Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del
nazi Adolf Eichmann, la revista The New
Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, filósofa alemana
judía exiliada en EUA. Se desplazó a Jerusalén y fue escribiendo artículos
sobre el juicio al miembro de las SS involucrado en la solución final. Estos reportajes fueron publicados en forma de
libro (440 pág.) en 1963. Ya en aquellos años esta obra provocó duras críticas
y una fuerte animadversión contra ella que no ha desaparecido, pese a su prestigio,
en la actualidad.
Hannah Arendt nació en Hannover en 1906 y murió en EUA
en 1975. La privación de derechos y la persecución que empezó en Alemania
contra los judíos en 1933, junto con un breve encarcelamiento ese mismo año,
contribuyó a que emigrara a EUA. En 1937 Alemania le retiró la nacionalidad,
como a tantos otros judíos, y quedo en
situación de apátrida hasta que en 1951 consiguió la nacionalidad
norteamericana. Al quitarles a los judíos la nacionalidad alemana dejaban a estos sin patria y con dos
problemas importantes, por un lado evitaba que ningún país solicitara
información sobre las víctimas del exterminio y, además, permitía al Estado en
que la víctima residía confiscar sus bienes y enviarlos a Alemania. El
Ministerio de Hacienda hizo preparativos para recibir el botín que les
mandarían de todos los rincones de Europa.
La obra objeto de esta reseña está estructurada en 15
capítulos que repasan el juicio a Eichmann con una minuciosidad extraordinaria,
además hay una Advertencia preliminar, el Epílogo, un Post Scríptum y la
Bibliografía.
El punto de partida para la redacción de los
reportajes de Arendt es su actitud ante el tema: pudiendo haberse conformado
con lo que se esperaba de ella y hacer la descripción de un monstruo antisemita
que de forma sádica y asesina protagonizó la solución final contra los judíos, no lo hizo. Fue a Jerusalén con
la mente abierta a interrogarse sobre la personalidad del acusado, era la
primera vez que podía escuchar y observar a un nazi con responsabilidad en el
exterminio, y los motivos que le habían llevado a su actividad criminal, pero
no dejó fuera de su escrutinio a las autoridades y a la población de Alemania y
del resto de la Europa ocupada por los nazis o por los fascistas italianos. No
obvió analizar el comportamiento de la propia población judía y, especialmente,
de sus autoridades. Cuestionó el trabajo del tribunal de Jerusalén porque nunca
comprendió las diferencias entre expulsión, genocidio y discriminación, si lo
hubieran sabido diferenciar hubiera quedado claro que el mayor crimen que ante
sí tenía era el exterminio físico del
pueblo judío, es decir, un delito contra la humanidad y que solo la elección de
las víctimas, no la naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga
historia de antisemitismo y odio hacia los judíos (pp. 391-392).
La lectura de esta obra nos pone delante de una
terrible realidad, la capacidad del ser humano normal y corriente de causar
daño a sus congéneres por ideales, lo pernicioso que es dejarse arrastrar por
las ideas dominantes en un momento histórico determinado y abandonar la
capacidad en manos de las leyes de un Estado totalitario, refugiándose en su
cumplimiento necesario. El colapso moral general que fue capaz de provocar el
nazismo en toda una nación como la culta Alemania y otros muchos países
europeos ocupados por ellos en los que el colaboracionismo predominó. E incluso
el colapso moral que produjo entre las víctimas para salvarse del exterminio
incluso negociando con los criminales. ¿Quién puede saber lo que cualquiera de
nosotros hubiera hecho en esas circunstancias? Sí sabemos que hubo seres
excepcionales que, perdidos en un océano de confusión, de muerte y de terror,
supieron discernir lo más elemental del comportamiento humano y se mantuvieron
internamente libres para discernir lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Seres excepcionales para actuar con normalidad en momentos excepcionales. Su
existencia nos regala la esperanza en el género humano, ayer y hoy.
Arendt se decantó por arriesgar al reflexionar e
investigar, sacando conclusiones con una libertad de criterio que nunca es
fácil puesto que muchos prefieren las explicaciones simples de blanco o negro y
no de una variada gama de grises. Sus ideas disgustaron a muchos, incluida la
comunidad judía estadounidense e israelí, respecto a cuatro temas, el primero
el concepto de la banalidad del mal, por
el que Arendt señaló que Eichmann era un hombre común que carecía de motivos
para matar a los judíos, salvo aquellos
demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso
y que tal diligencia no era criminal. Este alto funcionario de las SS se marcó
una línea de actuación de obediencia ciega a las leyes y la pura irreflexión le
predispuso a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo y a convertirse en
uno de los mayores criminales. Este comportamiento lo clasificó como banal, e incluso cómico, pero no
diabólico aunque tampoco era común. En el juicio quedó claro para ella que tal alejamiento de la realidad y tal
irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes,
quizá, a la naturaleza humana (p. 418). El fiscal y los jueces no podían
creer que Eichmann fuera una persona “normal”, para ellos era un ser diabólico,
un monstruo antisemita que odiaba a los judíos. Sin embargo Arendt vio en
Eichmann a un ciudadano fiel cumplidor de
la ley que pudo dejar de “sentir” y eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante
el espectáculo del sufrimiento físico (p. 156) por esa obediencia ciega de
funcionario que anulaba la facultad humana de juzgar. Es propio de todo
gobierno totalitario, decía Arendt, transformar a los hombres en funcionarios y
simples ruedas de la maquinaria administrativa y deshumanizarlos. El contexto
legal del nazismo daba cobertura a estas actitudes y, por ello, tan solo los seres “excepcionales” podían
reaccionar “normalmente”, es decir, desde criterios morales (p. 47).
