domingo, 23 de abril de 2017

NACIONALISMO Y TOTALITARISMO (II)

Nacionalismo de estado y fascismo (1918-1945).

El nacionalismo tiene una doble cara, una cara democrática y liberadora que busca como primer objetivo el principio de autogobierno, el objetivo es librarse de la opresión que sufre la nación étnica, fundamentada en el sentimiento que los individuos poseen de identificación con la comunidad en que han nacido. A partir de ese patriotismo étnico que ensalza la identidad colectiva  aparece el principio político por el que cada nación tiene derecho a ejercer el poder soberano sobre el territorio en que habita y que poseería fronteras “naturales”, un aspecto este basado, como ya se ha señalado, en el organicismo. Es el supuesto carácter natural de la nación lo que provoca que el nacionalismo reivindique un territorio que considera inmutable y al margen incluso de la voluntad de los propios ciudadanos/as (se puede aplicar igual a la “unidad” de España, que a las fronteras naturales de Euskadi o a los denominados Países Catalanes).  De esa forma aparecen los multitudinarios nacionalismos del siglo XIX, apoyados en la prensa de gran tirada. La territorialidad, como ya se ha dicho, es el principal requisito de las naciones y fácilmente puede justificar el expansionismo.
El nacionalismo tiene también otra cara, la de la obscenidad del nacionalismo totalitario. En todo caso, en esta segunda versión, es evidente que el estado tiene un papel primordial en la creación del nacionalismo[1].
Después de 1870 predominó la política nacionalista de poder unilateral de los grandes Estados centralizados y unitarios que trataran de hacer sentir la voluntad general de la nación en el exterior con desprecio hacia otras naciones. En este contexto el nacionalismo fue una forma extrema de patriotismo dentro de una política imperialista.
No resulta extraño, partiendo de esta doble cara, que el nacionalismo de estado, que se configuró a partir de finales del siglo XVIII y siglo XIX, culminara en los regímenes fascistas surgidos en Europa entre 1918-1945. Los fervores fascistas se difundieron masivamente a través del medio de comunicación más potente de la época, la radio. El Estado aprovechó la capacidad del nacionalismo para dar sentido emocional a una época de declive de la religión y deshumanización provocada por la industrialización con lo que fortaleció al Estado dotándolo de una fidelidad casi religiosa.
Estos movimientos nacionalistas europeos representaron reacciones contra el nuevo orden burgués, democrático y liberal emergente, en el que las clases trabajadoras y los partidos socialistas estaban desempeñando un papel cada vez más importante. Eran movimientos que surgieron como resultado de una gran crisis de confianza en el estado-nación. El fascismo proponía la primacía de la nación unida de forma inseparable al estado, quedando el individuo totalmente subordinado a este. Buscaban la homogeneidad nacional y vinculaban a las masas a las ideas míticas y a menudo místicas de nación. Basado en una combinación de terror y consenso, el fascismo daba mucha relevancia a la participación de las masas en cultos que generaban un sentido de pertenencia a la nación[2]. El estado-nación fue convertido en una especie de dios y el fascismo llevó esta idolatría al máximo. Naciones-estado autoritarias, belicosas y puntales supremos del orden social que aparecieron como freno a la posibilidad de que la nación se dividiera en clases sociales y que el enfrentamiento entre éstas favoreciera la revolución social. El Estado y la nación eran quienes “podían” salvar la sociedad. Esta idea está presente tanto en los regímenes fascistas de los años treinta del s. XX como en el nacional-catolicismo español durante, y tras acabar, la guerra civil en 1939.

