Fascismo
Y concluyo con una afirmación para la
reflexión: «Las perspectivas para el fascismo hoy dependen de que un
país quede atrapado en una situación que combine de alguna manera la sociedad
de masas con unas instituciones políticas frágiles, fragmentadas» (p.
165).