La crítica que Arendt realizó a los líderes de las
asociaciones judías que ayudaron en las tareas administrativas y policiales a
los nazis fue el tema que provocó más indignación. Según sus investigaciones,
la formación de gobiernos títere en los
territorios ocupados iba siempre acompañada de la organización de una oficina
central judía, los integrantes de los consejos judíos eran por lo general los más destacados
dirigentes judíos del país de que se tratara, y a estos los nazis confirieron
extraordinarios poderes (…). Estos consejos judíos elaboraban listas de individuos de su pueblo, con
expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de
pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las
viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que
colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que
debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de
colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto
orden, para facilitar a los nazis su confiscación (pp. 172-174). Incluso el
trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuvo a cargo de
comandos judíos (p. 181).
El pueblo judío, decía Arendt, tenía muy difícil
organizar una resistencia al exterminio ya que no poseía territorio, no disponía
de gobierno, ni de ejército y tampoco tuvo un gobierno en el exilio que le
representara ante los aliados. Pero sí existían organizaciones comunales judías
y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como internacional. Allí donde había judíos había asimismo
dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los
nazis (…). Sin estos dirigentes, el
número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado a una suma que oscila
entre los cuatro millones y medio y los seis millones (p. 184).
Este tema tan sensible muestra la objetividad de la
que Arendt hacía gala, de ahí posiblemente la afirmación del novelista judío
Saul Bellow que señalo que era una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya
comprensión de lo humano resultaba limitadísima. Metió el dedo en una llaga
peligrosa puesto que señaló el colapso moral generalizado que los nazis
produjeron en la respetable sociedad
europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los países, no solo entre los
victimarios, sino también entre las víctimas (p. 185). Y dentro de las
víctimas, no se detuvo ante el colapso moral que se dio en la respetable
sociedad judía que colaboró con sus victimarios y que aceptaron sin protestar la clasificación en
categorías y, por tanto, la existencia de judíos prominentes con privilegios
que suponía la aceptación de la norma general que significaba la muerte de
cuantos no fueran casos especiales, la mayoría (pp. 194-195).
Resulta muy interesante el repaso que realiza Arendt a
las deportaciones en cada país europeo y las diversas actitudes ante el tema
que provocaron una menor o mayor mortalidad de los judíos, en este sentido
llama la atención el rechazo al exterminio judío por parte de la Italia de
Mussolini o la postura más antisemita entre todos los países europeos de Rumania.
El tercer aspecto que provocó polémica, y en el que no
nos vamos a detener por su carácter más jurídico, fueron las dudas sobre la
legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann, además, según
Arendt, el tribunal de Jerusalén fracasó al no abordar tres problemas: el problema de la parcialidad propia de un
tribunal formado por los vencedores, el de una justa definición de “delito
contra la humanidad”, y el de establecer claramente el perfil del nuevo tipo de
delincuente que comete este tipo de delito (p. 400). El mayor defecto fue,
según la filósofa, que la acusación se
basó en los sufrimientos de los judíos y no en los actos de Eichmann (p. 18).
Por último, el escrutinio que realizó de las
autoridades, de la población alemana, y del resto de la Europa ocupada por los
nazis, incluso en el momento del juicio a Eichmann, también generó detractores.
Afirmaba con rotundidad que La abrumadora
mayoría del pueblo alemán creía en Hitler (…). Contra esta ciclópea mayoría se
alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la
catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. No se olvidó de
mencionar a los conspiradores, como los de julio de 1944, para afirmar que eran
en realidad antiguos nazis o individuos que habían ocupado altos cargos en el
Tercer Reich y que, en realidad nunca se opusieron a Hitler por el problema
judío. Para Arendt en Alemania se produjo la debacle moral de toda una nación (p. 163). El colaboracionismo
generalizado de gran parte de las autoridades y de la población, en el resto de
Europa, especialmente en su parte oriental, extiende dicho colapso moral a casi
todo el continente. Los movimientos de resistencia, que Arendt no trata por no
ser el objeto de su libro, son esa parte excepcional que reaccionó contra la
barbarie.
ResponderEliminarHistorias que perseguimos,
historias que nos persiguen...
Besos 'Lady Historiadora'!!!!
PD: 'Wild Horses'... ;)
Es bueno conocer lo ocurrido, que nos lleguen ecos del pasado nos facilita entender mejor y de forma más crítica lo que ocurre ahora.
EliminarEs una hermosa canción ¿verdad?
Besos.