sábado, 6 de septiembre de 2014

JOSEPH ROTH, El busto del Emperador.

Este autor ha sido uno de mis descubrimientos de este año, así que la lectura de este pequeño relato de 59 páginas entra dentro de mi proyecto de leer su obra. El busto del Emperador es el símbolo del desaparecido Imperio Austro-Húngaro tras la Iª Guerra Mundial y la extrañeza que siente el conde Morstin al perder su patria.
Sobre Joseph Roth ya se ha hablado aquí y se puede leer una referencia a su biografía en la etiqueta que lleva su nombre.


Morstin vive con perplejidad una realidad nacional en completa transformación que rompe su deseo de permanencia. El Imperio Austro-Húngaro, como cualquier imperio, unía en sus fronteras un buen número de naciones, trece naciones actuales contando con que algunas de ellas solo tenían una parte de su territorio integrado en el Imperio. Este era el caso de Galitzia, donde nació el escritor y  escenario de este relato, que ahora pertenece a Polonia.
En el relato hay un alegato contra el nacionalismo al que acusa de provocar un efecto negativo sobre la conciencia europea y conflictos que se podían desencadenar con la ruptura de una patria multinacional. Por otro lado llora también la ruptura del respeto a la jerarquía tanto familiar como política. La crítica a la modernidad y a sus secuelas en Europa es clarividente.
Destaca su visión de que los cambios políticos son más rápidos que los cambios en la mentalidad de las personas que por costumbre siguen respetando las tradiciones y el orden jerárquico anterior pese a su desaparición.
Uno de esos hombres es indudablemente este peculiar conde que decide expatriarse voluntariamente de su nueva patria y vivir en la Riviera escribiendo sus memorias de las que el narrador entresaca este interesante fragmento:
He visto –escribe el conde- cómo los listos pueden volvernos tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción. La fe no puede decepcionarnos, puesto que no nos promete nada en la tierra. La verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos (págs. 58-59).


El relato, que por momentos se convierte en una parodia, está escrito con la calidad literaria que caracteriza a este autor. 

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