viernes, 23 de junio de 2023

FÁBRICA, MUJERES Y ANARQUISMO (I)

 



1.     FÁBRICAS

Como veremos a lo largo de esta exposición hay una idea que estaba siempre presente cuando se hablaba de mujeres y fábricas, esta idea era que la fábrica era cosa de hombres o lo que es lo mismo que el lugar de la mujer no era la fábrica. Hagamos una primera reflexión al respecto antes de entrar en el tema de las fábricas y la presencia femenina.

A través de leyes y de otros mecanismos culturales de control social informal se confinó a las mujeres al ámbito doméstico y se les dio una identidad única de madres y esposas. Las leyes que se aprobaron en Europa y EUA establecían el dominio masculino y la desigualdad femenina: las mujeres carecían de la ciudadanía (derechos políticos y civiles), tenían restricciones para acceder a la propiedad, la herencia, la educación, el trabajo, etc. y su presencia en los espacios públicos estaba limitada a la vez que se mantenía su dependencia del hombre (padre, marido, hijo).

La discriminación legal de las mujeres se garantizó, en la España de la Restauración, a través del Código Civil (1889), Penal (1870) y de Comercio (1885). La mujer casada no tenía autonomía personal; dependía económicamente de su marido, ni siquiera era dueña de los ingresos que generaba su propio trabajo. Además, debía obediencia a su marido y necesitaba su autorización para desempeñar actividades económicas y comerciales. El poder del marido sobre la mujer casada fue reforzado, además, con medidas penales que castigaban cualquier trasgresión de su autoridad. Discriminación legal, segregación laboral y desigualdad de oportunidades educativas, reforzaban las normas que eran básicas en el sistema de género. Las leyes y normativas oficiales contaban además con un conjunto de creencias, hábitos, valores y reglas de conducta acordes que se fundamentaban en el discurso de género vigente en esta época.

Entre otros mecanismos culturales de control social informal, más difíciles de detectar y de cuestionar, encontramos el modo en que se representaba la feminidad. Se construyeron imágenes de las mujeres de inferioridad (tanto intelectual como física) y de subordinación. La feminidad quedaba definida por la ternura, la abnegación y la dedicación a los demás, frente al raciocinio, el interés propio y el individualismo, que eran el epicentro de la masculinidad.

Así se creó un modelo de mujer que se generalizó en la sociedad occidental, evocado a través del arquetipo del «Ángel del Hogar». Este arquetipo burgués pero aceptado en el mundo obrero, difundido a través de la literatura de buen comportamiento y urbanidad, las novelas, e incluso textos de signo médico y científico, consideraba la maternidad como el destino «natural» de las mujeres. La identidad femenina no podía pensarse fuera del matrimonio y, por tanto, dentro del ámbito doméstico en el que la feminidad quedó definida por esa figura angelical y abnegada.

Pese a que las mujeres tenían que ser competentes en muchos campos para atender la casa, el discurso de la domesticidad les negaba su perfil de trabajadoras. Las tareas domésticas, los cuidados, no se valoraban como trabajo y pese a ser fundamentales para la economía capitalista era invisibilizado y gratuito, considerado como algo «natural» al hecho de ser mujeres. Pero, además, este mismo discurso influía en la consideración negativa del trabajo extradoméstico femenino y de ahí que podamos afirmar que las mujeres solo trabajaban por necesidad y como algo provisional (aunque ese estado se prolongara durante años): la fábrica (o cualquier lugar de trabajo) no era su lugar.

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Dejando claro que las fábricas eran espacios masculinizados, veamos algunos aspectos relevantes del proceso industrializador para contextualizar la huelga de “La Constancia”.

Durante el siglo XIX, el sector que primero introdujo la máquina de vapor en Cataluña fue la industria textil del algodón como bien sabemos, fue en este sector en el que las mujeres se incorporaron a las fábricas. Es remarcable en el crecimiento de la industria textil del algodón la oleada de prosperidad y buenos negocios, conocida como la fiebre del oro, que se desarrolló a partir de 1871 y duró hasta 1883. En esta etapa se produjo la substitución de los telares manuales por los mecánicos entre 1870 y 1900, el aumento del número de unidades de funcionamiento y el uso creciente de la energía de vapor dio lugar a un importante incremento de la productividad. Los cambios en la organización del trabajo y la tecnología provocaron la preferencia de los fabricantes por la mano de obra más barata que representaban las mujeres y la población infantil.

