jueves, 23 de mayo de 2019

TONY JUDT con Timothy Snyder, Pensar el siglo XX


Cuando Tony Judt conoció su enfermedad (ELA) supo que tenía que abandonar la idea de escribir el libro que tenía in mente: una historia intelectual y cultural del pensamiento del siglo XX. El libro estaba en su cabeza, dice él mismo en el Epílogo, incluso en sus notas, pero era difícil que pudiera realizarlo por su enfermedad. En esa situación, Timothy Snyder le propuso, en diciembre de 2008, realizar una serie de conversaciones que tenían como punto de partida los intereses históricos y políticos de Judt (en gran parte coincidentes con los de Snyder) al compás de su evolución personal.

Y de eso trata este estupendo libro, de una interesante conversación sobre el siglo XX desde el punto de vista histórico, político y cultural. Tony Judt introduce cada capítulo vinculado a su evolución personal y después se produce la conversación. De esta manera, aparentemente fácil, se van desgranando numerosos temas que van definiendo lo sucedido en el siglo XX con un estilo ágil y entretenido.

Resulta imposible sintetizar todos los temas tratados en este auténtico libro-río dividido en nueve capítulos, un Prólogo de Snyder y un Epílogo de Judt. Por tanto, resaltaré aquellos aspectos que me interesan a mí, recomendando su lectura a partir de ellos.



Nacionalismo
Los dos son muy críticos con el nacionalismo y con los peligros que entraña en la actualidad, igual que los supuso en el pasado. Leyendo sus reflexiones es fácil apreciar mucho de lo que se dice al respecto en este libro y aplicarlo en España al hilo del auge del nacionalismo, especialmente español y catalán (el vasco, tras tantos muertos, está en fase moderada pero con los mismos planteamientos que los dos anteriores).
Snyder afirma algo de gran actualidad en Cataluña, respecto a la mitad de la población, puesto que lo llevan a cabo quienes tienen mayoría en el Parlament y gobiernan en la Generalitat. Para el sector nacionalista catalán, unido por el objetivo de la independencia, «la nación de uno no es el pueblo que vive en su país, sino más bien los que hablan un mismo idioma, o están asociados con una tradición (…)» (p. 169), idea que se deriva directamente de los románticos y puede apreciarse fácilmente en el nacionalismo actual. Cuando Torra habla de Cataluña como un todo unánime, no se equivoca, puesto que para él y el resto del nacionalismo que lo mantiene en el poder, la mitad de la población que no es partidaria de su opción política, simplemente no son catalanes/as.
Habitualmente los nacionalismos acostumbran a empezar como celebración de una identidad universal, pero ese planteamiento inclusivo va desapareciendo y se va convirtiendo en poco más que una defensa territorial. Que la izquierda quede atrapada en ese bucle es decepcionante.
La historia puesta al servicio de la nación suele empezar por el victimismo: cuando «una comunidad habla de contar la verdad” no solo pretende maximizar con su versión su propio sufrimiento, sino que a la vez minimiza implícitamente el sufrimiento de otros» (p. 56).  Las historias y los mitos nacionales son el subproducto necesario e inevitable de las naciones. Las naciones llegan con mucha facilidad a la conclusión de que tienen derechos qua naciones, de forma análoga a los derechos que los individuos reclaman para sí mismos (280).
No hay nacionalismo que se precie, y en este país estamos bien servidos de ellos, que no amañe el pasado, «es la forma más antigua de control del conocimiento: si tienes en tus manos el poder de la interpretación de lo que pasó antes (o simplemente puedes mentir acerca de ello), el presente y el futuro están a tu disposición» (256). Por eso, la historia ha sido, y es, tan importante para el nacionalismo, por desgracia siempre hay historiadores/as dispuestos a ponerse al servicio de la nación.

Marxismo
Los dos historiadores son muy críticos con el marxismo y con su idea de la historia que acaba siendo un proyecto que tiene un objetivo de progreso claro hacia la emancipación de la clase trabajadora. Es por ello que ven el marxismo como una religión secular que tiene mucho de la escatología tradicional cristiana: la caída del hombre, el Mesías, su sufrimiento y la redención vicaria de la humanidad, la salvación, la ascensión, etc. Este planteamiento provocó que durante décadas «a la “revolución” se le asoció un misterio y un significado que podía justificar, y de hecho justificaba, todos los sacrificios, especialmente los de los demás, y cuanto más sangrientos, mejor» (p. 101).
Cuando los seguidores de esta religión secular perdían la fe (en Stalin, por ejemplo), se daban cuenta que esta pérdida no era tan atractiva como la fe: de modo que aunque podía ser racional distanciarse, se perdía más de lo que se gana (se perdía, entre otras cosas, el intenso sentimiento de comunidad) (p. 104). Algo similar ocurre con la creencia en el nacionalismo y su proyecto, muy similar también en sus planteamientos a una religión, a veces no tan secular, porque muchas veces va asociada a las creencias religiosas, algo comprobable entre los y las líderes del nacionalismo catalán, vasco y español.
Como era de prever ninguno de los dos tiene ni idea del anarquismo ni de la Guerra Civil española, lo que provoca afirmaciones endebles, disparatadas o simplemente falsas, os sugiero que prestéis atención a lo que se dice en las pp. 90, 182, 183.

Historia
También resultan muy interesantes las reflexiones de Judt y Snyder sobre historia. Judt concede mucha importancia a la plausibilidad del relato histórico. Comparten ambos que un libro de historia triunfa o fracasa por la convicción con la que cuenta su relato. Debe sonar cierta. El trabajo del historiador consiste, por tanto, en «establecer que cierto hecho ocurrió» para transmitir cómo fue lo que les ocurrió a las personas, cuándo y dónde ocurrió, y con qué consecuencias (p. 258).

Historia y memoria
Judt considera que historia y memoria se odian mutuamente y que esta segunda es más joven, más atractiva que la historia, más adusta, poco atractiva y seria (p. 266). Judt cree en la diferencia entre memoria e historia y afirma que permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras la historia  adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de TV, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas. Sin la historia, la memoria es susceptible de un mal uso (p. 267).
Snyder afirma que hay otra diferencia entre ambas: la memoria existe en primera persona. Si no hay persona, no hay recuerdo. Es más personal con el tiempo. Mientras que la historia existe sobre todo en la segunda o tercera persona, lo que permite la perspectiva de terceros, y la hace potencialmente universal (p. 268). El historiador debe escribir sobre las cosas dentro de su contexto. Contextualizar es parte de la explicación y, por tanto, distanciarse de la materia de estudio a fin de contextualizar es lo que distingue a la historia de otras formas alternativas  e igualmente legítimas de explicar la conducta humana (p. 274).

Fascismo
Y concluyo con una afirmación para la reflexión: «Las perspectivas para el fascismo hoy dependen de que un país quede atrapado en una situación que combine de alguna manera la sociedad de masas con unas instituciones políticas frágiles, fragmentadas» (p. 165).

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