GABY HERBSTEIN

El nacionalismo hoy más fuerte que nunca

Resulta evidente en la actualidad que el nacionalismo no ha pagado los excesos del fascismo y hoy se presenta con múltiples caras en países europeos con estado y en territorios en los que se aspira a tener estado. La capacidad de renovación del nacionalismo resulta llamativa puesto que lo avalan posiciones de izquierda (incluso de extrema izquierda anticapitalista como la CUP o Bildu) y de derecha extrema. Es posible que su éxito dependa de su capacidad para movilizar las emociones y el sentimiento de superioridad y autoestima tan necesario en momentos de crisis en que amplios sectores sociales han sido gravemente maltratados.
Las políticas neoliberales que han agudizado claramente les desigualdades sociales y la inexistencia de respuestas (sindicales y/o sociales) para detenerlas, han provocado discursos que apelan al nacionalismo y la xenofobia.
Los partidos de extrema derecha son contrarios a la cesión de soberanía a la Unión Europea (UE), especialmente al control de fronteras con lo que supone de control de la inmigración y a la libre circulación de trabajadores/as de los países de la UE, como se ha demostrado en Gran Bretaña en el último referéndum que ha dado lugar a su salida de la UE. Con diferencias entre ellos, todos los países tienen en común que cuentan con apoyo electoral interclasista y que suponen una ruptura respecto a la ultraderecha nostálgica y corporativa[3]. La deriva autoritaria ha seducido a otros partidos que sin ser de ultraderecha están aplicando medidas que lo parecen o manifestando opiniones que se acercan peligrosamente al fascismo. Un ejemplo reciente es el caso de  la parlamentaria Bettina Kudla de la Unión Cristianodemócrata (CDU) que en un tuit señaló que “Merkel lo niega. Tauber sueña. La inversión étnica ha comenzado. Es necesario actuar”[4]. Inversión étnica (Umvolkung en alemán) fue una expresión popular durante la dictadura nacionalsocialista con la que se referían al proceso de germanización de los territorios conquistados en Europa oriental. La recuperación de expresiones del nacionalsocialismo no es un caso excepcional hoy en Alemania.
Desgraciadamente la presencia de partidos ultras (neonazis, neofascistas, racistas, antinmigrantes, hipernacionalistas, antieuropíistas, casi siempre islamófobos e incluso violentos) en los parlamentos europeos ya no es una sorpresa. Han escalado posiciones en Noruega, Finlandia, Dinamarca, Bulgaria, Hungría, Austria, Holanda, Bélgica, Francia, Polonia, etc.
Uno de los efectos indeseados de cualquier nacionalismo es la creación de un “relato de la nación” que implica manipulación de la historia para distorsionar unos hechos, que bien poco importan, sobre todo, si estropean el relato. La Historia siempre es un campo crucial para los nacionalismos. Si estas narrativas se realizan desde el poder, como ocurre ahora en Cataluña, la creación de mitos busca producir silencio entre quienes no se los “creen”, mientras  que, repetidos hasta la saciedad por los fieles creyentes, se convierten en “verdades históricas”, como la mitificación impulsada desde la Generalitat de Catalunya de los hechos de 1714. Estas “verdades” no se pueden poner en cuestión sin correr el riesgo de ser condenados como traidores, o  botiflers a la catalana, a la patria. Resulta más cómodo guardar silencio que separar la verdad de la falsedad, ese es el peligro de los mitos que, opuestos a la explicación racional del mundo,  hay que aceptarlos completos aunque sustituyan a la realidad. Todos los nacionalismos sin excepción pretenden  construir y controlar el “relato de la nación”. Vivir en un territorio que está en plena construcción de dicho “relato” significa escuchar o leer  continuamente el simplista relato nacional (o independentista como le gusta a la izquierda que teme el término nacionalismo como a una mala pena) que ha ido creciendo al calor del poder y de sus recursos (medios de comunicación, ediciones, congresos, museos, becas, etc.) voceados desde las instituciones, desde la voz “autorizada” de diputados/as, políticos/as, miembros de la llamada sociedad civil o comentaristas de cualquier medio de comunicación que de pronto son expertos/as en historia, en economía, en sociología, en filosofía y en otras muchas  materias.
Esa construcción del “relato de la nación” puede ser más zafia o menos en función de la categoría intelectual de quien participa en dicha construcción, así como el grado de convencimiento de las creencias. Así no son extrañas afirmaciones que adolecen de poca base histórica y que expanden los nacionalistas más convencidos, exaltando y engrandeciendo actos de la nación como síntoma de su grandeza (o superioridad):
No hay en la historia contemporánea del Estado español movilización alguna que se acerque a lo sucedido los últimos años en Cataluña[5].
La impaciencia y exaltación llega al punto de desear acelerar la llegada del “gran cambio” purificador provocando las contradicciones antidemocráticas del Estado (español) aunque eso suponga recurrir a algún tipo de fuerza legal o incluso a la fuerza bruta[6] que acelere la llegada de la “tierra prometida”.
En  conclusión, el nacionalismo convirtió un periodo de treinta años (1914-1945) y dos guerras mundiales en excepcional, dejando múltiples huellas inconfundibles. El total de muertos ocasionados por esas guerras, internacionales o civiles, revoluciones y contrarrevoluciones y por las diferentes manifestaciones del terror estatal, superó los ochenta millones de personas. Cientos de miles más fueron desplazados o huyeron de país en país, planteando graves problemas económicos, políticos y de seguridad. Pese a todo ello cincuenta años después el nacionalismo ha resurgido para volver a condicionar la vida de los ciudadanos y ciudadanas europeas desde la maquinaria del estado (quejosa de las limitaciones que le impone la UE) y con el consentimiento de poblaciones acuciadas por el miedo al extranjero, al inmigrante, al refugiado, al miembro de otra cultura, en definitiva, al Otro. La amenaza y el miedo convenientemente manipulados y la pertenencia emocional a un ente superior que es la nación propia vuelve a propiciar el crecimiento de partidos nacionalistas y ultras como si lo sucedido entre 1914-1945 no hubiera sido suficiente lección respecto a sus catastróficas consecuencias en vidas humanas y en destrucción material.




[1] Llobera, 1996: 260.
[2] Llobera, 1996: 269-270.
[3] Soledad Bengoechea i María-Cruz Santos, “La deriva autoritària europea”, 21-07-2016
 https://directa.cat/actualitat/deriva-autoritaria-europea
[4] Luis Doncel, “Nuevos tiempos para viejas palabras nazis”. El País, 2 de oct. 2016.
[5]Quim Arrufat,  exdiputado de CUP-AE entre 2012 y 2015 y ahora cabeza del secretariado nacional de dicha organización nacionalista en  lamarea nº 30, 2015.
[6] El País, 11 de septiembre 2016, en este enlace se pueden escuchar las palabras del exdiputado.
http://cat.elpais.com/cat/2016/09/10/catalunya/1473533448_662424.html

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