Entre 1870 y 1890 el número de obreras en el sector textil aumentó y las cifras de mujeres que trabajaban en este sector iba en progresivo aumento con el nuevo siglo. Hacia 1900, las actividades textiles significaban el 28,14% de la población activa femenina del sector secundario y pasaron a ser el 32,66% en 1930. Por tanto, es una etapa de feminización de las plantillas en las industrias textiles para mantener los límites saláriales bajos. Este proceso de feminización fue muy notorio en las ramas fabriles (hilaturas y tejidos) y de géneros de punto, mientras la del agua (tintes y aprestos), con mejores condiciones laborales y salarios más elevados, mantuvo el predominio masculino. A finales del siglo XIX las mujeres recibían por el mismo trabajo un poco más de la mitad del salario que recibían los hombres y, por lo tanto, aunque fuese el mismo trabajo, siempre se apreciaba menos que el de los hombres.

Los empresarios no querían renunciar ni siquiera a la mano de obra infantil, en parte también femenina porque era muy barata. Incluso antes de conseguir el mínimo de edad fijado por la ley (10 años), las niñas acompañaban a sus padres a los talleres. Estas niñas se encargaban de escobar los locales y ayudar en ciertos trabajos a los obreros adultos por unos céntimos semanales. Eran las llamadas chinches de fábrica, niñas o jornaleras que hacían tareas inferiores y que constituían los sectores peor pagados.

Las condiciones de trabajo e higiene eran bastante lamentables. En los talleres, el espacio entre los telares era muy reducido y eran lugares mal iluminados y ventilados en los cuales, adolescentes y adultas, trabajaban durante once o doce horas adoptando posturas forzadas a que les obligaban ciertas tareas (caso de las tejedoras) y respirando el polvo que desprendían ciertos materiales con los que se trabajaba. Estas condiciones de trabajo provocaban en las trabajadoras del textil y, especialmente, en las de la regeneración de lanas, ciertas enfermedades como inflamaciones y ulceraciones de las mucosas pulmonares, que en ocasiones degeneraban en tuberculosis.

Era en la edad en que se hacía el aprendizaje industrial, de los quince a los diecinueve años, cuando el comportamiento de los salarios ponía en evidencia una clara segregación laboral por razón de sexo. El salario de los adolescentes se doblaba, en cambio el salario de las adolescentes permanecía estancado. Esta diferencia salarial estaba relacionada, entre otros aspectos, con el hecho de que la mayoría de las jóvenes no hacían el aprendizaje. Otras niñas, las menos, empezaban el aprendizaje y su habilidad determinaba el ascenso en la escala profesional dentro de los límites impuestos por su sexo.

La realidad era que las mismas familias transmitían el planteamiento, como ya hemos dicho, de que las mujeres debían vivir en el ámbito doméstico y, por tanto, no hacía falta una cualificación que después del matrimonio y, sobre todo, cuando tuviesen los primeros hijos, no les serviría de gran cosa. Como ya hemos dicho, el trabajo de las mujeres en las fábricas era transitorio. Únicamente se aceptaba el trabajo fuera de casa en determinadas circunstancias, como era la necesidad económica, pero esta necesidad sólo podía justificar el trabajo de las mujeres durante un tiempo y, por tanto, como un trabajo secundario a la espera de que un hombre, o el conjunto familiar cuando los hijos e hijas empezaban a trabajar, pudiesen encargarse de mantenerlas en casa.

Las mujeres, además, sufrían una doble explotación, como señalaba la obrera textil, Teresa Claramunt, cuando decía que: en «el taller se nos explota más que al hombre, en el hogar doméstico hemos de vivir sometidas al capricho del tiranuelo marido». Tras las largas jornadas laborales, superiores a veces a las de sus compañeros, a las mujeres les quedaban por realizar todas las tareas domésticas y los cuidados, trabajo que las mujeres asumían como algo «natural» y por ello gratuito. Esta doble explotación estuvo presente en el origen de la huelga de La Constancia en 1913.

Laura Vicente

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